CUENTO / octubre-noviembre 2022 / No. 101

Haluro de plata



Erandi Barroso



Las luces blancas sobre los muros la encandilaron. Estaba mareada y avanzó con dificultad, confundida. Nunca había hecho algo así: llegar sin ser invitada. Siempre había pensado que era algo de mal gusto y, aunque era un evento público, tenía la sensación de estar haciendo algo reprochable, fuera de lugar. La sensación le recordó cuando su tío, anciano y ebrio, le contó a su familia que le gustaban los hombres en plena cena navideña. Adela pensaba que no había necesidad de hacer semejantes escenas y menos a su edad, que eso era algo que debía guardarse para él. Había pensado en él porque ahora sentía algo parecido: una amenaza de vergüenza y desprecio, pero esta vez por ella misma. No sabía por qué. Siguió avanzando.

La provocación que le causó ese mail, que no era para ella, la llevó ahí. El texto decía: “Estoy ansiosa por verte en la exposición de Rodolfo. Me da gusto por él, se lo ha ganado. Besos. Virginia”. Adela se preguntó: ¿quién carajo era Virginia y por qué estaba ansiosa por ver a su marido? ¿Rodolfo tenía una exposición? ¿Su hijo? Bastó teclear su nombre seguido de la palabra exposición en la computadora para saber de qué se trataba. Ahí estaba: Muestra de fotografía análoga contemporánea. Varios autores. Entre ellos Rodolfo Zúñiga. También estaba la fecha y dirección de la galería donde sería el evento. Vio el reloj. Faltaba una hora para la inauguración.

Tomó su bolso y se dirigió hacia allá. Ahora piensa que quizá fue ahí donde comenzó la confusión o quizá fue antes. Jamás se le ocurrió que su hijo tuviera talento para la fotografía. De hecho, estaba bastante segura de su mediocridad. Su mediocridad. Nunca lo dijo. Nunca se permitió pensar esa palabra, hasta ahora. Creía que estaba mal hacerlo, que ella era su madre y que debía apoyarlo de cualquier forma. Pero, en realidad, sí se lo hizo saber, muchas veces y de distintas formas. Todas ellas sin decirlo. Rodolfo, en cambio, estaba seguro de su mediocridad y pensaba en ella todo el tiempo gracias a Adela. Aún cuando en los últimos años le habían reconocido su trabajo públicamente en exposiciones nacionales y en el extranjero, aún cuando le pedían constantemente sus servicios y vivía holgadamente de éstos, aún cuando era lo que más le gustaba hacer en el mundo, él estaba seguro de ser un farsante. Pero Rodolfo también pensaba que Adela, siendo su madre, lo quería y conocía mejor que nadie. No se atrevía a dudarlo, pero la duda estaba ahí, creciendo poco a poco y volviéndose grande. Una tristeza que no aminoraba, sólo se nublaba un poco con alcohol. Pero Adela no sabe nada de esto, ahora sólo siente nauseas.

Mientras avanzaba por los pasillos de la galería llena de gente, recordaba lo mucho que le insistió a su hijo para que estudiara Ingeniería en lugar de Cine. Ni siquiera sabía que existía como profesión. La sola idea le parecía ridícula: enseñar a alguien a hacer algo ocioso. Recordó también que, después de haberle hecho varias amenazas y recordatorios de lo estériles que habían sido sus emprendimientos creativos, Rodolfo aceptó estudiar lo que su madre quería. Adela pensaba que era lo más lógico. Lo mejor. Y ella lo sabía porque era su madre.

También lo sabía por experiencia propia. Nunca le había ido bien en la escuela y se decidió por estudiar Contaduría. Aunque sólo ejerció por unos meses porque se casó con el padre de Rodolfo y se dedicó a su familia. Pero pensaba que para un hombre es diferente. Si su hijo no iba bien en la escuela, debía asegurar su futuro con una carrera “reconocida”. Por eso insistió tanto en Ingeniería. Además, de esta forma podría ayudar a su padre en la oficina y heredarla cuando llegará el momento. Todo esto pensó, pero todo esto desencajaba ahí, mientras avanzaba entre la gente, confundida, con náuseas y ahora una ligera migraña.

Fue entonces cuando la vio. Pegada a la pared. Tenía esa luz teatral que hace todo dramático y severo. La vio borrosa y pensó que era a causa de su malestar, pero lo que sintió en ese momento era más fuerte y sólo se sumó a aquella confusión que ya sentía: una atracción casi hipnotizante la jalaba y la hizo avanzar. Pero, sobre todo, sentía un hilo invisible desde el muro hasta su vientre, tensándose. Observó mejor, alcanzó a descifrar una combinación de grises y rojos, principalmente dorados. Había algo tintineante en esa fotografía y necesitaba saber qué era. Comenzó a acercarse, haciendo más corto el hilo, pero, mientras lo hacía, más sentía que se le tensaba el intestino. Era como si una caña de pesca hubiera enganchado sus vísceras y ahora sólo pudiera dirigirse hacia ella. Cualquier resistencia sólo causaría más dolor y una detonación inútil de energía.

