ATALANTE / febrero - marzo 2022 / No. 97
 

El poder del perro, de Jane Campion




The power of the dog
Jane Campion
Estados Unidos, 2021, 125 min.




Animal y montaña. El cerro omnipresente que escudriña por ventanas y puertas. El verdor inacabado, mas distante e inmenso, de la textura de su lomo de gigantesco perro agazapado. La montaña que parece perseguir la mirada sin importar que ésta se mueva; la gigantesca masa, siempre visible, que va por detrás del pueblo y del vaquero, aunque se oculte en la sombra de una caballeriza íntima. Montaña y animales; prominencia silenciosamente colérica. Gente de la montaña y, también, por debajo de ella. Hombres educados como fieras por simuladas pedagogías de la crueldad. Animales atados a una soledad que los vuelve diminutos mientras los carcome la tristeza de una compañía tan anhelada como impensable.

El iracundo Phil (Benedict Cumberbatch) y el prudente George (Jesse Plemons) administran un rancho en una región apenas poblada de Montana en la década de 1920. El primero, alguna vez educado en Yale, ejecuta el rol del vaquero líder de una manada de trabajadores siempre en la memoria de su mentor difunto Bronco Henry; el segundo es un ranchero sigiloso, sereno y pulcro que trata amablemente a las personas y, especialmente, a las mujeres. Los hermanos Burbank sobrellevan su relación hasta que Phil se burla de la personalidad delicada del joven Peter (Kodi Smit-McPhee) mientras éste ayuda a servir mesas. La disculpa que George ofrece a Rose (Kirsten Dunst), la madre viuda del chico humillado, establece un vínculo que los lleva al matrimonio. Mujer e hijo se instalan en la casa de los terratenientes. En un entorno de montañas omnipresentes, Rose lidia con la creciente cólera de Phil mientras que Peter comienza a dilucidar el temperamento del hombre que dificulta la estancia de la nueva familia.

En la primera irrupción de Phil en El poder del perro, la cámara de Ari Wegner (Lady Macbeth, 2016) acompaña sus pasos desde el interior de la casa. La silueta enérgica se desplaza de una ventana a otra en un horizonte de cerros. Allá, afuera, el vaquero luce diminuto. En el espacio exterior descubrimos cómo se impone la magnitud de la sierra. Personas, animales, casas, autos y trenes parecen figuras pequeñas y vulnerables gracias a los planos generales que registran el ambiente. El pueblo todo es un ser minúsculo. La omnipresencia de las montañas brinda algo más que el ambiente de un drama: evoca simbólicamente un conflicto íntimo que es, al mismo tiempo, individual y colectivo; como si el paisaje fuera una metáfora del orden convencional que condiciona a todos los habitantes.

Doce años después de su más reciente largometraje, y tras dirigir a Holly Hunter y a Elisabeth Moss en la miniserie Top of the Lake (2013), Jane Campion (Nueva Zelanda, 1954) vuelve a las salas de cine con una adaptación de un libro de Thomas Savage. Como ella misma lo ha sugerido, al abordar el tema de los deseos reprimidos, El poder del perro tiene vínculos con la película por la que ella fue la primera mujer que recibió la Palma de Oro en el Festival de Cannes: El piano (1993). Las conexiones entre estos trabajos abarcan desde la semejanza de sus protagonistas y el entramado audiovisual entre paisaje y personajes hasta las secuencias cuidadosamente detalladas. En contraste, la nueva entrega de la también antropóloga por la Universidad Victoria de Wellington tiene como eje, por primera ocasión, a un protagonista masculino.

Al situar el relato en la etapa fundacional de una población, el guion de Campion incluye la recreación minimalista del antiguo oeste. Una casa y una caballeriza aportan elementos suficientes para que el montaje calculado de Peter Sciberras (El rey, 2019) explore temas visuales similares con variaciones mínimas. Con ello revela la compleja intimidad de una trama en cinco actos articulados simbólica y simétricamente. Cada episodio está resuelto como una progresión tonal que aporta nuevos detalles de los objetos y de los espacios. Un banjo, una montura de caballo o un pañuelo son gestos metonímicos de una historia de vida que parece revelar por qué el rabioso Phil se transforma cada vez que se encuentra en el interior oscuro del establo o en algún riachuelo fuera del alcance de la montaña. Animal rústico, el vaquero lidera a su manada ante los ojos de la comunidad, pero toca el banjo, como lamiéndose las heridas, cuando acude a la sombra para rememorar la pérdida de un hombre querido.

