CUENTO / febrero-marzo 2022 / No. 97

Los besos se acabaron






Las descubría por sus ojos y eso que había perdido la costumbre de mirar a la gente a las pupilas sin esquivarlas.

En esos años, los ojos eran lo único que se podía ver más allá de los rectángulos de tela que nos forraban la mitad de la cara. La mayoría eran café oscuro, medianos y redondos. Otros eran alargados y profundos, como de gato. Unos más parecían diminutos, sin expresión, como si existieran en los rostros sin vida de vegetales. Al final no importaba el mensaje de las cejas, la frente o el entrecejo, porque los telones de tela convertían a las narices en enigma, a los labios en incógnita.

Lo mismo ocurre con las extremidades bajo una falda. La longitud de las telas es lo de menos: no podemos ver lo que hay debajo, sólo basta imaginar para crear momentos, soñar despierto, enamorarse de esa oscuridad que nadie puede ver ni tocar, pero que existe.

El deseo se desvanece, en ocasiones, cuando el secreto se descubre. ¿Cómo serán sus dientes?, me preguntaba cada vez que me cruzaba con alguna mujer en la calle, el trabajo o el transporte público.

A pesar de ser diferentes, los ojos de casi todas se veían más grandes y elocuentes con la mitad del rostro recubierto. Lo más interesante era sospechar cómo sería esa zona escondida, el nuevo objeto del deseo. ¿De qué color serán sus labios? ¿Serán delgados? ¿Carnosos? ¿Tendrá el tabique de la nariz desviado o alineado? ¿Aliento de rosas o de cempasúchil? Los muslos, objeto histórico del deseo, pasaron a tercer plano.

Imaginaba un descubrimiento maravilloso detrás del paño, como si de encontrar un tesoro en la playa se tratara: un caracol de mar, una concha blanca e incluso los trozos de botella que parecen cuarzos brillantes cuando los erosionan el agua y la arena.

Mi primera decepción —y la más grande— ocurrió en junio. Iba a abordar el metro rumbo a Indios Verdes cuando me topé, en la fila de la taquilla, con una mirada rota. Sus ojos estaban rojos e hinchados. Seguía llorando. Iba parada frente a mí con el cabello negro alzado en una coleta. Usaba un vestido largo, gris, idéntico a los que vestía mi abuela.

Tiró la cartera al suelo cuando se disponía a pagar el pasaje. El encuentro frontal sucedió cuando intenté, con una torpeza similar a la suya, ayudarle a recogerla. Pese a la triste hinchazón de los ojos pude notar que eran grandes, alargados, de pestañas prolongadas, húmedas y sin maquillaje. Protegían del exterior a unas pupilas de chocolate.

Mi mano se adelantó a tomar la cartera. Se la entregué, pero no dijo nada. Alzó su cuerpo, me dio la espalda, sacó unas monedas y pagó el pasaje para avanzar rumbo a los andenes.

En el convoy la encontré de nuevo. La multitud nos empujó hasta el último vagón. Sin darnos cuenta quedamos frente a frente, con los cuerpos casi adheridos uno al otro. Yo intentaba separarme para evitar roces innecesarios, acosos inútiles, pero era casi imposible por la cantidad de personas empujándose desde afuera para ingresar al furgón.

Aunque no podía dejar de verle los ojos, la esquivaba cuando se daba cuenta. Ella también me miraba. Después de varios minutos supe una cosa: debajo de esa mirada triste probablemente habría un dentadura perfecta de dientes blancos. Si tan sólo pudiera ver sus labios, pensaba.

En un instante dejamos de eludir las miradas. Nos miramos durante los segundos que el tren tardó en llegar a la próxima estación.

La mitad del gentío descendió en Balderas. Aunque teníamos espacio suficiente para destensar los cuerpos uno del otro, permanecimos juntos. Sé que no la obligué, porque cuando intenté separarme ella dio un paso adelante.

—Qué calor —dijo rompiendo el silencio que nos condujo hasta ese sitio. La vi sonreír con los ojos parpadeantes, fijos en los míos.

En esos tiempos los rostros mutaban cuando, en la comodidad de la casa propia o al aire libre en un parque, se removía el paño sudoroso que cubría la otra mitad de la cara. Una mirada pequeña e inexpresiva podía ser la más bella si se combinaba con labios gruesos, carnosos, parcialmente pintados de rojo. Unos ojos bellos, delineados y de pestañas curvilíneas podían no hacer juego con bocas demasiado grandes.

Todo se quebró cuando se retiró el cubrebocas unos segundos para moverlo frente a sus labios y respirar el oxígeno sucio del subterráneo. Los ojos que me llamaron a protegerlos desentonaban con esa sonrisa nerviosa, a medio brotar, de dientes chuecos y amarillos, cobijados por unos labios mordisqueados, ensangrentados por las hendiduras de los colmillos.

Era una boca que jamás podría combinar con esa mirada. Pasé de la admiración a la lástima. Di un paso atrás, le di la espalda y bajé en la siguiente parada.

