CUENTO / diciembre 2022 - enero 2023 / No. 102

Cosas de familia



Mariana Cruz Mora



Podría decirse que mi infancia fue como la de cualquier otra persona, al menos como la de cualquier niño de la zona. El poblado en el que vivimos es pequeño y durante mis primeros años de vida había una permanente sensación de inseguridad, como si en cualquier sitio pudiera acechar algún peligro, en parte por una violencia persistente que azotaba diversos pueblos, en parte por las creencias de las personas de la zona, que veían a sus muertos por todas partes aunque tuvieran luz eléctrica. En ese contexto, la sobreprotección de mi madre no resultaba alarmante, sino deseable. Mi hermana y yo íbamos a la misma escuela a la que iban todos los niños de varios kilómetros a la redonda y crecimos sintiendo que éramos comunes.

No fue sino hasta que mi hermana deseó dejar la casa que nos enteramos de lo poco que nos parecíamos a otras familias. Una niña que presumía siempre de una espléndida residencia cerca de la playa invitó a mi hermana a pasar un par de días con su familia. Sin dudarlo, Ana ya había planeado todo lo que haría junto al mar, con sus dos días lejos del ojo vigilante de mi madre y de la severa mirada de la abuela. Su entusiasmo duró sólo hasta la hora de la cena, cuando avisó a la familia sus planes. Mi abuela entonces dejó su taza de café sobre el plato de porcelana china que usábamos para los viernes y los fines de semana y sin despegar los ojos de mi hermana le pidió a mi madre que hablara “con las niñas”. Se levantó y se fue a su cuarto.

Esa noche, mientras secábamos los platos, mi madre nos habló de la enfermedad o la maldición, o el cuento de viejas, como lo llamaba Ana, que acosa a nuestra familia. Con lujo de detalles, nos contó cómo todos los parientes que dejaron la casa por más de 48 horas seguidas, simple y llanamente, murieron, casi todos de fallas orgánicas (hasta ahora sólo hay una muerte por accidente de auto). Al menos eso se sabía por la mamá de mi abuela, nuestra bisabuela, que siempre contaba cómo un soldado extranjero que pasó medio perdido por el pueblo le dejó dos niños en el vientre y esa maldición, para que ella no pudiera ir a buscarlo nunca. Juntos habían plantado una higuera en el patio trasero de aquella casa, como símbolo permanente de un amor que duró como dos meses.

El soldado de ojos claros se marchó una madrugada dejando una carta en la que explicaba que aquella semilla echaría raíces en la sangre de toda su familia y que ninguna persona podría alejarse de la tierra de ese patio más de dos días con sus noches. Mi hermana y yo escuchamos con la boca abierta cómo el tío Joel había muerto de un infarto a los dos días de haberse peleado con su madre y decidido emigrar entre gritos y portazos, cómo el hermano de mi abuela había caído en una barranca, tras convulsionar en la madrugada del tercer día de viaje a pie, cuando una manada de hombres lo había convencido de buscar suerte en otros poblados. Y hasta los padres de la bisabuela, que murieron antes de iniciar un viaje de placer, cuando la familia era la más rica del poblado, pues fue el tatarabuelo quien instaló los postes de telégrafo, y después teléfono, en toda el área. 

Ana tenía entonces 9 años y su temperamento revoltoso ya comenzaba a notarse en todos los rincones de la casa, su canto desentonado pero persistente llenaba hasta los cuartos vacíos y empolvados de ese sitio, demasiado grande para mi abuela y mi madre y demasiado viejo para dos niñas. Yo siempre tuve un carácter más cohibido, el nerviosismo de mi madre se me contagió desde pequeña y me daba miedo incluso bajar las escaleras con prisa, siempre demasiado obediente, siempre demasiado callada, siempre incapaz de defender a mi hermana. Dos años más pequeña que yo, Ana siempre fue la mayor, actuaba con una fiereza que rayaba en la violencia, pero justa, leal y cariñosa. Diría quizá que sólo un poco caprichosa.

Y con ese carácter me mantuvo despierta el resto de aquella noche, mientras vacilábamos entre el escepticismo y el asombro, sin entender realmente los alcances de lo que acabábamos de escuchar.

No puedo decir que el resto de nuestras vidas fuera realmente infeliz. Mi madre y la abuela, aunque inflexibles y un tanto frías, se preocupaban por nosotras, pero los límites eran muchos y constantes, las expectativas a veces alarmantes. Además, sobre la casa pesaba una sombra que la hacía sentir como si dentro no pasara el tiempo. Aunque vieja, polvorienta y un tanto mohosa, los tapices se conservaban siempre iguales, la madera que no recibía ningún mantenimiento no parecía ni más ni menos saludable conforme cumplíamos años e incluso ahora luce exactamente como la recuerdo en mi niñez.

