ENSAYO / agosto-septiembre 2022 / No. 100


El ritual del canto y el alarido



Elizabeth Ruiz


Desde que tengo memoria en mis fiestas familiares hay un mariachi de confianza. Que yo sepa no toca ningún instrumento ni es integrante de un grupo más grande; sólo se presenta con su vozarrón y el atuendo que lo caracteriza. Probablemente no es esencial el acompañamiento para una reunión de decenas de personas, aunque es cierto que no se necesita una gran audiencia para que el mariachi haga lo suyo. Basta con que alguien quiera llevarle serenata a alguien más o con ir a un restaurante donde se valga pedir canciones de ese estilo.

No sé cómo lo conocieron y por qué su participación en los festejos se volvió habitual. Desde que era niña y hasta mi adultez él ha estado ahí, como una figura inmortal que no envejece, dedicado a canalizar los dilemas emocionales de los demás en un ritual donde cada persona agarra el micrófono, se coloca el sombrero y alza la voz para cantar. Se vuelve catártico para los asistentes, quienes se abrazan y gritan en conjunto ese clásico alarido mexicano.

El señor mariachi y su grueso bigote nunca se han acercado a mí para ello. A lo mejor fue capaz de notar mi rechazo a su cercanía, mi mirada esquiva y mis tácticas para zafarme del protagonismo, aunque estoy segura de que ya sabía con quién interactuar para que participara en el ritual del canto y el alarido. Como mencioné antes, su figura ya existía desde hace mucho tiempo cuando llegué a la familia.

Y no a cualquier familia, sino a una familia mexicana. Mi papá nació con ocho hermanos y mi mamá, con diez. Cuando yo aparecí sus hermanos ya tenían hijos adolescentes, y no faltó mucho para que éstos tuvieran sus propios hijos, y de la nada ya había abuelos muy jóvenes que no tenían ni cincuenta años. En los festejos, que ocurrían prácticamente cada fin de semana, convivían personas de todas las edades. No había manera de saber al 100 % quién era descendiente de quién. Parecía que el patio iba a reventar y que no había lugar para más invitados, pero aun así seguían llegando. Yo vi una oportunidad en esta problemática, así que me levantaba de la mesa después de haber comido los guisos de las tías para que los recién llegados tuvieran dónde sentarse.

Mi guarida era un cuarto donde nada más había una televisión. En mis primeros años de supervivencia en las fiestas, me resignaba a ver las películas que pasaban en cadena nacional, muchas veces incompletas porque alguien llegaba para cambiar el canal. Las estructuras que sostenían la habitación se tambaleaban por el impacto del sonido que provenía de las bocinas de la fiesta, yo misma sentía en mi cuerpo la reverberación. Las personas irrumpían por mil y una razones: para dejar bolsas y mochilas, para recostar a un bebé, para jugar a las escondidas o para descansar un rato del bullicio exterior. 

Más de una vez me atreví a proponer mi ausencia en estas reuniones, pero mi sugerencia no fue bien recibida. Se me reveló entonces que no pasaba tan desapercibida como creía, los demás entablaban conversaciones ontológicas y existencialistas para entender el fenómeno de mi presencia a su alrededor. Mi conducta desadaptada me condenaba a la exclusión, así que la recomendación fue parecerme más a los otros para que pudiera encajar, pero no pude ir en contra de mi naturaleza. Mis intentos se volvieron fracasos y me sentí aún más incómoda de lo que creí posible. Agarré mis libros, mis audífonos, mi computadora y renuncié alejándome hacia mi guarida.

No importaba si la fiesta había comenzado en la mañana, en la tarde o más noche, el festejo acabaría en la madrugada. Ocasionalmente se me antojaba algo de tomar o para picar, así que me preparaba para dar una vuelta por la tierra de la celebración. Avanzaba con pasos firmes entre infancias descontroladas, me deslizaba pegada a la pared para no estorbar el paso en los estrechos pasillos y esquivaba con destreza las parejas de la pista de baile. Cuando me derrotaba el sueño, me acomodaba donde hubiera lugar, en algún sillón o entre varios niños, y me arrullaba con el ritual del canto y el alarido. El señor mariachi se quedaba sentado junto a su equipo de sonido cuando la gente se reunía para bailar temas de distintos géneros y épocas, pero siempre volvía a colocarse su sombrero y a tomar el micrófono para empezar la siguiente ronda del ritual.

El señor mariachi ha acompañado a la familia en las buenas y en las malas al igual que yo, aunque por diferentes razones. Cuando falleció mi abuela materna, uno a uno, mis tíos y tías se reunieron en un abrazo lineal para cantar a una voz “Amor eterno”; el clásico sombrero y el micrófono avanzaban de un lado de la fila hacia el otro. No recuerdo muy bien cuándo fue la última reunión de ese estilo porque no sabía que sería la última. Di por sentado que serían mi destino por el resto de mis días.

Pero llegó la pandemia por covid-19 y le dio un giro radical a todo aquello de lo que creíamos tener certeza. Por un tiempo, las personas introvertidas nos vimos favorecidas por el confinamiento porque nos fue posible enfocar nuestra energía física, emocional y mental hacia nuestro mundo interno. Dejamos afuera el desgaste de enfrentarnos al estrés de la ciudad, a las reuniones por compromiso y a las interacciones que nos drenaban. Tuvimos la oportunidad de nutrir un oasis en el que nos sentíamos cómodos todos los días, sin la presión social de las celebraciones. Los días buenos se sumaron para mí en este sentido, aunque para la mayoría fue angustiante el aislamiento y el encierro. Se volteaba a ver con añoranza el ritual del canto y el alarido, y había mucha incertidumbre sobre cuándo sería posible hacerlo de nuevo. Se extrañaba tanto el contacto y la pertenencia que las familias colocaban un plástico entre ellas simplemente para poder verse unos a otros a una distancia prudente. La pandemia y el confinamiento pusieron en jaque a la mexicanidad porque le arrancaron lo que tanto la define: la cercanía, el apapacho, la comunidad, el festejo.   

Conforme bajaron los contagios y aumentaron las vacunas, poco a poco la vida fue retomando hábitos sociales de la vieja normalidad. Irremediablemente las fiestas familiares ocuparon de nueva cuenta el trono y, sin más, vi rechazada otra vez mi sugerencia de faltar a la reunión. Sobraban pretextos para celebrar después de haber sobrevivido a una crisis global sin precedentes que nos hizo perder a varios familiares; la fiesta como catarsis para los que quedamos. Viajé casi dos horas para interpretar mi rol apartada del bullicio, pero, por supuesto, primero me senté unos minutos para comer los guisos de las tías. Entonces lo vi, etéreo, sentado junto a su equipo de sonido, engalanado con su traje de mariachi, listo para el ritual del canto y el alarido. Siempre que haya fiesta nos volveremos a encontrar.



Elizabeth Ruiz (Ciudad de México, 1991). Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la FES Acatlán, y actualmente está cursando la carrera en Psicología en el SUAyED de la FES Iztacala. Fue editora en Textofilia y editora técnica en Penguin Random House; y ahora continúa su trabajo en el cuidado de la palabra escrita (con ocasionales experimentos de escritura).

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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