ENSAYO / junio-julio 2022 / No. 99

A la deriva



Alec Montero




Nunca he asistido a un estadio de futbol para presenciar un evento deportivo y, para ser honesto, dudo mucho que esa actividad alcance a entrar en la lista de las cosas que quisiera hacer antes de morir. En el pasado, llegué a creer que este deporte terminaría por agradarme siquiera un poco en algún momento, pero al cabo de los años sólo he podido confirmar mi nula afinidad por el acto de correr detrás de una esfera o, lo que considero menos preferible, ver a alguien más hacerlo. Cuando era niño —esa época en la que comencé a notar un patrón de torpeza de mi parte en mis interacciones sociales—, solía enfrentarme a la pregunta de cuál era mi equipo de futbol favorito; al principio, aludía al nombre de alguno de los más populares —o de los que yo consideraba como los más populares, guiado por la iconografía de los programas de televisión, por las camisetas en la calle y por las conversaciones escuchadas—, aunque después me harté de aparentarlo y empecé a confesar que no me gustaba para nada el futbol. Desde entonces, lo he dicho una y otra vez, al grado de que ahora me es indiferente lo que pueda suceder entre dos porterías en el transcurso de noventa —o más— minutos.

A pesar de mi renuencia a involucrarme en los deportes de competencia, cada cierto tiempo me encuentro con noticias que evidencian la gran atención pública dirigida hacia ese ámbito, aunque en realidad la mayoría de las notas guarda mayor relación con el medio del espectáculo que con el deportivo. Sé entonces sobre los escándalos, las opiniones de determinado personaje, las controversias de antidopaje, los fichajes multimillonarios y, por supuesto, las olas de violencia que surgen en el campo, recorren las gradas y, a veces, desembocan en las calles. En particular, los estadios de futbol me resultan figuras un tanto contradictorias, dado que en ellos convergen el glamour de las estrellas pop con el ímpetu y la brutalidad de aficionados que están determinados a estallar ante la mínima provocación. Aun así, creo que entre el escenario musical y la batalla campal hay muy poca distancia.

Los hooligans siempre me parecieron algo muy lejano y radical, pues no concebía que un grupo de personas fuera capaz de llegar a semejantes prácticas violentas sólo por defender a un equipo de balompié. Desde luego, fue hace años cuando me enteré acerca del hooliganismo y mi mente de entonces no asociaba los sucesos de Inglaterra con los de México; ahora, tras la reciente tragedia en Querétaro, me parece que las semejanzas son evidentes. Siempre supe que el futbol implicaba una interacción violenta, sobre todo, entre hombres. De niño, prefería no participar en los partidos escolares o en las clases de educación física, en parte porque no tenía la convicción suficiente para pelear por un globo de plástico y, asimismo, porque no tenía la habilidad necesaria para hacerlo. Hasta la fecha, no sé cómo patear un balón de forma correcta y, contrario a creencias ancestrales, sé que mi masculinidad no se ve menoscabada por ello o por el hecho de que no me atraiga el sabor del alcohol.

El espíritu de nuestra época indica que se puede ser hombre de muchas maneras y reprueba a quienes inciden en conductas violentas o tóxicas que sacan a relucir nuestros instintos animales. No puedo hablar desde la experiencia de estar en medio de un disturbio, pero se dice que, al dejarse llevar por la voluntad de la muchedumbre, todo impulso racional cede su sitio a lo salvaje, a la “inhumanidad”. Una muy conocida frase del Dr. Johnson dice que “aquel que hace una bestia de sí mismo se libera del dolor de ser un hombre”.

Reprimimos nuestra bestia interna, según William Golding, desde la infancia, por lo cual basta con un catalizador para dejarla libre, sea la venganza, el deseo de matar o la mera curiosidad. En el imaginario popular conviven, en este espectro, el grupo de niños de Lord of the Flies, Kurtz de Heart of Darkness, Travis Bickle de Taxi Driver y buena parte de los asesinos clásicos del género slasher, así como las numerosas situaciones en las que se ha imaginado a la humanidad enfrentada con razas extraterrestres y con inteligencias artificiales. En especial, la especulación en torno a los encuentros cercanos del tercer tipo es bastante productiva cuando se trata de preguntarnos si queremos descubrir nuevas civilizaciones sólo para conquistarlas, para demostrar nuestra superioridad como especie.

A grandes rasgos, se asume que el miedo condiciona toda posible reacción en caso de tropezarnos con alienígenas; parece natural que, al tener contacto con ellos, nos sintamos amenazados por el tipo de cosas que nos podrían hacer. O, por lo menos, esa es la idea que propaga buena parte de las películas de ciencia ficción, en las cuales hay, en algún punto de la trama, un enfrentamiento entre humanos y extraterrestres, ya sea que ellos quieran terminar con nosotros o nosotros con ellos. Uno de los ejemplos que aborda esta problemática relación es la película District 9, la cual se pregunta —a través de una metáfora del racismo que pervive en Sudáfrica y en gran parte del mundo— qué pasaría si un grupo de extraterrestres se quedara a vivir en la Tierra, imposibilitado para regresar hacia su planeta. En otras palabras, se trata de imaginar una narrativa alterna donde los eternos enemigos extraterrestres se encuentran indefensos, por lo que dependen de los humanos para sobrevivir; en la historia, los “bichos” —o prawns, en inglés— terminan confinados a un área en las afueras de Johannesburgo, donde pasan sus días como seres inferiores que se alimentan de comida para gato y albergan la esperanza de escapar, algún día, a su lugar de origen.

