CUENTO / octubre-noviembre 2022 / No. 101

Las teclas de una máquina de escribir



Ofelia Ladrón de Guevara



¿Qué querrá decir esta palabra? ¿Por qué
precisamente ésta, qué tengo que ver yo con
ella? ¿Por qué ésta extiende las manos
sangrientas hacia mí?
Georg Büchner


“Siempre una llega”, pensó al mirar por la ventana y ver cómo el mar recuperaba su tinte azul. Ya pronto, entre la arena de la playa y el horizonte, se vería una mancha naranja. El ambiente se sentía fresco, como cuando, después de bañarse, una se deja el cabello suelto, se pone un vestido de tirantes y deja que el viento…

Después de pasar la noche sin poder ver el mar y sólo escuchando cómo las olas llegan, el ver por la ventana convirtió a aquel sonido, antes incierto, en algo ligero, como si el verlo en espuma lo suavizara.

Ella daba sorbitos a su té. Se sentía dentro de un sueño. Y ¿cómo no sentirlo? Ver cómo la masa negra de la noche se disipa nos hace creer en… Por eso, ella miraba sin moverse apenas y aquellos sorbitos los daba con pena y un poco de miedo de que se escucharan más de lo que debían.

Pero el mar parecía no verla: él seguía, llegando. Una ola y después otra. Sempiternamente.

También, quieto en la máquina de escribir, reposaba el cuento que por la noche ella intentó escribir. Y que ahora, mirando el llegar de las olas por la ventana, había olvidado. Si en aquel instante le hubiesen preguntado por él, ella no habría entendido de qué le hablaban. Era extraño, en ese mirar las olas todo parecía estático, como si desde siempre ella hubiera estado ahí, mirando. Hasta sus pensamientos: “Siempre una llega”, repetía la voz de su cabeza. No había más. Sólo eso.

De repente, el reloj de la sala despertó: ¡Las nueve! Había estado ahí por más de dos horas. Las olas debieron absorber el tiempo. Ese mirar fue para ella… Nada. Un instante. ¿Soñaba?

Y como quien al despertar da una bocanada de aire, abre los ojos y deja entrar a la vigilia, ella, de un salto, se levantó sintiendo un impulso por… Pero nada tenía por hacer. La casa estaba limpia y el jardín lo regaría por la tarde. Sin embargo, no quería sentarse otra vez.

Le daba miedo volver a la repetición de las olas. Había estado ahí más de dos horas de su vida. Sentada. Sin percibir el paso del tiempo. Más de dos horas de inhalar y de exhalar… De estar viva. Sentarse otra vez sería aceptar ese movimiento: el de una ola siendo borrada por otra, el de la mortalidad.

*

Por un instante, ella pensó en retomar la escritura del cuento que pausó por la noche. Pero no: se quedó, a mitad de la estancia, sin moverse. Iba a morir, sí, alguna vez moriría. Y, sin embargo, las olas no cesaban. “Siempre una llega”, murmuró. ¿La misma? ¿Otra? No lo sabía.

Volvió su mirada hacia la máquina de escribir. Ahí estaba el cuento, suspendido a mitad de una oración. Ni siquiera había pensado en si era bueno. Sólo escribía por…

A ciertas horas la casa le parecía más grande, como habitada de nada, de silencio. Y entonces se sentaba a la máquina de escribir. El sonido de las teclas era como si, ante un gran lago, se descubrieran unas pequeñas piedras que nos ayudan a cruzar. Así, no importando que la casa le mostrase lo profundo de su soledad, ella la transitaba sin hundirse.

*

Aquel cuento en especial lo comenzó a escribir porque hacía tres días que Felipe, su padre, había muerto. Y lo único que quería, para recordarlo era escribir oraciones con comas suaves que emularan la voz de su papá leyendo: “Ahí estaba su madre en el umbral de la puerta, con una vela en la mano. Su sombra descorrida hacia el techo, larga, desdoblada. Y las vigas del techo la devolvían en pedazos, despedazada”.

*

Las olas parecían llevarse todo. Sí: ella seguía, inmóvil. Ya ni siquiera miraba, sentía el terror de ser sólo un instante. Felipe y después ella: una ola que llega a la costa y es borrada por otra. Un instante sin tiempo.

*

Cuánto le habría gustado calcar en palabras el rumor de una ola que es borrada por otra. Ella se sentaba a la máquina de escribir porque el sonido de las teclas la hacían sentir protegida, ¿de la locura? Ojalá hubiese sido dada la oración, la palabra con la cual decir. Pero sólo tenía comas suaves para hablar de ello: de Felipe, su padre, y de ese rumor incasable, que no llega nunca: el mar. 

*

Ella recordó una carta en la que un amigo suyo le compartió la experiencia que él tuvo al caminar por un cerro. Pero, ante la falta de la palabra justa, a través de subrayar el verbo ver, de colocar en mayúsculas la palabra NUBES y de resaltar en negritas extraordinario su amigo le dijo que, en aquellas laderas, experimentó el milagro tremendo. Pero: ¿qué es el milagro tremendo?, ¿qué el mirar por la ventana y ver cómo las olas se pierden?

*

Los domingos su sobrina, una niña de cinco años, iba de visita. Y, a eso de las tres de la tarde, con pequeños saltos, le decía a ella: “Tía, tía; déjame utilizar tu máquina de escribir”. El resto de la tarde, la niña se la pasaba escribiendo y cada que terminaba una página se la mostraba a ella. Una de las cuartillas decía así: “9 G b k l P 2 P/)”.

Después de mostrar la cuartilla, la niña volvía a sentarse a la máquina de escribir, con una sonrisa marcada por la levedad de su espíritu. Y, hasta que el cansancio caía sobre ella, el sonido de las teclas se dejaba de escuchar.

*

“Sí, quizá eso sea escribir: sólo el acto”, murmuró ella, dejando avanzar sus pies por la estancia. Y continuó: “Sólo es el sonido de las teclas de la máquina de escribir sobre el silencio de la casa. ¿Y la vida? ¿No son acaso estas olas?”. Y, saltando a la silla, dejó a sus ojos reposar en aquel movimiento: Felipe y después ella. Llegando, yéndose. Murmurando en comas suaves: “Siempre, una, llega”.






Ofelia Ladrón de Guevara (Xalapa, Veracruz, 1998). Ha publicado en Punto de partida y en Punto en línea de la UNAM, La Guarida, Literatura de España y América Latina y en La Palabra y el Hombre (UV). Talent Press Guadalajara 2022.
 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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