CUENTO / febrero-marzo 2022 / No. 97

Llegar al silencio




¡Qué tiempo este, maldito,
que revuelve las horas y los años,
el sueño y la conciencia,
el ojo abierto y el morir despacio!
Jaime Sabines

I

Te escribo, Armando, porque nuestro padre está por fallecer y desea enmendar sus errores. El día de su cumpleaños me habló de ti y de su pasado, no era su costumbre. Después de partir el pastel le llenamos la cara de besos y cantamos “Las mañanitas”. Durante todo el tiempo tuvo los ojos enrojecidos, el cuerpo cansado y las manos pálidas; temblaba por ratos, decía que era nomás el frío, que el invierno es una peste y que su casa fue cuarteándose por el clima. Esa noche estuve con él a solas, al cerrar los ojos percibí el olor del viento con el aroma de papá por todos lados. Las grandes hojas de la palmera silenciaban nuestra estancia y los grillos mantenían un canto monótono. Mientras me permitía comprender sus canas y arrugas, con la voz quebrada, comenzó a contarme la discusión con el abuelo Jorge: fumador cabal del sur de Chiapas, capataz de las mejores cosechas de los campos fértiles en Villa Comaltitlán, el diablo de Santa Lucía, hombre trabajador y perro por naturaleza, con un carácter de la chingada y la garganta llena de humo. El día que se fue de casa era sólo un niño; tomó un costal, una prenda de ropa y el reloj del capataz para gustar del tiempo. Su madre pudo decirle: “no te vayas, Quique, ¿quién te va a dar de comer?”, pero en vez de eso la escopeta del abuelo levantó una polvareda bajo sus pies descalzos, la risa burlona retumbaba en sus oídos y el llanto empedernido en sus ojos fue secándose lentamente hasta alejarse con una sombra a su lado. El día que Enrique Villalobos, nuestro padre, caminó en la oscura noche, decidió ignorarse para no volver a casa ni dar el brazo a torcer, o recibir quemaduras de alambre y perder otro diente de leche. Papá anhela verte de nuevo, Armando. Esperamos saber cómo has estado y confío que responderás lo más pronto posible.


