CRÓNICA / octubre-noviembre 2022 / No. 101

Funeral



Alexis Mata Ronzón


Creo que estoy entrando a una edad donde la muerte está más presente. No por mí (espero), sino porque me estoy haciendo consciente de que está a mi alrededor.

Hoy vine a un funeral. El padre de un amigo de mi madre falleció hace apenas unas horas. Yo no llegué a conocerlo bien, lo vi cuando acompañé a mi madre a un viaje a Oaxaca por su trabajo. Solamente recuerdo la sombra de su cuerpo saludar mientras me veían del otro lado de la calle, yo me dirigía a un mercado y ellos a un congreso. Nunca supe su nombre.

Llegamos a la funeraria hace apenas unos 15 minutos. Es de noche, esperamos que se hiciera lo suficientemente tarde para que ya no hubiera gente dentro, pero no fue así. En la capilla hay personas vestidas de negro y con doble cubrebocas, sufriendo la pérdida y el nervio de la cercanía de tantas personas que tienen miedo de contagiarse. Mi madre y yo decidimos pegarnos a una esquina para que no se nos acerquen. De cualquier manera, sólo unas cuantas personas nos conocen y no las vemos dentro de la sala. Tenemos miedo de que no aparezcan.

Pese a esto, no quiero ser grosero y estar con la cara pegada al celular, así que decido ver a la gente, intentar entenderla desde el nulo conocimiento que tengo de cada uno de esos individuos que tuvieron un nexo en común, pero que ahora están aquí para despedirlo. No lo hago por falta de empatía, sino porque no sé cómo reacciona esta gente ante el duelo; apenas sé cómo reacciona mi familia.

Cuando mi bisabuela falleció, hace ya cuatro años, yo estaba en mi cuarto y hablaba por teléfono con Itzel. Mi madre entró y me pidió que colgara, pero no por las razones por las que me pedía hacerlo en aquellos tiempos, sino para darme un anuncio que no pude procesar hasta que yo lo dije: “Mi bisabuela murió… y tengo que irme a Xalapa mañana temprano”. Al día siguiente estábamos llegando a la ciudad con un clima lluvioso. Parecía que la capital de Veracruz se entristecía por la pérdida de una de sus habitantes, aunque es habitual que llueva ahí. La energía de mi familia ronda entre la opresión de los sentires y el acompañamiento ante la misma actividad. Entre el “estoy bien” y el cambiar la plática para no llorar. Entre el “ven a ver a tu bisabuela para despedirte, porque te vas a arrepentir” y el estar en el rosario aunque no quieras.

Después nos fuimos a enterrarla a Naolinco. No tengo muchos recuerdos claros, más que el de Itzel y yo cortando días después por varios problemas que teníamos. No era la primera vez que lo hacíamos y no fue la última. Recuerdo ver mucho por la ventana y pensar que mi bisabuela estaba ya en alguna parte de la naturaleza, que ella era parte del pasto verde de la carretera o que formaba parte del azul del cielo. Recuerdo los días volverse más grises y que lloraba casi diario. También recuerdo las palabras suaves de mi abuela al entender cómo me sentía, y que el lugar tenía un olor a humedad, a tierra mojada, a rosas y a café.

En la funeraria en la que estamos no huele a café ni a rosas, ni mucho menos a tierra mojada. El clima seco de la ciudad le da un olor específico al frío, pero adentro no puedo detectarlo. Los cubrebocas impiden que podamos percibir algún tipo de olor que no sea nuestros alientos, y creo que es lo mejor, aunque hubiera sido buena idea que me lavara los dientes antes de salir de mi casa. Después de un rato, llega una compañera de mi madre. Se reconocen entre los rostros semicubiertos y la necesidad de ver una cara conocida. Se ven y se abrazan. Mi madre nos presenta. “Ya lo conoces, ¿no? En el congreso de Oaxaca estaba con nosotros. Bueno, estaba de vez en cuando”. Entre la amabilidad y la necesidad de decir que no, nos dimos la mano y accedimos a tener aquel recuerdo que decía mi madre, aunque no fuera cierto para nosotros. Nos quedamos en la pequeña esquina. Escucho hablar a mi mamá con su compañera sobre el duelo. Nunca la he oído hablar de su duelo. Mi tío enfermó hace unos meses. Un virus que destruye su sistema poco a poco y la amenaza de un cáncer que, muy probablemente, hacía metástasis. En su momento, le pregunté cómo se sentía después de que recibió la llamada de mi abuela contando lo que acabo de decir. Su dolor era hacia su madre. Lo que sentía, su duelo, era el duelo de mi abuela al enterarse de que su hijo se estaba muriendo.

La madre de Antonio (el amigo de mi madre) se encuentra hasta el fondo de la capilla, sentada en un sillón frente al ataúd. Por ratos está acompañada por alguno de sus hijos, otros por alguna persona que le va a dar el pésame; casi siempre está ella sola, pero no la veo llorar. Observa el ataúd, como si fuera el vacío. Pienso que es porque sus lágrimas se han agotado tras haber llorado durante un largo rato antes de que llegáramos, o tal vez sigue procesando lo que acaba de pasar. Pero siento que no es así. Mi madre me cuenta que desde hace unos años ya no se llevaban como antes. Parece que sólo convivían de una manera mecánica, como algo que sabían que se terminaría cuando alguno de los dos muriera por el cáncer que cada uno tenía. Igual y sólo lo está viendo con rencor. No lo sé, no quiero preguntarle. A ella sí que no la conozco.