Las Crónicas marcianas de Ray Bradbury siguen una línea similar al especular sobre un mundo en el que los humanos comienzan a colonizar Marte a partir de 1999. En resumen, a causa de un impulso autodestructivo, las cosas no terminan bien ni para los humanos ni para los marcianos. Este tipo de perspectivas sobre el desarrollo histórico de las civilizaciones nos ha llevado a conjeturar sobre la posible autodestrucción de los alienígenas. Quizá hayan existido civilizaciones extraterrestres —los más osados dirían que, incluso, en lugares cercanos como nuestra luna o en Marte—, pero sus propias guerras terminaron por destruirlos y borrar todo registro de su cultura; quizá los extraterrestres llegaron a los mismos descubrimientos que nosotros, por ejemplo, la energía nuclear y las armas biológicas; quizá en este mismo instante desaparece toda la población de un exoplaneta o de todo un sistema solar, “no con una explosión, sino con un gemido”; quizá los extraterrestres son violentos porque guardan demasiadas semejanzas con nosotros.

Claro, ni siquiera la exploración espacial está exenta de rivalidades y de luchas por el poder. El espacio, gracias a esas múltiples películas sobre guerras interestelares, está también asociado con escenarios de combate, en forma de naves espaciales que se disparan la una a la otra o de dos potencias mundiales que tuvieron el mismo objetivo de conquistar las regiones fuera de la Tierra. La carrera espacial y toda la exploración subsecuente han estado motivadas tanto por la curiosidad científica como por ese deseo de prevalecer en el tiempo y en el espacio, lo cual incluye delimitar nuestro territorio —los animales recurren a su cuerpo, mientras que los humanos lo prolongamos mediante extensiones como sondas y satélites— a la vez que prolongar nuestro recuerdo para futuras generaciones.

Dado el alucinante tamaño del espacio, toda nuestra exploración encaminada a descubrir otros mundos y otras formas de vida parece el equivalente a buscar los anteojos de algún desconocido en una habitación donde se han apagado todas las luces, en el caso de que nunca hubiéramos visto un par de anteojos antes, pero tuviéramos una vaga idea sobre su posible apariencia. Vamos a ciegas, como un balón de futbol que se ha quedado abandonado en medio del campo cuando todos se han marchado del estadio y que sólo se mueve por acción del viento. Nos encontramos, pues, a la deriva.

¿Para qué molestarse? Es casi inminente llegar a preguntarse si tiene sentido explorar el espacio más allá de los confines de esta esfera llamada hogar, en especial cuando no hemos agotado las posibilidades que nos ofrece y, con lo poco que conocemos de ella, muchos nos sentimos tan incómodos. Podría ser que, al trasladarnos a colonias extraterrestres —en el supuesto de que logremos establecerlas—, sólo llevemos con nosotros todos nuestros malestares, como sucede en los relatos de Bradbury antes mencionados. Por otra parte, gracias a las imágenes que nos han llegado del exterior, el espacio se ve como una cosa ante cuya belleza las palabras son insignificantes. El espacio es una manera eficaz para evadirse de los problemas reales; basta el mero acto de visualizarse a uno mismo merodeando entre las distintas galaxias y cuerpos astronómicos. Sólo puedo esperar que en los años próximos la imaginación siga siendo suficiente para proporcionar algún tipo de consuelo.

Cada año la humanidad persiste en su empresa de llegar más lejos en el espacio. Numerosos dispositivos artificiales son enviados cada cierto tiempo para estudiar las regiones aledañas a nuestra Tierra. Justo ahora, la sonda Solar Parker se encamina hacia el sol para acercarse a su superficie como ningún otro objeto lo ha hecho antes. Se espera que la misión de la sonda dure casi siete años, aunque nada nos garantiza que estemos aquí para celebrar su conclusión. Del mismo modo, hay una posibilidad de que las otras naves lanzadas para hacer contacto con otras inteligencias jamás logren su objetivo, ya sea porque tales extraterrestres no existen o, lo que es más probable, porque no estén interesados en nosotros.

Kafka decía que lo peor no es el canto de las sirenas, sino su silencio. Antes me angustiaba pensarlo, pero ahora no estoy tan convencido de que estar solos en el universo sea algo malo. Podría ser positivo incluso, si en verdad pudiera haber alienígenas empeñados en llevar la destrucción a todas partes. Por lo pronto, los humanos son autosuficientes en cuanto a conflictos. Hasta la fecha no tengo la convicción suficiente como para enfrentarme a puños con alguien para defender una idea; sin embargo, si alguien me preguntara, supongo que tendría que responder por cortesía que apoyo al bando de la humanidad, aunque eso no sea cierto.




Alec Montero (Guanajuato, 1997). Escribe ensayo, narrativa y poesía. Es licenciado en Letras Españolas y diplomado en Traducción por la Universidad de Guanajuato. Textos suyos aparecen en Punto de PartidaAnuario de Poesía de San Diego 2021: PozolUniverso de Letras UNAM Dial-A-Poem México. Ha sido miembro de cuatro generaciones del Fondo para las Letras Guanajuatenses y becario en el Décimo Tercer Curso de Creación Literaria Xalapa de la FLM y la UV. Actualmente se dedica a la enseñanza de español e inglés como lenguas extranjeras.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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