Odiaba gastar energía innecesaria. Por eso estaba con el padre de Rodolfo. Le gustaba la seguridad que la hacía sentir sin tener que hacer mucho. Estaba muy tranquila desde que por fin habían llegado a esa paz que durante tantos años deseó. Un estado casi inmóvil que la hacia sentir bien. Bien y satisfecha. Le alegraba que hubieran cambiado las cosas. Los primeros años de matrimonio fueron un infierno: batallas diarias que la tenían exhausta. Un día, lo recuerda bien, él dejó de pelear. Primero dejó de ser ofensivo. Ella quería vengarse de tanta humillación. Pero aun ante las provocaciones, él dejó de defenderse. Recuerda que lo hizo muchas veces, tantas, pero no hubo reacción. Eso la desesperó hasta el punto de creer que se volvería loca, quería morirse, pero al mismo tiempo nunca se había sentido tan incómoda y ¿tan viva?

Ahora le causa gracia que sea esa pasividad la que muestra orgullosa y cuida. Sabe que es lo que sostiene la relación. Llevan varios años así, muchos. Un cotidiano impoluto y estéril que provoca en su familia y amigas admiración. ¡Cómo le gusta esa sensación, que la admiren, que la envidien! En el fondo, esa es la razón por la que no sale del voluntariado, a pesar de estar segura de que no valoran su tiempo. Le gusta mucho ver la reacción de la gente cuando se enteran de que lee, una vez por semana, a niños de primaria. Le gusta, primeramente, la extrañeza mezclada con incredulidad y desconcierto de las personas. Luego, el reconocimiento. A veces viene sólo con una sonrisa de aprobación, pero casi siempre le expresan lo loable de su acción. La cumbre del sentimiento llega ocasionalmente cuando le dicen que debería haber más personas como ella. Pocas veces sucede, pero cuando pasa siente que se le llenan los pulmones y le provoca una sensación tan placentera que ya no sabe qué otra cosa la hace sentir así.

Pensar en esa sensación la ayuda a continuar, el hilo se acorta y está cerca de la fotografía. Su intestino está a punto de dar un latigazo. Ahora, la ve claramente: está en primer plano, partida en dos desde la pelvis, sus vértebras lumbares están expuestas; su cabeza, ligeramente ladeada. No hay chorros de sangre como lo hubiera imaginado, sólo un pequeño hilo rojo desde su ojo derecho que atraviesa la nariz y la mejilla izquierda, parece una lágrima. El pelo rubio y hermoso, las uñas pintadas con esmalte rojo. Ahora sabe que lo que brillaba es una pulsera dorada colgada sobre la mano de la muerta, que a su vez cuelga sobre el murete de concreto que, junto con el Datsun blanco, la partió en dos. Rojos, blancos, grises y dorados limpios. Inerte es perfecta. Todo alrededor de la atropellada es un caos. En el fondo de la fotografía hay gente amontonada queriendo mirar, un par de autos golpeados en medio de la avenida, el poste de luz doblado como popote de plástico, y la mirada del paramédico: ignorando cómo acercarse a ese perfecto frío muerto. La composición de la fotografía era hermosa sin duda, buscó la etiqueta y leyó casi incrédula: Adela Legarreta Rivas, atropellada por un Datsun, 1979, Técnica de revelado: Haluro de plata, Autor: Enrique Metinides.

Se llamaba Adela como yo, pensó. Luego se incorporó, giró a la derecha y los vio. Ahora estaba todo claro.  La confusión, las nauseas, la migraña y el tirón en el vientre se habían ido de repente. Ahí estaban los tres, a lo lejos, juntos y sin saber que ella estaba ahí. Primero, vio a su hijo con una copa de vino en la mano. Luego a su marido, quién tomó de la mano a una mujer morena y alta después de darle un beso en la mejilla. Los tres sonreían, parecían felices. De pronto, al tiempo, soltaron esa risotada que rompió el ambiente de la galería, como si acabaran de escuchar un muy buen chiste.  Adela sonrió también. Sonrió como entendiéndolo todo.

Octubre 2021







Erandi Barroso (Ciudad de México). Es investigadora de Estudios Urbanos y de Movilidad y Género. Doctora en Geografía por la UNAM y arquitecta por el Tec de Monterrey. Forma parte de la Colectiva Habitar el Deseo y del grupo de investigación MoviGen (Géneros y Movilidades). Su cuento “Haluro de plata” recibió una mención en el Concurso 53 de Punto de Partida.
 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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