No me rendí tras el primer fracaso. Todos los días salía de casa buscando miradas e imaginando posibles combinaciones con la parte inferior de los rostros. Quería descubrir una mirada puntual con su sonrisa. En el bus, el metro, rumbo al supermercado, los cruces peatonales o en el estacionamiento de los centros comerciales. Los restaurantes estaban cerrados. Ni hablar de los teatros, los bares coquetos de Polanco o los antros de la Zona Rosa. Las cantinas de mala muerte en Pino Suárez eran las únicas que burlaban a la autoridad abriendo a deshoras, pero ahí nunca encontré ojos femeninos más allá de meseras y recepcionistas cuyo trabajo me impedía acercarme.

Pasaron varios meses pero no lo conseguía. No solamente por la dificultad de que una mujer entregue su confianza a un extraño en un país de acosadores sexuales y feminicidas, sino porque las partículas virulentas se esparcían a poca distancia, con el tacto y la respiración, a través del aire.

Esos días caminábamos en líneas rectas a través de un solo flujo peatonal, con dos metros de separación del otro, sin tocarnos ni para el saludo como antes se estilaba. Entre hombres, un apretón de mano. Con las mujeres era distinto: un beso en la mejilla entre ellas mismas y con nosotros. Milésimas de segundo que muchos aprovechaban para disfrazar de cortesía a un roce físico intencional o rodear su cintura con el brazo. Después los besos se acabaron.

Ese viernes salí del trabajo para ir a casa. Rumbo al metro solía aprovechar el camino al aire libre para fumar. Bajé la mascarilla hasta el cuello, coloqué un cigarro en mi labios y levanté el encendedor para encontrar su flama.

—Cuánta gente muriéndose intubada porque se quedó sin espacio en los pulmones, para que tú jodas los tuyos con humo de cigarro —escuché de una voz que no provenía de mi consciencia.

Giré la cabeza. Caminaba a mi lado izquerdo con un abrigo negro cubriéndole el torso, abotonado hasta el cuello. Debajo, unas piernas vestidas con medias de oficinista que llegaban hasta los pies calzados con tacones sobrios, breves, de burócrata. Sus manos, envueltas en guantes azules, de cirujana, se alzaban a la altura del pecho sin tocarse.

Lo más llamativo de la figura no era la sobriedad de la ropa o lo grotesco de sus ademanes, sino que pude ver, iracundo, una mirada más iracunda que la mía.

—¿Por qué fumas? —preguntó. Cuando observé sus ojos, descubrí que eran distintos a los de las que había perseguido desde marzo: traviesos, enérgicos, enojados, inquisitivos. Cafés y prolongados, como de tiburón. Todo al mismo tiempo.

Di un paso atrás, tiré el cigarro, acomodé el cubrebocas en su lugar. No me intimidaron ni el reproche ni la pregunta entrometida, sino esa mirada transparente.

Aunque pusiera una mueca de disgusto, un gesto de reconciliación o una risita de coqueteo, ella no podría verlo. Tenía que expresarme con los ojos, cualquiera que fuera mi respuesta. No quería parecer un imbécil que se intimida con cualquier mirada.

Levanté una ceja de incertidumbre porque era el único gesto maxilofacial que tenía aprendido desde los cinco años, cuando veía a mi madre dirigirle esa seña a papá porque llegaba tarde o todas las veces que no llegaba.

—¿El cubrebocas te comió la lengua? —espetó arqueando sus cejas sin depilar. Parecía divertida.

—No —conseguí pronunciar finalmente.

—Ya, perdona. El bicho mató a mi tía hace dos meses. A mi padrino, hace seis. No quise entrometerme con tus pulmones. Cada quién hace lo que le da la gana con sus órganos.

—Descuida —pronuncié con ineptitud.

—¿Ya comiste? —preguntó sin ambigüedad, directa. El cuestionamiento, de tan casual y comprometido, parecía venir de mi madre.

—No —dije casi susurrando.

—Yo tengo un restaurante a unas cuadras. Es de pizza, pasta, chilaquiles. Comida italiana y mexicana al mismo tiempo.

—Los restaurantes están cerrados —respondí con más torpeza que antes.

—El mío no.

La seguí unas cinco cuadras sobre la avenida Chapultepec. Ella era la única que hablaba. Pronunciaba palabras y preguntaba cosas. Yo respondía “sí” y “no”. Estaba confundido. No sé si por el contexto del encuentro, su queja por el tabaco, la culpa de estar fumando o porque sus ojos me jodieron la tarde en lugar de alegrarla, como habría ocurrido con cualquier otra mujer.

El restaurante estaba abierto porque era su hogar: un cuarto de tres por tres dentro de su departamento en un edificio habitacional. Yo, un desconocido al que condujo hasta ahí tras reclamarle por qué fumaba en medio de una pandemia de infecciones respiratorias, era el único cliente del lugar.

Pensé que sólo sería un comensal, pero se sentó a la mesa conmigo.