II

Te escribo de nuevo porque han pasado tres meses. Yo sé, Armando, que pudo ser difícil crecer sin nuestro padre. En estos tiempos no se puede confiar en ninguna persona. El día que supe de ti, era diez años menor que tú y no pensaba como pienso ahora. Después supe lo primordiales que fueron ustedes para papá. Fue entonces que decidimos partir hacia el pueblo donde creciste, hallarte de algún modo u otro, no importaba cómo o cuándo, pues su voluntad fue lo único que tenía en la mente. Dejé mi trabajo como profesor, mi esposa tuvo que comprenderme y permitió que fuera por ti antes de que fuera demasiado tarde. Ya con el viejo Volkswagen y con nuestro padre tendido en el asiento de atrás, tapado en mantas, con un vaho añejado y consumido por el humo del tabaco, partimos hasta donde se supone que estarías, Tuxtla Chico, allá por el sur de Chiapas, cerca de la ciudad de Tapachula. Déjame contarte que nuestro padre Enrique se convirtió en adulto poco tiempo después de mantenerse trabajando: ganaba dinero para comprarse relojes, pantalones, camisas a cuadros y zapatos de cuero. A sus dieciocho años montaba a caballo y recorría el pueblo de Tuxtla Chico, levantaba el polvo de los caminos y cuando trotaba por la tarde decía sentirse el dueño de la altura del bosque y la profundidad de los ríos. Ahí fue donde conoció a tu madre, Irene, desconozco su apellido, pero sé que papá la amó más de lo que pudiéramos pensar. Tienes que saber también que el abuelo Jorge se encontró con él en una ocasión dentro de una cantina de Tapachula llamada Las Carmelitas. Tú madre estaba por dar a luz y el trabajo de papá en esa época lo desconozco. Nuestro abuelo quería dinero, pero él no pensaba ofrecerle nada, pues ahorraba lo necesario para mantener a su futuro hijo. Dicen que el abuelo fue asesinado por unos hombres dedicados a secuestrar mujeres migrantes de Centroamérica para prostituirlas. Cuando naciste, papá se había alistado en el Ejército mexicano, gracias a un viejo amigo. Nuestro padre Enrique encontró el lugar perfecto para vivir y conocerse, reconciliarse con la imagen de aquel niño que lo perdió todo y seguir manchándose las manos por el trabajo duro hasta lograr ser alguien en la vida. Para visitarte, Armando, tenía que pagarle a un guardia y volver al cuartel a medianoche: te llevaba al cine, a comer helado, a ver el atardecer desde los lugares más recónditos de toda la ciudad, escuchar la marimba en los mercados y espantar a las palomas del Parque Central Miguel Hidalgo. Puede que esos días los hayas puesto bajo tierra, pero es necesario recordártelos. Sé que también sentiste el calor de sus abrazos, miraste su alma a través de esos ojos oscuros y escuchaste atentamente su soliloquio en voz alta, esos diálogos extraños que tenía consigo mismo. Él te amó, Armando, lo sé porque he oído la ruptura de su voz mientras hablaba de ustedes. Cuando tuvo que abandonarlos, se fue lejos para no perjudicarlos; no quería que fueras como él. La noche que se marchó, la señora Irene estaba embarazada de tu hermana Amelia y la casa se caía de un lado. Papá fue sólo un miserable más, un hombre que descubrió inevitablemente las malas hazañas de este país y la corrupción que se respira. El sanguinario trabajo que le asignaron le dio el motivo de irse lejos sin poder despedirse. Habló de ese momento muchas veces, tampoco era su costumbre. Repetía sus nombres una y otra vez, pretendió guardarse el llanto, decía: “hubo quienes fueron decapitados y otros quienes fueron tratados como perros”. Entonces se le llenaba el rostro de lágrimas. “Fue una masacre de jóvenes, mujeres, hasta niños que no pasaban de los diez años. Les dimos unas infames esperanzas de seguir viviendo, pero sólo fue una maldita ley fuga que terminó en charcos de sangre y cuerpos enterrados”. Después de todo, las manos de nuestro padre se mancharon de por vida. Fue un asesino. La batalla contra esos hombres era implacable, todos los días moría una o varias personas más y, agregado a una lista negra, tuvo que irse para que no fueran por ustedes. Papá llegó a Ciudad Blanca el día que le dio a tu familia una oportunidad de seguir viviendo sin peligros ni amenazas. Ese día olvidó su nombre y dejó atrás las tierras húmedas, el chocolate caliente y el café negro. Los árboles mojados, llenos de frutas, con las ramas hacia las montañas y las raíces hasta las corrientes de los ríos, miraron a papá irse a lo lejos. Llegó para perderse en esta ciudad, perderse por las calles, entre la gente y las horas cálidas abajo de un cielo encarnado y con el sol en la espalda. Así fue como renovó su nombre y su historia formando otra familia, la mía. Antes de entrar a Chiapas me dio una fotografía vieja donde estaban los dos juntos y el océano Pacifico en la Barra de San José de Mazatán a sus espaldas. Se ven llenos de felicidad, como si nadie en el mundo pudiera haberles quitado esa mirada, esa sonrisa en el rostro, como si el tiempo no hubiera pasado sobre ustedes y el retrato de dos hombres, padre e hijo, lentamente se fuera capturando con un solo propósito: comenzar un ciclo de sangre que siempre acabaría en el abandono y la muerte. Aún lo recuerda, Armando. Me ha contado mucho sobre esa tarde en la playa: que la señora Irene les tomó la fotografía y que hubo un momento de plenitud, como si el mundo se detuviera para contemplar su bonanza familiar y su dicha. Atrás de la fotografía dejó escrito algo: “Unión Miramar, lugar donde nada ocurre, desviación en la carretera Juchitán de Zaragoza hacia Tapachula, 1980, el dinero está enterrado bajo la casa de mi hermana Lourdes Villalobos. Todo lo que hay ahí es para ustedes”. Nos hemos hospedado en casa del tío Toño, el menor de los hermanos, nos ha contado sobre ti y tu hijo a quien nombraste Enrique igual que a nuestro padre. Vimos una fotografía de ustedes en la playa, parecida a la que me entregó papá. Me he dado cuenta de que el ciclo se hace evidente. También visitamos a tu esposa en el cementerio de Huixtla; le llevamos flores y una veladora. Dicen que Amelia sigue viviendo en el pueblo y que tu hijo se encuentra con ella, iremos a verlos. Espero que respondas tan pronto como puedas y también que comprendas la situación en la que estamos.


