CUENTO / junio-julio 2022 / No. 99

De viaje



Guillermo Vargas Virgilio





El Dandy

—¿Vas a visitar Ucrania, chileno?

—Aún no lo sé, Dandy.

—Bueno, por si te decides a ir, acá tienes. Esto es tuyo.

Me pasa un fajo de aproximadamente 30 billetes grandes y gastados, algunos son de 50 y otros de 100 grivnas, y que totalizan la nada despreciable suma de 50 euros, y agrega:

—Anda, es un lugar hermoso. Yo estuve tres meses en Kiev, pero no los aproveché. Me lo pasé en fiestas disfrutando la noche, y de la ciudad conocí muy poco. No dejes de ir y no sigas mi mal ejemplo.

Es mi último día en Londres y me estoy despidiendo del Dandy y sus historias brillantes. A este personaje carismático, bonachón y mitómano lo conocí apenas arribé al hostal. Un tipo alto y distinguido, que siempre vistió de camisa, saco y pantalón, perfectamente afeitado el rostro y peinado con gel, y en quien eran siempre elegantes los modales que acompañaban su comportamiento.

Fue el Dandy, que a minutos de conocerlo y bajando su tono de voz, quien me confidenció:

—Soy hijo no reconocido del príncipe Carlos —y sin siquiera pestañar remató— y soy nieto de la reina Isabel II.

Su madre había trabajado en el palacio de Buckingham.

—Mi caso hace poco más de 30 años que está judicializado, y ya estoy en los trámites de reconocimiento.

Como una forma de prepararse para sus futuras funciones diplomáticas, le gustaba pasar temporadas en hostales. De esta forma podría conocer más de la gente del pueblo y sus inquietudes, pero sobre todo saber sus necesidades, transformándose así, según sus propias palabras, en un Eduardo IV de los tiempos actuales.

El Dandy dormía en un dormitorio de 26 personas; se denominaba “compartido-mixto”, con 13 literas y sólo dos baños: la opción más económica del inmenso hostal.

Sus temas preferidos tenían relación con los asuntos de política internacional.

—Así estaré preparado —repetía flemáticamente.

Comía en el sector conocido como “cocina de pasajeros”, lugar donde están los alimentos guardados por los mismos viajeros, y que quedan a gratuita disposición de quien los desee una vez que ha pasado la fecha de check-out, indicando de esta forma que el propietario ya no está. Así se crea una generosa acción comunitaria donde todos van dejando y sacando. Manteniendo su garbo, y sin antes arremangarse cuidadosamente su camisa, lo veía buscar y seleccionar con pulcritud sus alimentos. Tuve el privilegio de probar y compartir con él, en una fría y lluviosa tarde londinense, una exquisita sopa de verduras.

Agradecido he guardado el fajo de billetes, y al despedirnos, acompañado de su diplomática sonrisa, me dice:

—Amigo chileno, sé perfectamente que mi historia no es fácil de creer. Eres uno de los pocos a los que se la he contado. Te pido que tengas la gentileza de indicarme tu email… Pronto vas a tener noticias mías —y con una frase para el bronce, en realidad para la medalla de oro, muy serio me comenta—. Te he observado y noto que eres una persona prudente, por lo que te consideraré en Relaciones Internacionales.

Adiós Dandy, un gran futuro aguarda por ti… y por mí también.  Desde aquel día no dejo de revisar periódicamente mi carpeta de spam.

 
Charlas de tren

En un antiguo tren voy desde Varsovia a Kiev, y el coche dormitorio, con dos literas de tres camas por lado, lo comparto sólo con un señor que estimo de una edad cercana a los 70 años. De estatura media, sus ojos son claros y vivaces, y tiene un enorme parecido con don Jesús Mura, un conocido vecino del Valle de Elqui. Es muy amistoso: cuando alguien pasa por fuera del cubículo lo saluda y se le acerca sonriente a conversar.