El gran problema de esta enfermedad es que te hace creer que puedes ser como cualquier otro, te deja respirar el aire de la carretera, disfrutar de una sola noche bajo las estrellas y luego te cierra la puerta. Mi inclinación por la ciencia acabó en una poco deseada carrera de Enfermería que ejercí mayormente en casa. Mi madre siempre dijo que todo tenía un lado positivo y es que al parecer, si permanecías en casa como lo dictó aquel extraño años atrás, tendrías una vida longeva y una muerte tranquila, un consuelo que sin embargo no podía borrar los achaques de la edad; los últimos años de la abuela estuve atendiendo todo cuanto pude, hasta que perdimos la cuenta de los años y murió en cama, tranquila, sí, pero en una casa ensombrecida por el rencor creciente que sentíamos todas al encerrarnos en ella, odiándonos un poco más a cada rato.

Mi hermana en cambio no hizo una carrera, sus deseos estaban mucho más allá de las tres horas de camino a la universidad más cercana; en realidad estaban enraizados en los tablones quejumbrosos del comedor de aquella casa, en el corazón de aquella prolífica higuera que guardaba lo único que no podíamos tener. En la tierra, enterrado, estaba el deseo de mi hermana de tirarlo todo a golpes y partir hacia otra vida.

Ana siempre quiso ir más lejos. Y quizá yo también, pero era más grande mi temor que cualquier arrojo.

Uno o dos años después de la revelación leímos Drácula, un título que nos parecía que guardaba un secreto como el nuestro y que nos hacía sentir como las novias de aquel sádico personaje, fascinadas por el infinito mundo que ofrecían los amplios salones de un castillo venido a menos, que mucho se parecía a nuestro hogar. De esos libreros sacamos un gran número de historias, pero ningún tomo viejo y polvoriento llenó nuestra cabeza como el relato de Jonathan Harker y quizá ninguno nos regaló una ilusión tan grande. Viajar con los cajones de una inagotable libertad, de tierra que podía seguir nuestros pasos para descubrir el mundo, en lugar de enmohecernos hasta los huesos entre los muebles, la ropa vieja, las cajas llenas de retratos de personas que nunca conocimos y antigüedades, acabó por poblar nuestras pesadillas, un laberinto sin salida cuyas paredes eran siempre iguales, un sueño que nos persiguió por muchos años.

No puedo decir que creyera alguna vez al pie de la letra esa historia, pero siempre mi temor y la angustia de mi madre podían más en mi conciencia que cualquier escepticismo, al final quizá no fuera cierto, quizá todos habían muerto como mueren muchos otros, pero traicionar la mirada de la abuela o arrancarme de los brazos de una madre que lloraba en el teléfono apenas unas horas después de verme salir de casa no me parecían opciones. Nunca fue muy cariñosa con nosotras, pero su llanto resultaba contagioso, angustiante, doloroso. Y quizá era el vínculo que nos convencía de que éramos sus hijas.

Ana en cambio toda su vida clamó que aquello era un invento, un cuento, un pretexto para quitarnos la vida que perdíamos entre las angustiosas paredes de esa casa. Llegó a gritarle a los cuadros que todo era un invento y reclamarle a mi madre, con los puños tensos, que su único deseo era mantenerla atada, como un castigo por su temperamento. Pero también sé perfectamente que para sus adentros la cosa era real. Más de una vez desafió el tiempo casi hasta sus límites, rozando la última campanada entre susurros porque era yo quien le abría la puerta de la cocina para que entrara. Ni siquiera en sus años más rebeldes se atrevió a pasarse de la hora.

Resulta obvio que fuera ella quien urdiera un plan. Cuando cumplió 22 años estaba segura de que lo lograría, de que no había nada que temer. Consiguió un auto que fue arreglando poco a poco y así calmó su ímpetu, dejó de luchar con mi madre porque sabía que pronto se atrevería y guardaba para sus adentros esa satisfacción, esa victoria adelantada. Al menos al interior de la casa, había una esperanza de cambio que desafiaba la naturaleza perenne de los tablones húmedos.

Ana me repetía todas las noches de aquella temporada que todo era una mentira, que la supuesta enfermedad no era más que una historia y cada noche marcaba un calendario hasta su fuga. Su emoción la hacía parecer una chiquilla, trepada en los colchones, blandiendo una espada. Hablamos muchas veces de irme con ella, pero muchas veces también me arrepentí, nunca me sentí realmente capaz de dejarlas. Ella decía que no se trataba de no volver jamás, sino de atravesar esa frontera, pero su ambición era no volver a ver la casa ni su condenada higuera.

Cuando se acercaba su fecha prevista comenzamos a ponernos muy nerviosas. Mi ansiedad por su partida me destruía por dentro, mientras que a ella le alimentaba un frenético deseo que no cedía terreno. Cada vez se parecía menos a ella; había, sin duda, algo de locura entre nosotras que no podía ser invisible. Pero se acercaba la única noche del año en que mi madre y abuela salían del pueblo. Visitaban el panteón cada 30 de abril, la fecha de muerte del tío Joel, el hermano de mi madre. Su cuerpo no estaba en el cementerio, era sólo un ritual que habían guardado desde entonces, quizá también para convencerse de su impuesto encierro. Esa salida las ponía nerviosas, tenía que ser un plan muy minucioso para que se lograra en las 48 horas, por lo que la agitación en casa se escondía.