III

Una vez más te escribo, Armando. Estoy en Tijuana porque en Tuxtla Chico, Hugo, tu mejor amigo, nos dijo que emigraste por una mejor calidad de vida. Antes de venir hasta aquí supe por qué te haces llamar de otra manera; supe que estás armado para defender a unos hombres de Guatemala y Belice. Cuando llegamos a casa de Amelia creímos por fin haberte encontrado. Sin embargo, había pasado bastante tiempo desde que huiste del pueblo. Amelia espera un hijo. Estaba tan contenta de vernos. Nos contó sobre la muerte de la señora Irene y de la infancia de ambos en casa del tío Tilo. Tu hijo no se encontraba con ella. Nos dijo que vivía en casa de la tía Lourdes desde que te marchaste. Antes de ir por él tuvimos que velar a nuestro padre. Finalmente falleció, Armando, sucedió mientras dormíamos en casa de Amelia. Sólo nosotros dos estuvimos con él en ese momento. Unas horas antes me había dicho que temía morir. Lloró por tu ausencia y entonces preguntó preocupado si del otro lado alguien esperaría su llegada o estaría completamente solo, en silencio. Acabado el entierro fui por el niño hasta Unión Miramar; lo encontré bajando mangos de un árbol con un machete y una soga ajustada a su cintura. Recordé lo que papá escribió en la fotografía de la playa y saqué el dinero oculto. Encontré una fotografía aún más antigua entre todas las cosas; era el abuelo Jorge con papá, tenía escrito algo para ustedes: “Yo fui quién mató al abuelo Jorge y a otras personas más. Tuve que irme lejos. Hijo, cuídame a tu hermana y a tu madre. Perdóname por no estar contigo. Sé un hombre sincero. Octubre, 198*”. Tu hijo está conmigo y tengo el dinero que te pertenece. Sólo una cosa más: no voy guardarme todo esto, Armando, sé muy bien a qué te dedicas. Seguiré contando lo que han callado todo este tiempo tú y todos aquellos que llevaron tu nombre y el mío. Este ciclo de soledades y muerte debe ser conocido. Todos esos días perdidos serán revelados, aquellos que siguen deben saber todo acerca de nuestro pasado turbio. Yo sé que vendrás por tu hijo, espero verte ahora que todo te lo he contado. El tiempo se llevará estas palabras escritas y los otros tendrán que dejar de llegar al silencio como lo hemos hecho nosotros. Escalaremos hasta la cima del Cerro Colorado mañana, ahí te esperaremos los dos. Hasta entonces.






Daniel Sibaja (Mérida, Yucatán, 1997). Es licenciado en Literatura Latinoamericana por la Universidad Autónoma de Yucatán. Egresó del área de Letras del Centro de Educación Artística “Ermilo Abreu Gómez”. Ha publicado en diversos medios digitales e impresos. Obtuvo el Premio de Cuento Breve de la 6° Feria Nacional del Libro INBA-CEDART 2015 y el Premio Estatal de Cuento Corto Tiempos de Escritura 2020. Fue becario del PECDA Jóvenes Creadores en la categoría de Cuento (2017) y del Festival Cultural Interfaz (2018). Forma parte del Centro de Experimentación. Es autor de Montejo Boulevard (La Comuna Girondo, 2019; Edición digital, 2020) y Opiniones públicas (Sangre ediciones, 2021).

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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