CRÓNICA / diciembre 2022 -enero 2023 / No. 102

Un planeta, punto por punto



Priscila Rosas Martínez


Al entrar a la sala, lo primero que noté fue que la mayoría de los asientos estaban ocupados por mujeres de la tercera edad. Me sorprendió un poco y a la vez me sorprendí de que me sorprendiera. ¿Cómo no iban a acudir a la convocatoria las personas más expertas en el arte de atravesar una superficie blanda con un cuerpo filoso o, en otras palabras, las abuelas? Supongo que esperaba encontrarme con la ruptura de un estereotipo, pero sólo me topé con la verdad.

A pesar de llegar 10 minutos tarde, no fui la última. No comenzamos las introducciones personales hasta que todo mundo estuvo presente; había un total de 28 mujeres y dos hombres, quienes acompañaban a sus madres. Dijimos nuestro nombre, edad, pasatiempos, además del que nos reunía en aquel tiempo y lugar, intentando que la sonrisa se nos pasara a la mirada sobre el cubrebocas. Algunas mencionaron su relación vitalicia con el hilo y la aguja, otras su amor-odio por los talleres que las obligaron a tomar en la secundaria, una que otra su falta de experiencia, pero sobra de ansiedad que la había llevado a aprender durante la pandemia. Este último también era mi caso.

La exacta razón por la que nos convocaron nadie la conocía, pero, a juzgar por el color de los materiales sobre la mesa y las formas de los dibujos pegados en las paredes, era evidente que no estábamos ahí para tirar puntadas hacia donde se nos diera la gana. Cuando la última asistente terminó de presentarse, la instructora alzó la voz y con el trino de su acento cubano dio a conocer el plan para todo el mes de octubre: a lo largo de cuatro sesiones, bordaríamos a múltiples manos el logotipo del Instituto de Investigaciones Culturales-Museo (IIC) en tamaño king-size, pero transformando su redondez y bicromía en un mosaico de referencias históricas que abarcaría desde la prehistoria hasta la actualidad.

El nombre del taller cobraba entonces un sentido demasiado literal.

El afiche me lo topé una tarde que bajaba por la sección de noticias en Facebook. No proporcionaba muchos detalles, sólo que se llevaría a cabo todos los miércoles por la tarde del mes de octubre de 2021 en las instalaciones del museo de la Universidad Autónoma de Baja California. El título, Todos bordamos nuestra historia, resultaba llamativo. "Si no sabes bordar ¡te enseñamos!", se leía en la parte superior. Yo había comenzado a bordar durante la pandemia, como una actividad sumada a todas las otras que intenté para sentir que aprovechaba en algo el confinamiento. A pesar de que me agradó, no fui constante y lo dejé luego de un rato, por lo que este taller se presentaba como una oportunidad perfecta para retomar el placer de pincharme los dedos.

El logotipo del IIC siempre me ha parecido divertido porque parece una pelotita sumergida en el océano. Sus tres franjas verdes ondulando sobre un costado del círculo negro bien podrían ser un sol observado al ras de las olas en alguna playa extraterrestre. Lo he pensado así desde que era niña, cuando solía tomar el almuerzo en los jardines del museo y jugar a las escondidas con mis compañeros de la primaria entre los maniquíes en exposición, cada vez que nos llevaban de la escuela para un recorrido. Las primarias y secundarias de Mexicali hacen esto al menos una vez por curso; son las encargadas de mantener animados sus pasillos porque, además de las y los escolares, el museo no recibe muchas visitas al día.

Inaugurado en 1977, el IIC-Museo contiene la historia del estado en sus tres salas permanentes, divididas en Paleontología, Prehistoria y Arqueología, e Historia y Cultura de Baja California. No es una cronología muy compleja, pero sí rica en fenómenos; la comunidad Cucapah ha sido la principal testigo de este desarrollo natural, social y urbano. La capital, por otro lado, es una urbe bastante joven comparada con la mayoría de las ciudades en México e incluso con sus vecinas bajacalifornianas, ya que nadie se tomó el tiempo de formalizarla como una localidad hasta principios del siglo XX.