De la mano de un reparto de realismo equilibrado en el que Cumberbatch actúa como un espacio sombrío contrastado con los personajes de Dunst, Plemons y Smit-McPhee, Jane Campion se interesa más por observar las caracterizaciones de los roles masculinos y el modo en que envuelven a una mujer sin alternativas. El poder del perro no busca distinguirse del imaginario fundacional del western para recodificarlo, como sucede por ejemplo con el cine de Kelly Reichardt (Meek's Cutoff, 2010; First cow, 2020), sino que analiza la forma en que su cultura ha construido los roles y los espacios. Como si estuviéramos ante la escena en que Peter desmenuza a un conejo, la autora de Bright Star (2009) propone una disección del género a través de una escrupulosa observación de masculinidades (en plural). Se trata de una aproximación a una de las temáticas esenciales del cine del oeste que no sólo evidencia la manera en que la mirada masculina hegemónica ha simplificado el temperamento de las mujeres, sino incluso el de los hombres. Por ello, el guion apuesta por la complejidad y despoja a los personajes de categorías morales y de rasgos de género estables. Además, añade intimidad a las emociones, el cuerpo y la morada del cowboy para distanciarlo tanto del arquetipo como de los estereotipos y presentarlo como un individuo irrepetible en cualquier otro contexto.

Dado que la filmografía de Jane Campion ha ganado prestigio desde que se aproximó a la vida de la escritora Janet Frame con An Angel at My Table (1990), es aconsejable mirar su más nuevo proyecto en perspectiva para descubrir algunas constantes que reinterpreta con cada entrega. La expresividad del silencio, la tensión atmosférica del paisaje o la idea de un viaje interior, que también puede irrumpir como una expedición exterior, reaparecen en El poder del perro un tanto transformados si recordamos que el punto de vista del relato es el de un joven que se ha instalado en un nuevo hogar con su madre. La llegada de Rose a la tierra de los Burbank es como el principio de un éxodo que posee un eco lejano del personaje emblemático de Lilian Gish en El viento (1928). Si en la película del actor-director Victor Sjöstrom una joven confronta la cólera de un hombre que plantea la simbiosis de temperamento y naturaleza en las borrascas de una región inhóspita, la protagonista creada por Kirsten Dunst se encuentra atrapada entre la metáfora del paisaje (la dimensión simbólica de la montaña) y el comportamiento de los personajes (la dimensión realista) en una tensión constante con una mentalidad opresiva y opresora convertida en atmósfera cinematográfica (con todo y el silbido de Phil o el background sonoro de Johnny Greenwood).

La puesta en perspectiva no puede dejar de lado, una vez más, la referencia inagotable de El piano, una película intensamente reivindicada en el presente por su mirada a la potencia femenina a través de la emancipación del deseo de Ana (Holly Hunter). Sólo que ahora se trata del apetito de Phil: un hombre que transita por las faenas agotadoras del rancho sin el más mínimo aseo o sin guantes que lo protejan de heridas o enfermedades; un discípulo del aparentemente fiero Bronco Henry que instruye desde las pedagogías de la crueldad (en alusión al concepto de Rita Segato). Sin embargo, su adoctrinamiento parece más bien un disfraz pues, de vez en vez, se despoja del sombrero para sumergirse a solas en un río en el que parece preocuparse por el cuidado de su cuerpo y de sus afectos. Todo ello sin dejar de lado que porta un banjo en vez de un arma y que riñe con sus propios caballos o con un jovencito cuya madre asume como indefenso.

Para construir un universo coherente y contrastado sobre masculinidades, hacía falta un cuidadoso estudio de las corporalidades y, sobre todo, de los registros gestuales y verbales del equipo de actuación. Por ello, la escritura de Jane Campion tuvo el mérito de idear parlamentos significativos y situarlos en las voces más idóneas según su temperamento. Bronco Henry, dice Phil en alguna escena, “me enseñó a usar los ojos de una manera que otras personas no pueden”. En esta frase hay un profundo sentido de soledad que contrasta con el momento previo en que George confiesa a Rose que, gracias a ella, puede vivir la posibilidad de no estar solo. “Quería ser como tú”, afirma Peter, en otro momento, cuando ha comprendido que era preciso explorar el alma de la montaña para derribar las convenciones que oprimen a los diferentes. Quizás fue por ello que el chico pudo cabalgar y, sobre todo, mirar la sigilosa rabia del paisaje mientras buscaba la felicidad de su madre.

 



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Rodrigo Martínez Martínez. Es docente, investigador y editor. Ha impartido asignaturas, cursos y módulos de cine y de análisis audiovisual en la UNAM, la UAM, la UACM y en la escuela de cine Arte7. Ha participado en coloquios y congresos de SEPANCINE y del SUAC, así como en las dos primeras ediciones del Encuentro Internacional de Investigadores de Cine Mexicano e Iberoamericano de la Cineteca Nacional. Colabora periódicamente con las revistas Icónica y F.I.L.M.E. Especialista en estética y sociología del cine. Es autor del libro Cine y forma. Fundamentos para conjeturar la visualidad fílmica (UAM-C, Filmoteca UNAM, 2019). Letterboxd: Rodrigo.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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