CUENTO / octubre-noviembre 2022 / No. 101

El limonero



Alejandro Frías Robles




Dejó de llover. Ya no me siento triste, como antes de que mi mamá me dijera que cerrara la ventana. El patio tiene un aspecto más limpio, como de una cara rasurada. La tierra húmeda desprende un olor a mar.

Ahora podemos salir Leonor y yo.

Leonor es mi prima.

En el patio nos subimos a las tribunas viejísimas, mientras Fanny, la criada, destapa el hoyo del desagüe y barre la entrada de la casa. Desde arriba la vemos moverse como hormiguita trabajadora.

Mi abuelita dice que hace muchos años este lugar había sido panteón del convento de la iglesia, y que luego sirvió como alameda para los viajeros durante la Revolución. En estas mismas tribunas estuvo Juan Ramírez, el gran revolucionario, meditando, mirando con el extraño brillo de sus ojos negros, los llanos, cerca del Tlaltepec, por aquel rumbo donde comienzan a juntarse las montañas. Pero sólo mi abuelita sabe aquello, porque mi abuelo, que era masón, le comentó y a todos los que nos visitan les enseña orgullosa el lugar. Mientras Leonor se arregla las trenzas pienso en el limonero: húmedo y jugoso, fresco con las gotas de agua escurriendo hasta las orillas, esperando la brizna del aire para caer. De repente, siento la rodilla de Leonor junto a la mía, pegada como un imán y no la puedo quitar. El cuerpo se me enchina como si la lluvia bañara nuestros instintos.

—Vamos al limonero— dije.


—Si me alcanzas, arrancaré la primera hoja para ti— contestó.

Cuando llegamos ella se estiró para jalar las hojas. Se esforzó demasiado, los brazos rozaron las ramas, y su piel cambió de color. Me adelanté y moví el árbol de un lado: las gotas nos cayeron escurriendo por la cara, como una regadera.

—Eres malo— dijo.

Me subí como una lagartija hasta la mitad del enclenque árbol y corté las hojas más verdes.

Leonor se ríe como el canario de mi mamá, haciendo contrapuntos. Por eso me gusta hacerla reír: es divertido.

Jala más hojas para tener reserva toda la tarde.

No me acuerdo quién nos enseñó a chupar las hojas.

El aire es frío. Se quiebra en chiflones al pasar por los corredores. Afuera el sol calienta, está como queriendo y no salir. Las nubes emborregadas se extravían delante del sol, y el cielo es tan azul que parece pintado con crayón.

Nos sentamos frente al jardín, a un lado de las tribunas, en una banca de mosaicos despostillados y antiguos. Aquí la resolana acaricia la cara de Leonor, su mirada alcanza algo del juego entre el pararrayos y las palomas de la iglesia.

—Dios está más allá de donde siempre dice mamá, tanto que no lo alcanzamos a ver— contesté.

Leonor chupa una hojita, la pasa por sus labios carnosos y gruesos, la aprieta, mordiendo hasta dejarla amarilla, como el color de los muertos.

Sin excepción, las abejas y mariposas retozan todo el día en las florecitas acampanadas que brotan entre la banca y la pared: hacen juego con los dibujos de los descoloridos mosaicos.
La cabeza de Leonor se junta con los pétalos, y el color de su piel se aviva al moverse.

—Estate quieta— le dije.

—¿Qué haces?

Juego al cuarto oscuro, cierro los ojos, pero sólo veo rueditas de colores como en las ferias… ¡Qué difícil es recordar lo que más se quiere!

—¡Oye!, mira ahí. Una palomita. ¿Son de la iglesia?

—Sí, algunas— contesté.

Abre los ojos —me rogó— y ve cómo come.

Se arrimó y sentí su respiración junto a mi cara. Después puso sus dedos fríos en mis cejas, como cuando le cierran los ojos a los cadáveres y, a fuerzas, me levantó el párpado.

—Bueno, allá tú si no los quieres abrir…

Hice unas rendijitas en mis ojos y vi a Leonor chupando una hoja.

Los últimos rayos de la resolana prendían de una extraña luz su pelo, como cuando en las noches me despierto sudando y miedoso y veo las flamas de las veladoras en medio de la obscuridad.

Extrañas cosas que pasan aquí en esta casa tan vieja color óxido. Desde que me acuerdo trato de no cruzar el patio después de que tocan las campanas del último rosario. Y es que mi abuelita nos ha dicho que las almas del purgatorio salen de sus tumbas a penar durante la noche. Pero de día es tan diferente… y más si estamos juntos Leonor y yo. ¡Hasta nos olvidamos de las famosas ánimas del infierno!

Tenemos la misma edad: 13 años. Pero ella se ve más chica con sus trenzas y el uniforme de la escuela. Creo que no tardan en sonar las campañas, y el aire ya no es el mismo; los charcos de agua se oscurecen y las palomas se acomodan en sus nidos. Leonor está inquieta, siente el frío de la noche que se aproxima. Es mejor meternos a la casa… ¡Cómo la quiero!

 

 






Alejandro Frías Robles (Ciudad de México, 1949). Es licenciado en Administración de Empresas por la UNAM. En su larga trayectoria en la administración pública federal, destaca su participación en diversos cargos públicos, principalmente en los sectores de Recursos Hidráulicos, Agricultura y Desarrollo Rural, Energía Minas e Industria Paraestatal, Compañía Nacional de Subsistencias Populares, entre otros. Participó en la revista Punto de partida 22 (nov-dic de 1970) con el texto “Imágenes”.
 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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