Comenzó a hablar sobre el clima, continuó con la charla obvia sobre la enfermedad colectiva. “¿Crees que termine pronto?”, preguntó. “Yo calculo que durará unos tres meses más”, se respondió sola. Luego me platicó del exnovio que intentó estrangularla cuando dormía, hace unos meses. De cómo lloró durante todo el día recorriendo la ciudad en transporte público mientras buscaba algún ministerio público abierto para denunciarlo. De su madre y las ganas que tenía de ser abuela de su única hija. Me contó los pormenores del restaurante y la dificultad de mantener un negocio sin publicidad en el comedor de un departamento. En ningún momento se retiró el cubrebocas de la cara. Ni siquiera cuando le ofrecí una copa de vino.

Comencé a hablar más cuando me sentí mareado. Le platiqué de mi trabajo como gerente de un supermercado, de mi padre machista, de mis relaciones terminadas por desencuentros casuales. Las casualidades, me dijo, se prestan para juntar o separar personas, pero puede ocurrir más de una que las junte y separe en tiempos diferentes.

Platicamos hasta la madrugada. No paraba de hablar y yo no paraba de escucharla. La mirada sancionadora se volvía, en ocasiones, ingenua. Otras más en fortaleza de gladiadora y de pronto en asombro de niña. Su voz me daba pistas de lo que podría parecer su boca: gruesa, de dientes grandes, blancos y alineados. Un rostro perfecto.

Estábamos en escaños de poder distintos porque ella veía mi cara completa, de cabeza a barbilla, masticando tortillas, tragando pasta con salsa, bebiendo de mi copa. Pero yo no podía ver nada de ella más que esos ojos palpitantes, vivos, sin pantallas.

—Quiero ver tu boca —dije de pronto, interrumpiendo la historia sobre una infancia difícil sin figura paterna.

—Yo no quiero enseñarla —respondió con rebeldía.

Quizá su boca era la imagen perfecta de sus palabras.

Después de varios minutos, supe que su voz me bastaba para imaginarlo todo y quedar satisfecho. Podría seguir viviendo tan sólo con ver los ojos de tiburón sobre el cubrebocas, combinados con palabras vivas o rotas. Ya no quería descubrir sus labios ni su boca. Sólo deseaba que la madrugada nunca terminara.

—Está bien. Tomaré una copa contigo —dijo de pronto, animada.

Acercamos nuestras manos a una de las copas vacías sobre la mesa para llenarla, pero el encontronazo de movimientos la hizo resbalar y estrellarse en el suelo. Ambos inclinamos nuestros cuerpos para recoger los trozos de vidrio. Se soltó a reír. Su cara estaba a pocos centímetros de la mía. Percibí su olor a cítricos. Tenía ojos de niña, rojos por el desvelo.

—Qué calor —dijo mirándome fijamente mientras se retiraba el cubrebocas.

Dejé de respirar por varios segundos cuando vi la boca de dientes chuecos, amarillos y cubiertos por labios mordisqueados, dueños de la misma sonrisa nerviosa e imperfecta que descubrí vestida como mi abuela en Balderas meses antes. Esa boca desproporcionada con el rostro bajo los ojos que me cautivaron desde el inicio, pero ahora brillantes y vivos, sin la hinchazón. Esta vez no quise protegerla: ahora deseé que me protegiera a mí. Ya no retrocedí. Mucho menos le di la espalda. Nunca antes había visto un rostro tan perfecto.

—Sírveme una copa antes de que me dé la vuelta —dijo ella.






Monserrat Ortiz (Ciudad de México, 1993). Es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Cuenta con seis años de trayectoria periodística especializada en Seguridad, Género y Derechos Humanos. Obtuvo el tercer lugar en el Decimotercer Concurso Universitario de Poesía “Décima Muerte”, en el marco del Festival Universitario de Día de Muertos, Megaofrenda 2010, y una mención honorífica en la 17º edición en 2014. Asimismo, participó con una ponencia en la mesa “Violencia, periodismo y discurso de odio en redes sociales” en el ciclo “Violencia en el marco del periodismo mexicano actual” en septiembre de 2019. Actualmente ejerce el periodismo en Noticieros Televisa.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

Punto en Línea es una publicación bimestral editada por la Universidad Nacional Autónoma de México,
Ciudad Universitaria, delegación Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, a través de la Dirección de Literatura, Zona Administrativa Exterior, edificio C, 3er piso,
Ciudad Universitaria, Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, teléfonos (55) 56 22 62 40 y (55) 56 65 04 19,
http://www.puntoenlinea.unam.mx, puntoenlinea@gmail.com

Editora responsable: Carmina Estrada. Reserva de Derechos al uso exclusivo núm. 04-2016-021709580700-203, ISSN: 2007-4514.
Responsable de la última actualización de este número, Dirección de Literatura, Silvia Elisa Aguilar Funes,
Zona Administrativa Exterior, edificio C, 1er piso, Ciudad Universitaria, Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México,
fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

La responsabilidad de los textos publicados en Punto en Línea recae exclusivamente en sus autores y su contenido no refleja necesariamente el criterio de la institución.
Se autoriza la reproducción total o parcial de los textos aquí publicados siempre y cuando se cite la fuente completa y la dirección electrónica de la publicación.