El 30 de abril era nuestra fecha favorita. Desde que éramos muy chicas nos dejaban en casa esa única noche: decían que llevar a dos niñas sólo implicaría retrasos, así que mientras íbamos creciendo, esa noche se convirtió en nuestro amuleto. Al principio sólo acumulábamos golosinas y contábamos historias en el comedor, colgábamos un par de sábanas y la casa dejaba de existir. Conforme fue pasando el tiempo, aprendimos a utilizar esa valiosa noche para hacer de todo. Muchos años encendimos una fogata en el patio y bebimos alcohol hasta olvidar la casa, el tiempo, nuestros nombres.

Quizá sólo fuera que la huella de la ficción se guardó en nuestras conciencias, pero entre nuestras discusiones concluimos que llevarse un poco de tierra haría la diferencia. A pesar de todas sus certezas, Ana no dudó jamás de este hecho. Aun si todo resultaba cierto, llevar tierra en la cajuela la salvaría a fin de cuentas. Si Drácula había llegado a otro continente, Ana podría llegar a la ciudad.

Así, la tarde del 30 de abril, preparamos limonada, vino y salimos al patio. Con el sol a nuestra espalda cavamos. Hicimos un agujero junto a la higuera, tan profundo como pudimos hacerlo. Al caer el día, la oscuridad nos hizo el favor de esconder cualquier secreto, cualquier tesoro y cuando no pudimos más, sacamos varios kilos de tierra que guardamos en un cofre, una antigüedad cualquiera que encontramos en las habitaciones de la casa. Lo llenamos hasta el tope, lo cerramos con candado. Ana parecía feliz; yo sentía que habíamos profanado las entrañas de la mismísima abuela.

Esa misma noche guardamos sus cosas en el coche. Esperaría su regreso para comunicarles que se iría, sin día siguiente: ése sería el momento.

Al final montamos una tienda con sábanas en el comedor y nos contamos secretos, como cuando éramos niñas. Creo que fuimos felices ese día. Antes de quedarnos dormidas, Ana rellenó con tierra un guardapelo que encontramos y me hizo prometer que un día me iría con ella.

El drama subsecuente me quitó por mucho tiempo la cálida sensación que sembramos esa noche. Hubo muchas lágrimas. La abuela se encerró en su cuarto, mientras mi madre lloraba de rodillas en la higuera. Toda la ira que se había acumulado en Ana los últimos días salió a borbotones en ese último intercambio de palabras y con un frenetismo que me hizo desconocerla dejó la cochera en un par de volantazos.

Ana no logró comprobar si la maldición era cierta. Su coche se volcó en la carretera, apenas un par de horas después de abandonar la casa. Nosotras nos enteramos exactamente dos días después, cuando llamó un vecino del pueblo que salía con su familia y vio el coche por casualidad.

Mi madre no volvió a llorarle. Quizá la abuela tampoco. Una sola vez vi un rastro de pena en ellas. Había salido a comprar el mandado y cuando volví las encontré en total oscuridad, con las cortinas cerradas y las luces apagadas. Cada una mirando en dirección opuesta, en total silencio, no pude escucharlas respirar siquiera y llegué a pensar que se habían muerto, pero encendí una luz y ambas me miraron como si no pasara nada. Como si Ana estuviera cantando en los cuartos de arriba o como si nunca hubiera existido. Nunca volvimos a hablar de ella, salvo la noche en que murió la abuela, cuando al verme me preguntó si mi hermana tardaría en volver.

Hace ya 30 años que vi a Ana por última vez. Sus ojos desorbitados y el grito desesperado de mi madre me hacen preguntarme si la maldición no sería precisamente ésa. Orillar a la muerte a quien se marcha, arrumbarlo en el olvido o fingir que existe en algún sitio.

Aquí constantemente siento como si no pasara el tiempo, a veces, incluso, como si el mismo día se repitiera hasta la náusea, como si yo tuviera la misma edad desde el inicio de los tiempos. Pero esta noche hay algo extraño. Mi madre ya no está. Murió finalmente esta mañana, sin decir últimas palabras, sin una última voluntad, sin testamento. Sigue ahí, como dormida en su cama, con los labios apretados, los puños cerrados, con el cabello trenzado y su expresión de siempre, de miedo. La casa permanece, como ha sido la casa desde siempre, con su higuera al fondo, sus ventanas sucias, los cuartos mohosos y el piso cubierto de polvo. Así era, así ha sido.

Yo me dispongo a salir de las tinieblas. Tengo el guardapelo que me dejó Ana en la mano, aún tiene la tierra que sacamos esa noche, pero tampoco tengo miedo. No puedo perder una vida que no fue mía nunca. Cerraré esta puerta y tiraré la llave.





Mariana Cruz Mora (Ciudad de México, 1991). Egresadx de Lengua y Literaturas Hispánicas de la UNAM. Forma parte de Colectivo Distopías, grupo autogestivo con 10 años de vida. En 2018 obtuvo un premio en el concurso Es más la esperanza, organizado por DEMAC, A.C.  

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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