Por motivo del 44 aniversario del museo es que ofertaron el taller de bordado. El objetivo era reconstruir su logotipo de la siguiente forma: la primera de las franjas sobre el círculo contendría dibujos de dinosaurios, cactáceas, pinturas rupestres; la segunda franja abarcaría la vida marina desde sus ballenas y otros gigantes acuáticos, hasta los fósiles que se han encontrado en las costas de la península; la tercera parte la ocuparían figuras humanas, en representación de las comunidades indígenas y los misioneros como primeros pobladores del desierto. El resto del círculo se llenaría con la silueta de los monumentos más icónicos de Mexicali: La Cervecera, la Plaza de Toros, la Pagoda, la Catedral. En otras palabras, se pretendía convertir la pelotita verde y negra en una gran crónica del estado en general y del municipio en particular, a través de las manos de sus mismos protagonistas.

La primera tarde de taller, después de que se nos diera a conocer el proyecto y nos dejaran elegir el pedazo de tiempo que quisieramos bordar, me senté a trabajar en una mesa con otras tres mujeres. Platicando nos dimos cuenta de que, de las cuatro, sólo dos éramos originarias de la región. Entre las otras dos foráneas, una llevaba tanto tiempo viviendo y trabajando en Mexicali que se sentía tan cachanilla como cualquier oriundo. La compañera restante venía de Estados Unidos; su lengua materna no era el español, pero se esforzaba por entendernos y participar en la charla que sosteníamos sobre los aros de madera.

Mientras metíamos y sacábamos la aguja de la manta, ella nos preguntaba de vez en cuando sobre las imágenes que teníamos entre las manos. No estaba familiarizada con las estatuas ni los edificios viejos ni los murales que para las nacidas aquí retrataban nuestra ciudadanía. Desconocía la historia de la tierra sobre la que estaba parada y al mismo tiempo se encontraba bordándola sobre un pedazo de tela. Me parecía irónico, pero no tan diferente a lo que sucedía con el resto de nosotras, pues nuestras familias también provenían de distintos lados del país y del mundo. Algunas somos la primera o la segunda o la tercera generación de mexicalenses; paradójicamente, el no provenir del todo de esta región nos hace representarla por completo.

Baja California es el estado de la república con más población no nacida en él. Mexicali en particular aloja una gran comunidad china, además de las comunidades haitiana y centroamericana que han ido creciendo los últimos años. Vivir la frontera como dinámica del día a día moldea la forma en que percibimos nuestra nacionalidad, sintiéndonos a veces "más p'allá que p'acá". Sin la mezcla de culturas que ha definido a la ciudad desde su concepción, no contaríamos las leyendas que contamos ni cargaríamos con las tradiciones que cargamos. Somos una entidad migrante, movediza, fluctuante. Somos una tierra multifacética, de viento y de sol. El hecho de que una estadounidense, mitad mexicana, estuviera preguntando por una historia que le sonaba a retazos —mismos que remendaba sobre la manta— no me pareció un caso particular, sino característico de estos lados.

A las siguientes sesiones asistió cada vez menos gente. En un inicio éramos treinta personas y para lo último apenas completábamos el tercio. No obstante, el trabajo no se dejaba a medias; cada quién debía hacerse responsable del pedazo de mosaico que había elegido para bordar aun si no se presentaba al taller, pues el objetivo no era que el producto final quedara con vacíos temporales por falta de puntos.

Las asistentes más constantes eran las mujeres mayores. Personas que tal vez no conocían a fondo toda aquella paleontología, pero que habían sido testigos de una ciudad muy diferente a la que habitamos ahora: una capital en la que apenas se inauguraban muchos de los monumentos delineados por el hilo. Observaba a las señoras constantemente, presenciando cómo se iban conociendo unas a otras a lo largo de las semanas de bordado, charlando sobre ese Mexicali que conocieron con su frontera vieja, sus muros de adobe y sus caminos de tierra. Seguido hablaban de los desfiles a los que habían asistido, los discursos de los tantos alcaldes que habían escuchado, las manifestaciones en las que habían participado en medio de un calor del que sólo aquí se tiene evidencia. Recordaban los lagos en los que antes se podía nadar, reproducían las canciones que hace décadas no pasaban en la radio y traían de vuelta el olor de los campos de algodón recién regados, cuando la mayoría aún no se secaba. Y todo eso sobre agujas que no se detenían, pues sus manos y sus memorias trabajaban con más pericia que las de cualquier otro participante del taller.   

