ENSAYO / octubre-noviembre 2022 / No. 101


Jardín de asfalto



Angélica Ahuatzin



Este ensayo pertenece a Escrito en una ciudad de asfalto, libro ganador del Premio de Ensayo Literario Emmanuel Carballo 2021 (en proceso de edición).
 
 
¿El árbol esencial que imaginaba Goethe?
¿O aquel con cuya sombra perdí el mundo
que era rumor de voces amistosas
y veo pasar un río que sí es el mismo siempre,
en tanto que lo miro y ya no soy la misma?  

Ida Vitale, “Árboles”


Durante algún tiempo nuestra calle estuvo registrada con un nombre distinto en los archivos del antiguo Instituto Federal Electoral (IFE). Optaron por darle el nombre de Tlahuicole, que es el camino zigzagueante que en teoría se prolonga hasta el inicio de nuestra carretera. Según la lógica del IFE, era mejor darle el mismo nombre a todos esos pedacitos de calle y eliminar los que fueran distintos. Las paqueterías y servicios a domicilio fueron los primeros en padecer el cambio; la tecnología del rastreo satelital les indicaba que la calle Río de los Negros estaba del otro lado del parque y que ésta, la nuestra, era Tlahuicole. Los carteros y demás trabajadores se preguntaban cómo era posible que, en pleno siglo XXI, los pobladores sureños de Chiautempan no se hubieran puesto de acuerdo con la denominación de sus calles. La mayoría se conocían desde pequeños, los padres de todos los habitantes que rodeaban la ciénaga y el Río de los Negros se habían establecido ahí casi 70 o 100 años atrás y durante décadas les fue suficiente con decir que vivían frente al parque

Sería fácil asegurar que conforme el municipio creció, la obligación de nombrarlo también. Pero el pueblo como tal no lo hizo. La tierra no se ensanchó, sino todo lo contrario. La ciénaga se dividió en pequeños potreros, los surcos que abría el riachuelo hasta desembocar al río Zahuapan se volvieron veredas secas. Los pobladores aprovecharon esa sequía para vender trozos de terrenos. En aquel tiempo, las parcelas que rodeaban la maleza pertenecían a dos familias, cuyos nombres mi madre desconoce. En la primera mitad del siglo XX, mi bisabuela compró el terreno que habría de heredar tiempo después a su única hija, Constantina Benítez, quien a su vez lo heredó a tres de sus hijas: Concepción, Cecilia y Natalia. Era el único trozo que quedaba disponible, el resto de la cuadra ya había sido rematado a diferentes familias y así, poco a poco, se fue generando un barrio en donde antes habitaba pura naturaleza. 

Yo llegué al mundo con la vista de un parque tupido por diferentes especies de árboles. Despertaba todas las mañanas con el canto de docenas de aves que se resguardaban en las copas más altas, pasaba las tardes corriendo sobre los pastos húmedos. El parquecito que quedó de la ciénaga era para mí una jungla; había una pequeña zona de juegos para niños, una cancha de fútbol, tres fuentes, un kiosco de ladrillos y una pista para corredores mañaneros. Sin embargo, en época de lluvias, Tláloc se encargaba de recordarnos el pasado de aquel sitio. De la falda del volcán Matlalcueitl brotaban hilos de agua que a paso lento desembocaban en diferentes ciénagas y riachuelos. Aquellos hilos, en las lluvias de mi infancia, se volvían madejas intrincadas, su agua negruzca se colaba por las puertas de la casa. El flujo hacía un remolino en la intersección de las calles Manuel Saldaña Sur y Tlahuicole. Entonces la vida humana se paraba por un rato. Desde la ventana veía a transeúntes varados, puestos de comida chatarra bamboleándose y señores resguardados en sus autos. Pero sobre todo, admiraba cómo un parque infantil se convertía en un caudaloso río. Cuando la lluvia cesaba, tomábamos corcholatas o taparroscas de plástico y las poníamos a competir. Recorríamos el caminito de agua imaginando un torrente furioso, cada niño con su buquecito de plástico o de metal. Atravesábamos el parque desde sus extremos más lejanos, celebrando el triunfo o el naufragio, según la suerte de cada uno. Nos deteníamos justo donde la corriente se volvía peligrosa, muy cerca del drenaje reventado, nos decían que no debíamos alejarnos y el juego terminaba. 

