ENSAYO / agosto-septiembre 2022 / No. 100


Más que suficiente



Aldo Martínez Sandoval


Para Elizabeth, Ingrid, Cynthia, Fer y Misael

Here’s to us, here’s to love, All the times that we fucked up.
Here’s to you, fill the glass ‘cause the last few nights have kicked my ass.
If they give you hell, tell’em go fuck themselves.
Halestorm, “Here’s to us”


El sabor a cempasúchil recorriendo cada parte de mi boca. La ventaja de los líquidos es que son tan flexibles que se escurren por cada rincón. No podía creer que supiera exactamente igual a como olía. Alrededor de nosotros, muchos farolitos. Y frente a mí ellas dos, sonriendo, felices. “Alguien me quiere en este mundo”, pensé. Y también supe que la magia existe.
 
*

Durante 7 años consecutivos, estuve seguro de que mi cumpleaños tenía una maldición. Al menos 6 de ellos los pasé llorando o triste; eso pasa muchas veces con los amores jóvenes, te ciegan o enloquecen sin importar nada. Después de los 18, estuve 7 años con un hombre que jamás me acompañó durante mis cumpleaños, a quien no parecía importarle. Yo decía que él era un lobo, que tenía cualidades lupinas. Nunca tuve un pequeño pastel, un regalo planeado para ese día o una noche de sexo desenfrenado para festejar que había nacido. De hecho, el primer cumpleaños que pudimos haber pasado juntos, me dejó en mitad de la calle, llorando, viéndolo partir en su auto semiclásico, y con una migraña incipiente. Afortunadamente estaba ella: Elizabeth. Acudió a mi rescate cuando escuchó en el teléfono que yo no estaba bien; llegó con helado y vimos una película tan mala que se volvió nuestro chiste local decir que fue el remate para conseguir “el peor cumpleaños del mundo”. Así avanzaron las vueltas al sol con él: sin soltarnos. Yo, con la esperanza de que las cosas pudieran mejorar, pero él supo muy pronto que lo nuestro no tenía sentido. “Él maldijo mi cumpleaños ese día”, le decía a Elizabeth. Pero ella respondía que no, que hay personas que no pueden maldecir porque no tienen magia. Y me llevó a sentarme en el cocodrilo de un parque como un pequeño ritual, para que a partir de ese momento todo fuera un buen juego. “Llora, como cocodrilo, pero no le des un poder que no tiene”. Yo siempre pensaré que él sí era capaz de provocar magia, llegó a demostrármelo; tal vez conmigo simplemente no quería.

Así 7 años hasta que por fin se terminó. 7, hasta que conseguimos soltarnos. Para mi siguiente cumpleaños, sólo había una cosa que pedía: tranquilidad. No quería festejos, no quería, como en años pasados, que alguien llegara a sorprenderme. Simplemente quería decir “no fue un mal día”. Eso sería suficiente.

Por aquel entonces, recién habían llegado a mi vida Ingrid y Cynthia. Siempre escuché que llega cierta edad después de la cual ya no encontramos más “amigos de verdad”, que ésos sólo los consigues en la prepa o en la universidad. Ellas echaron abajo esas afirmaciones. Cuando uno piensa que a su corazón ya no le caben más amigos, a veces aparecen personas que se vuelven grandes tesoros. Entre las muchas cosas que ellas han dejado en mi vida, recuerdo mi cumpleaños 26. En mi afán de conseguir un día sin percances, simplemente me compré mis papas favoritas y me refugié en mi cubículo, en la planta principal del sitio en que trabajábamos en aquel entonces. Así quería que transcurriera todo: manchando de moronas y salsita el teclado de mi computadora. Pero ellas tenían otro plan.

Mientras yo ingería grasas trans, sodio y carbohidratos, Cynthia e Ingrid me hicieron bajar al patio del lugar. Yo me imaginaba que algún regalo tendrían para mí, pero fue un poco más que eso: habían conseguido que un gran número de las personas con quienes convivíamos día a día me cantaran “Las mañanitas” mientras abrían una botella de champaña falsa que en realidad era un refresco de limón con un payaso en la botella y globos de colores: el Champín. Era una pequeña sorpresa, como las que muchas personas viven día a día, pero para mí significaba más. Recuerdo que, cuando encendieron las velas, pensé: “esto es mejor que la tranquilidad”. Sí, la amistad era mejor que la tranquilidad, y me estaba quedando claro.

Esa misma noche mi amigo Misael me llevó a comer hamburguesas diciéndome: “Aldo Raymundo, te callas y vienes a engordar conmigo siendo felices”. Lo fuimos. Platicábamos estupideces y lo comprendí: a veces sólo necesitas estar acompañado de gente a la que no tengas que explicarle quién eres ni qué te duele, porque, sin que se los hayas dicho, ya lo saben. No estaba siendo un cumpleaños tranquilo como tanto supliqué, y eso estaba bien, porque era muy feliz.

