Quédate en casa
Carmen Macedo Odilón
Lilia despertó. Mareada, forzó los ojos para tratar de distinguir dónde se encontraba, pero todo le daba vueltas como un caleidoscopio de apenas dos colores: techo blanco y muros beiges. Le costaba respirar y su cuerpo no se movía. No en vano le llamaban “Mega peda” a la noche de los viernes en el Pudor, donde acostumbraba ir con sus amigas después del trabajo. Su mano se liberó de la postración y consiguió despejarse la boca para aspirar con fuerza: alcohol, tanto que le dio nauseas. No muy lejos, un aroma a agrio le hizo saber que alguien se le había adelantado. “¿Era mi cumple o sólo chupamos hasta, literalmente, morir? Mi mamá me va a dar una regañiza que no volverá a dejarme salir hasta los veinticinco”.
Pensó en los regalos que la estarían esperando en casa; si su familia fuera pudiente podría aspirar a un carro en vez de ropa, cena en el Italianni's o un celular nuevo. “Pero la borrachera al menos estuvo buena”. La perreada masiva, cantar hasta desgañitarse y un fajecito en el baño. “Al menos las risas no faltaron” y pudo acordarse de su amiga Marla, a quien tuvo que sostenerle el cabello más de una vez mientras vaciaba su estómago en una cubeta de Indio vacía. “Este lugar apesta, ni el Pudor olía tanto a alcohol”.
—¡Oigan, es mi cumpleaños! —su voz distorsionada, que entrecortaba las palabras, alertó a una mujer con filipina azul.
—No, doñita, párele a la limpieza un momento. Estoy celebrando y quiero que vengan mis papás a recogerme, llámeles.
La mujer de azul oprimió un botón y de pronto Lilia se vio rodeada de extraños.
—¿Y ustedes qué me ven? Quítenme todos estos cables y chingaderas.
Cinco minutos después, Lilia vio a su hermano Ricardo, o al menos creyó que era él, pese a la barba crecida y un poco más de altura. Él se arrojó a abrazar a Lilia y comenzó a llorar.
—Güey, qué rápido llegaste, ¿y mis papás? Dicen estos tipos que como acabo de despertar, tienen que hacerme estudios, pero yo no entiendo ni madres. No manches, Richi, estás en los huesos, ¿pues qué pasó?
—Chocaste a la salida del antro.
Lilia preguntó por sus amigas.
—Eva está bien. Tiene un bebé.
Lilia se quedó en silencio, le dijo a su hermano menor que estaba loco, porque Eva no estaba embarazada, si no, cómo diablos habían chupado hasta vomitar.
—Te accidentaste hace dos años, Lilia.
—Ni madres.
Ricardo y los doctores le hablaron del coma inducido y de la sala de terapia intensiva que desde entonces había estado ocupando.
—¿Y Marla?
Ricardo desvió la mirada. En sus ojos aún se percibía ese aire infantil que a Lilia le recordaba sus diecisiete años, mismo que contrastaba con sus ojeras, las manos nervudas y la barba de adulto.
—¿La maté? —Lilia se llevó las manos a la boca, para evitar un ataque de pánico.
—Fue el covid, el mismo que aún tiene a nuestros papás internados.
Cuando Lilia, a bordo de una silla de ruedas, vio los pasillos del hospital, éstos estaban siendo sanitizados. El personal y los pacientes usaban caretas transparentes sobre los cubrebocas y se lavaban las manos a cada instante con gel antibacterial, como si fuera un tic nervioso. En una habitación, se hallaban sus padres conectados a un respirador. Ricardo apretó la mano de Lilia, en un gesto desconocido a cuando ambos peleaban porque ella no quería cargar con su hermanito a las fiestas de su universidad. La chica trató de ponerse de pie para que sus padres la miraran. Ricardo rodeó la cintura de Lilia con un brazo y ella se sostuvo de los hombros de su hermano.
—¡Es mi cumpleaños! —gritó—. ¡Me deben una fiesta y regalos! —con una mano, Lilia pegó al vidrio de la ventana—. ¡No, me deben tres fiestas y tres cumpleaños!
La fuerza de sus piernas mermó y Lilia se deslizó hasta acomodarse en la silla.
—¿Cuántas veces se puede perder todo, Richi? ¿Quién va a regresarnos este tiempo perdido?
—Yo siento que me mataron tres veces… —detrás de Lilia, Ricardo la estrechó consigo—. Ahora, es un dolor menos.
Tras el alta de Lilia, ambos hermanos salieron del hospital. Frente al auto que ahora conducía Ricardo, una mujer los estaba esperando.
—Eva, qué linda —dijo Lilia tras mirar al bebé de su amiga.
—Vine por ustedes, así que súbanse que tenemos prisa. Tenemos que ir al Italianni's a festejarte, Lily, luego hay que visitar a Marla… —Lilia bajó la cabeza y se centró en el camino, donde ya pocos transeúntes usaban cubrebocas—. A ella también le tengo un regalo, pero no quería ir hasta que no despertaras, amiga.
—¿Para qué? Nada que hagamos podrá traerla de vuelta, ni a ella ni a mis papás. Nada, ojalá nunca hubiera despertado. Pinche vida.
Lilia pensó en sus padres, en los de Marla, en Eva y Ricardo; dos años cargados de angustia, enfermedad y muerte.
—Estoy apendejada por el coma, no me hagas caso, Eva. ¿Y qué le vamos a llevar a Marla?
—A mi propia Marla, y qué bueno que despertaste o ya me estaba preparando para encargar una Lilia.
—¿Y si te hubiera salido niño?
—Pues se chinga —dijo Ricardo. Las mujeres voltearon a verlo, sorprendidas por su comentario.
—Se nota que es tu hermano. Pues sí, o me hubiera esperado hasta que me saliera otra chamaca.
Lilia calculó cuántos cumpleaños se habían perdido en el limbo de la pandemia y cuánta pizza necesitaría para llenar sus vacíos; el trabajo abandonado y la carrera pausada. El teléfono de Ricardo vibró y Lilia vigiló los gestos de su hermano. Con tono serio dijo a su amiga:
—Eva, si te pido que bajes del auto con tu niña, no mires atrás… y por favor, güey... No les pongas a tus hijos nuestros nombres.