¿Cuántas historias resguardan los jardines del tiempo? De mi jardín favorito me gusta narrar una en específico. Durante la época del Porfiriato hubo un hombre conocido como Chucho el Roto, una especie de Robin Hood a la mexicana, oriundo del municipio de Chiautempan, cuyo significado es “a orillas de la ciénaga”. Jesús Arriaga no era un ladrón cualquiera, pues se trató de un forajido cuya existencia legendaria se ganó, décadas después, una transmisión radiofónica para dar a conocer sus hazañas. Mi abuela, mi madre y mis tías solían escuchar la radionovela de Chucho el Roto con la ilusión de saber que un siglo atrás, a escasos metros de su casa, había construido uno de sus tantos refugios. La historia cuenta que el joven Jesús Arriaga se enamoró de la hija de un francés acaudalado, quien lo hizo encarcelar al enterarse de su amorío secreto. El lugar donde se bañaban los indios carboneros antes de ir al tianquiztli de la ciudad de Tlaxcala era uno de sus múltiples escondites: el Río de los Negros, donde la espesura del follaje lo hacía pasar desapercibido.

Cuando éramos niños mi madre nos relataba historias de su infancia a orillas del río que nunca imaginó extinto. Para mis hermanos y para mí resultaba imposible creer que aquel sitio hubiera poseído tal belleza. Luego del proyecto “Rehabilitación de lugares públicos” de cierto Gobierno Federal, el “Parque del Río de los Negros” mutó a “La ciudad de los niños”. Y tal como lo dictaba su nuevo nombre, se encargaron de acabar con lo último que quedaba de verde en pro del crecimiento urbano y la modernización. Hoy lo único que tiene de ciudad es el asfalto.  

Durante mi adolescencia tiraron la fila de árboles frente a la casa de la abuela y construyeron una canaleta para hacer fluir el agua en tiempo de lluvias. Todavía recuerdo que al acercarnos a la excavadora vimos entre la tierra removida algunas envolturas de golosinas de los años 70. Nos pareció increíble que los rastros de algún picnic del pasado estuvieran casi intactos. Las excavadoras, las sierras, los picos y las palas no se frenaron, continuaron trayendo recuerdos a la superficie para luego sepultarlos bajo el concreto de una vez por todas. 

Por aquel tiempo, la tecnología y el IFE hicieron de las suyas y cambiaron el nombre de nuestra calle. Sin embargo, los responsables notaron la falla de su sistema satelital, y aunque todavía hay que aclarar que no somos de la calle Tlahuicole, hay quienes nunca olvidaron el nombre que nos ha representado desde hace décadas. Generalmente son los mismos que no se refieren al parque por su actual designación. Son ellos también los que rememoran diversas historias de vida y de cambios. Si tengo suerte, espero tomar su sitio algún día y contar que sobre esa cancha de baloncesto había dos fuentes de distintos diseños; que donde ahora hay oficinas del DIF, hubo antes un campo enorme en el que jugábamos futbeis; que sobre el sitio de la supuesta fuente moderna, hubo antaño otra mucho más modesta que sí funcionaba; que la zona de juegos en realidad era pequeña y no estaba cubierta por ese material sintético de colores; y que sobre aquella casa gris y desolada que dice ser oficinas del Registro Civil, empezaba una fila enorme de árboles repletos de nidos de pájaros que cada amanecer nos despertaban con su canto. Ojalá para entonces el nombre de nuestra calle continúe siendo el mismo: Río de los Negros, donde seguirán arremolinándose historias a través de los años en ese nuevo jardín de asfalto.




Angélica Ahuatzin (Tlaxcala, Tlaxcala, 1994). Es licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas. Ha sido becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas y del PECDA en la especialidad de Crónica.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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