Entre nosotros sólo hemos intercambiado tímidos saludos, sin embargo, me resulta una persona agradable, una persona de linda energía que presiento será un buen compañero para el largo viaje que se avecina.

Vamos callados hasta que me mira fijamente y me dirige la palabra en un idioma que me resulta imposible de entender. Durante un incómodo silencio que debe haber durado medio minuto, se me queda mirando como esperando respuesta. Entonces decido responderle lentamente y en inglés:

—Señor, disculpe, pero yo no puedo entender ni hablar su idioma.

Con sorpresa me doy cuenta de que él cree que lo que he hecho es responder su conversación, y por segunda vez me habla. En este nuevo y más extenso monólogo cada tanto sonríe, y tras una sentencia con tono de pregunta se me queda mirando, y yo sin tener la menor idea de lo que me dijo.

—Señor, disculpe, pero yo no puedo entender ni hablar su idioma.

Una vez más le respondo, pero no funciona, y su locuacidad toma mayor énfasis. Sin embargo, y luego de unos 30 minutos de singular conversación, creo haber logrado entender unas pocas cosas: que su hijo es futbolista.

—My son football, my son football —me dice mientras gesticula, con sus dedos índice y corazón, el movimiento de las piernas de un jugador que patea un balón.

Al escucharlo decir:

—Doctor me, doctor me —me hace pensar en que es médico, al tiempo que con su mano abierta se golpea el centro del pecho.

Al ver que llevo algunos libros, creo que imagina que soy científico, ya que me dice con rostro serio:

—You scientific?, you scientific?—mientras toma uno de los libros y lo apunta en dirección a mi pecho.

En un momento decido que lo mejor es seguir el juego y comienzo cada tanto a asentir con la cabeza, o a sonreír inmediatamente luego que él. Y, entretanto, lo miro abstrayéndome de su voz, pero concentrado en sus expresiones y la transparencia de sus ojos. Intento adivinar un lenguaje y un querer decir que se libere de la palabra. Intento llegar a distinguir y disfrutar de un primario y simple lenguaje.

Reflexiono en relación a la comunicación, en cuántos de nosotros hablamos sin importar si el receptor realmente nos escucha y entiende y, más aún, si nosotros mismos realmente queremos escuchar y entender el mensaje del otro. ¿Queremos comunicarnos o sólo nos importa hablar? ¿Cuánto nos importa el mensaje del otro?

Y como si fuéramos amigos entrañables, que sostienen una amena y nutrida conversación, mi compañero de carro, sin dejar de hablarme, va sacando trozos de rico chocolate, coquetea con alguna chica que pasa por el pasillo, e invita tés y sándwiches que compra a la dama encargada del coche dormitorio. Todo esto, en lo que me comienzo a convencer, es un claro y muy bien pronunciado idioma polaco.









Guillermo Vargas Virgilio (La Serena, Chile, 1969). Es ingeniero civil y escritor aficionado.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

Punto en Línea es una publicación bimestral editada por la Universidad Nacional Autónoma de México,
Ciudad Universitaria, delegación Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, a través de la Dirección de Literatura, Zona Administrativa Exterior, edificio C, 3er piso,
Ciudad Universitaria, Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, teléfonos (55) 56 22 62 40 y (55) 56 65 04 19,
http://www.puntoenlinea.unam.mx, puntoenlinea@gmail.com

Editora responsable: Carmina Estrada. Reserva de Derechos al uso exclusivo núm. 04-2016-021709580700-203, ISSN: 2007-4514.
Responsable de la última actualización de este número, Dirección de Literatura, Silvia Elisa Aguilar Funes,
Zona Administrativa Exterior, edificio C, 1er piso, Ciudad Universitaria, Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México,
fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

La responsabilidad de los textos publicados en Punto en Línea recae exclusivamente en sus autores y su contenido no refleja necesariamente el criterio de la institución.
Se autoriza la reproducción total o parcial de los textos aquí publicados siempre y cuando se cite la fuente completa y la dirección electrónica de la publicación.