El bordado siempre me ha recordado a mi bisabuela. Nació en 1928, un año después de la promulgación de la Constitución del 5 de febrero, por lo que su infancia la vivió desplazándose de un estado a otro mientras la familia buscaba alguna actividad económica que les diera de comer en el México postrevolucionario. De ella aprendí a dar las primeras puntadas cuando era niña, aunque nunca le tuvo paciencia a mis manos torpes que desperdiciaban sus carretes de hilo al anudar toda la parte trasera del aro. Volvía a ganarme su gesto amable cada vez que le ayudaba a insertar puntas en las cabezas de aguja. Se me facilitaba porque yo tenía "ojos nuevos" como decía, mientras que a ella le temblaban las manos cada vez más con los años.

Ella, como tantas otras mujeres, aprendió a bordar cuando nadie le enseñó a leer. Aprendió a hacerse vestidos, a decorar los manteles de su casa, a remendar pantalones de su padre y sus hermanos, llenos ya de parches porque, a diferencia de ahora, antes la ropa se utilizaba hasta el cansancio. Como ella habían aprendido muchas de las señoras del taller; por su cuenta o enseñadas por sus madres o sus abuelas, porque en aquel tiempo había que saber bordar o coser o remendar si se era mujer.

Hay ocasiones, sin embargo, en las que con ello se adoptan otros caminos. El bordado es una herramienta que muchas han utilizado para trabajar, para vivir, para protestar, para empoderar y reivindicar su historia tras siglos de injusticia y discriminación al género femenino. Muchas mujeres del mundo y del tiempo se han aventajado de todo aquello que les fue concedido y negado para generar sus propios espacios y ganar sus propias luchas. Bordar como un medio para relatar ha sido y sigue siendo una forma de resignificar un rol, una restricción que ha transformado sus propósitos y que ahora más que nunca sirve para registrar y comunicar. Es posible que las abuelas no lo perciban de esta manera o al menos no del todo, pero tengo certeza de que en el fondo lo saben bien.

El conjunto de pedazos fue unido por las más habilidosas. El mosaico no resultó simétrico, ni parejo, ni ordenado. Se expuso en la ceremonia de aniversario a finales de noviembre de ese año así como quedó: todo impar, diverso y múltiple. La fuerza de sus costuras unía más historias que las que mostraban los puntos coloridos que daban relieve a los dinosaurios y las torres de los monumentos; esas otras historias se entrelazaban detrás de los aros de madera y se agitaban al ritmo de las agujas impasibles. Historias de mujeres y hombres, pero sobre todo de mujeres, que aprendieron a fundir los obstáculos para forjar sus propias armas.

Historias, además, de todo un Pantone de orígenes: visitantes, oriundos, migrantes, foráneos, residentes, nacionalizados, perdidos y encontrados; gente del otro lado del mar o del continente, gente que encuentra su casa o que la deja, gente que, de donde venga o a donde vaya, queda marcada por su paso entre la frontera y el sol.

Como si tejer una identidad no fuera lo suficientemente difícil, aquí el reto se vuelve destino. No concretarse en una sola significa portarlas todas en alto, no ser de ninguna significa habitar en todas ellas. Puede que el logo verde y negro del IIC-Museo, esa esfera que se sumerge en las olas de un planeta extraño y desconocido, no esté lejos de representar la realidad después de todo; el planeta es aquí. 

Podríamos decir que el título del taller, Todos bordamos nuestra historia, ha superado sus propias barreras de literalidad. A fin de cuentas, a base de agujas, puntos y muchos pinchazos en los dedos, resultó hilándose esta crónica.
 
Priscila Rosas Martínez (Mexicali, Baja California, 1999). Es estudiante de Ciencias de la Comunicación. Fue becaria del Instituto de Cultura de Baja California en 2018 y seleccionada para la primera estancia literaria "Muros de Agua José Revueltas", llevada a cabo en Islas Marías en 2021. Fue correctora de la Revista Cultural Escafandra y columnista para Teresa Magazine. Cuenta con textos publicados en medios físicos y digitales. Su crónica "Un planeta, punto por punto" recibió una mención en el Concurso 53 de Punto de Partida.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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