Llevamos poco más de media hora en nuestra pequeña esquina. En eso, una persona del servicio nos dice que la misa será hasta mañana en la tarde. Muchas personas deciden irse y regresar al día siguiente, no sin antes volver a abrazar a la madre de Antonio. Entre los gestos honestos, puedo ver que se limpia las lágrimas con una sonrisa de agradecimiento, lo que me hace sentir mal por pensar lo contrario de su sentir.

Al poco rato de que el lugar esté casi vacío, Antonio llega junto con su esposa Sahara. Andaban resolviendo unas cosas sobre la cremación y unos papeles sobre las herencias. El señor tenía algunos terrenos. Entendí que la madre de Antonio no sabe muy bien qué es lo que pasará con ellos. Me intriga saber qué es lo que pasará en mi familia cuando los terrenos se den en herencia. Mi madre le da un abrazo; somos las únicas personas en la Capilla B. Bromea con mi madre, sonríe debajo del cubrebocas. Lo noto cansado, un tanto ido, le vendría bien dormir. A toda la familia le vendría bien descansar. Entre cada comentario, se intenta mantener la conversación, pero siempre llega el silencio. Suspiros pequeños, partes de un espacio al que pertenece. Entre esos espacios de respiro, recuerdo los últimos libros que leí. La mayoría sobre el duelo, afrontado de diferentes maneras: Terry Tempest Williams lo afronta desde la exploración de su voz tras la muerte de su madre; Chimamanda Ngozi Adichie lo explora desde la frustración de no estar en el momento de la muerte de su padre, debido a la pandemia de covid-19; Gabriela Wiener lo hace desde la investigación de su apellido y el descubrimiento de quién es su padre; Cristina Rivera Garza lo hace desde el ensayo, la crónica y la denuncia. Antonio lo lleva desde la risa. Hace bromas constantemente y busca que nos sintamos cómodos. Agradezco esos lindos detalles que tiene. Tiene puesto un pants negro, una sudadera gris y unos tenis para correr. Su madre le llamó cuando estaba a punto de salir a dar una vuelta en su bicicleta. “Si me hubieran dicho que mi padre se moría hoy, hubiera elegido otra ropa”, dice bromeando. “Un outfit más trucutrú, ¿no?”, le contesta su esposa. “Vales madre para estar triste, Antonio”, le dice su hermano, y su madre ríe. La mía también ríe. Yo también. Y regresamos al silencio.

Pasa una hora en la que seguimos en aquella dinámica, acompañando de la mejor manera en la que podemos, mientras sentimos su agradecimiento ofreciendo café y contándonos cómo se sienten. Comparten su versión de cómo se enteraron de la muerte. Sahara pensaba que iba a estar bien, al igual que Antonio. Uno de sus hermanos dice que se va a quedar con los tenis con los que lo iban a cremar. Su madre sólo los ve y sonríe de vez en cuando, mientras toma una de las cervezas que Antonio compró después de resolver las cosas.

Mi madre y yo nos vamos para dejarlos descansar. Ya es tarde, y se puede percibir en lo solitario que está la calle, en el olor al frío y en los semáforos parpadeando. Nos despedimos. Antonio aprovecha para fumar lo que no ha fumado en el día.

Decido guardar silencio durante el breve trayecto. Mirando las pequeñas avenidas de la ciudad. Tenía tiempo que no pasaba por esta zona, desde antes de la pandemia. Algunas cosas siguen; otras, ya no, y otras aparecieron como por arte de magia. En los últimos dos años, varias personas cercanas a mí se han ido; ya sea porque dejé de llevarme con ellas o porque era su momento de dejar este mundo. En las estrellas veo sus nombres: David, Andrea, Fernando, Carlos, Andrés, Julieta… Pero también veo los nombres de las personas que han llegado: Luis, Paola, Isa, Gerardo… y me siento feliz. Siento que siempre que alguien se va su presencia se mantiene en nuestro día a día. Y así decido mantener una sonrisa hasta que llego a casa.




Alexis Mata Ronzón (Xalapa, Veracruz, 2000). Fue cofundador y parte del equipo creativo del Colectivo Umbras (antes Teatro Umbras) de 2020 a 2022, en el que participó como actor, director y compositor para múltiples trabajos audiovisuales. Entre estos se encuentran el cortometraje El acuerdo del ángel (2021) dirigido por David Carax; el metraje La partida (2021) dirigido por Atlalli Alcocer, y el metraje Aire frío (2021), adaptación del cuento de Lovecraft dirigida por Eduardo Da. Guerrero. Su radiodrama Invierno obtuvo una mención honorífica en 2020 y fue publicado en Historias sonoras. Antología de obras del Concurso Nacional de Radioteatro Max Aub (2021). En 2022 recibió una mención por su crónica “Funeral” en el Concurso 53 de Punto de Partida. Actualmente estudia la licenciatura en Literatura Dramática y Teatro en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Es asistente del maestro Artús Chávez en la materia “Dirección 1”, impartida en el CLDyT, y se dedica a la fotografía y a la música de manera independiente.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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