Al siguiente año, nos agarró una pandemia, así que pasé el cumpleaños 27 en mi casa, aterrado por un bicho asesino. Tranquilo no fue, pero afortunadamente tampoco lloré por nada. Sin embargo, me estaba pasando algo que no me ocurría hacía dos años… me estaba enamorando nuevamente. No sé cómo ni por qué en medio de las peores condiciones para estarlo, pero silenciosamente alguien más se metía en mi corazón. Ingrid me preguntó jugando: “¿Ya vas a tener novio?”, y yo sólo le dije: “es muy pronto para saber”, pero ya empezaba a tenerlo presente en mi vida, cuando cantaba, cuando pensaba en contarle algo a alguien, cuando una buena noticia llegaba. Por primera vez en dos años, por segunda vez en mi vida, y en medio del enclaustramiento pandémico, quería ver con los ojos de alguien más, verme con sus ojos, sentirme en y con sus terminales nerviosas, sentir que podíamos crear cosas juntos. Pero nada funcionó.

Es una relación que duró poco comparada con los 7 años de la anterior, pero que dolió como el infierno. Estuve varios meses sufriendo por los rincones, no entendiendo qué ocurría. “Es que te enamoraste dijo Ingrid un día, pero llorabas tanto que ya ibas a ser el joven Werther”. Y reímos. “Es tu amor de los 27, nada menos. Espérate a ver qué te deparan los 30”. Es que yo no me enamoro fácilmente. Querer es algo que me cuesta.

Justo un día antes de cumplir los 28, tuve que verlo por cuestiones de trabajo. Por supuesto, él no se acordaba de que al siguiente día yo cumplía años, aunque, siendo muy honestos, una parte de mí deseaba que lo hiciera, que dijera: “sé que mañana es tu día”. No ocurrió, y yo sólo me solté a caminar sin detenerme; caminé para encontrar un poco de tranquilidad, del Parque de los Venados hasta Tlatelolco. Entonces recibí una llamada: “¿Qué vas a hacer mañana?”, preguntaba Ingrid. “Nada”, le dije, “sólo quiero estar tranquilo”. “Ven por mí a mi ensayo y comemos. Me vale si no quieres”, respondió. Y yo acepté.

Así recibí los 28, con un corazón roto por segunda vez. La primera fue por un lobo, esta segunda por un zorrito como empecé a relacionar a ese segundo amor. Los dos animalitos que me domesticaron a mí. Recogí a Ingrid en el sitio acordado y, mientras salía del estacionamiento en su auto, pude distinguir que alguien más la acompañaba. Abrí la puerta trasera y entré al coche. Inmediatamente ella y nuestra adorada amiga Fer comenzaron a gritarme no cantarme “Las mañanitas”. Las dos gritaban y yo era feliz. Empecé a reírme a carcajadas y me conmoví. “Traje a Fer porque sé que también te quiere mucho”. Y nos fuimos a un bar en el que, por ser finales de octubre, nos ofrecieron unos tragos con mezcal y esencia de cempasúchil.

“Hay que pedir eso, para que tu corazón escape del reino de los muertos”.

La tarde se nos fue embriagándonos con ese líquido naranja el naranja es mi color. El sabor a cempasúchil recorriendo cada parte de mi boca. No podía creer que supiera exactamente igual a como olía. Alrededor de nosotros, muchos farolitos. Y frente a mí Fer e Ingrid, sonriendo, felices. Brindando porque yo había nacido hace 28 años. “Hay gente que me quiere”, pensé. Y también supe que la magia existe. Como dijo Elizabeth: “hay personas que no tienen magia”; pero ellas no pertenecían a esa especie. Ellas la tenían.

A fin de cuentas, ¿qué es la magia? Es la capacidad que tienen algunas personas de convencer a la realidad de revelar algo u obrar un cambio. Y ahí mi realidad estaba cambiando; dejaba de ser un pobre ridículo con el corazón abandonado, para bromear diciendo que hubiera sido de pena ajena y un cliché morir de amor a los 27. Empezaba a revelárseme algo: mis amigas me habían regalado, con sus diferentes festejos y a lo largo de los años, pequeños amuletos para protegerme cuando llegara la tristeza. Elizabeth un cocodrilo, para que las lágrimas sanaran el corazón. Ingrid y Cynthia rompieron cualquier maldición que hubiera en el aire cuando decidieron, con champaña falsa, que ahora yo era un amigo que habitaba en sus corazones. Y finalmente, ahí estaban Fernanda e Ingrid de nuevo, demostrándome que el corazón puede ir al inframundo, pero siempre vuelve a donde pertenece; con la gente que nunca nos dejará varados. Hay festejos que pueden ser muy frívolos, pero hay otros que nos anclan a algún sitio, que son importantes porque se vuelven rituales para salvar una parte de nuestras almas. Supe entonces que, aunque mi corazón estuviera náufrago, estaba rodeado de hechiceras que, pasara lo que pasara, iban a ser un faro, e iban a festejar conmigo cualquier catástrofe del corazón. Si alguien intentaba lastimarnos, perfectamente íbamos a poder mandarlo al infierno. Nos teníamos, estábamos juntos, y no necesitábamos "tranquilidad" cuando teníamos magia.

Eso era para agradecerlo con cada tripa. Eso era mucho más que suficiente.




Aldo Martínez Sandoval (Ciudad de México, 1993). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y de la Residencia Dínamo 7 de Interdram (Chile). Mención honorífica del III Premio Carlos Monsiváis de Crónica. Sus obras se han montado y publicado en espacios de México, Chile, EUA y Argentina.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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