CUENTO / diciembre 2022 - enero 2023 / No. 102

Rostro hablado



Emilio Contreras



Le molestó el taconeo del hombre, el arrastre de la maleta rodante, que echara cerrojo a la puerta de los baños. Eduardo comprendió la prisa de las piernas, firmes como la porcelana blanca del inodoro donde estaba sentado, y contrajo las suyas. Se limpió la nariz en silencio con un poco de papel, fastidiado de que lo hubieran interrumpido, pero, cuando giró el rollo al interior del dispensador colocado a la altura de su cabeza, el chico reparó en la profundidad de cada sonido. Al menor contacto concluyó que podría delatarse su involuntario ocultamiento. No supo por qué lo primero que sintió, en lugar de curiosidad o disgusto, fue miedo.

Y es que habiéndose descalzado el hombre dejó caer cual bulto su maleta de fibra carbónica, según entrevió Eduardo a través del quicio entre la puerta cerrada, la bisagra de zinc y la mampara verdosa que cancelaba cualquier posibilidad de huida. Enseguida oyó el cierre correr a lo largo de la valija donde se transportarían quién sabe qué cosas. A Eduardo le habían dicho, casi con irritación, que resguardara a toda costa su bolso, que había puesto sobre la taza, cuando esperara el autobús. No recordaba si fue su padre quien lo dijo, todavía en el coche tras el silencio incómodo, o mamá cuando le marcó la víspera para anunciarle que volvía con ella. Pero se sentía parco en ideas ahora que se preguntaba cuál sería su siguiente paso.

Bajó la vista y calculó sí cabría entre el borde metálico de las mamparas y las losetas rociadas de orina. Podría desplazarse pecho tierra hasta el primer cubículo, abrir y correr hasta la puerta. Pero entonces recordó el clic tétrico que recién había sonado. Se estremeció ante la imagen de verse a merced de un desconocido que parecía estarse desnudando y hablar consigo mismo.

¿Tendría un teléfono? Según los espacios, carraspeos y tragos de saliva, Eduardo oía quizás a un interlocutor al otro lado de, ¿qué? ¿De la puerta, las baldosas heladas, la plancha de azulejo donde habían escarbado los lavabos y los dispensadores de jabón? Esa ausencia se extendía debajo del rumor sordo de las prendas cayendo alrededor de las piernas, los pies en calcetines de algodón blancos, cerca de un desagüe ensombrecido por la inquietud del hombre, tan plomiza como las chapas que rodeaban a Eduardo. Murmuraciones como estas:

—Porque mi padre también era un imbécil, amigo mío. ¿Hay otra explicación? —La voz levitaba y se filtraba por las rendijas para enroscarse en los oídos del chico. Sí, debía ser eso: él había quedado accidentalmente en medio de una conversación entrecortada, de modo que acercó su cabeza, estirando todo el cuerpo hasta la puerta color menta, suspendida lo suficiente como para que cualquier visitante del baño observe las pantorrillas y los pantalones bajados del ocupante de cada retrete, en circunstancias normales. La oreja del chico, ya pegada, cribó algún acento sureño; por cuenta propia, la nariz olisqueó notas de alguna fragancia cítrica y alcanfor que, aperladas en sus fosas, le generaron a Eduardo unas ganas irremediables de estornudar. ¿El extraño se acababa de echar colonia?

Volvió a contraerse, ya sin oír que el hombre discutía con el otro interlocutor una cuestión de bienes mancomunados. Eduardo llevó su antebrazo a la cara, aplastó la protuberancia nasal y oprimió con todas sus fuerzas el espontáneo congestionamiento. Un hipo molesto, como bien diría su padre, y se le ocurrió, mientras una tela húmeda caía de su nariz hasta su labio, que padre se asomaba por debajo del hueco izquierdo y lo regañaba como en los partidos de fútbol impuestos, cuando Eduardo perdía la pelota o se la robaban, y volteaba a las gradas y veía a su padre con el mismo taconeo de la suela, impaciente, cuyo redoble despojaba a la afición de ruidos para punzar el oído de Eduardo, para hacerle ver de nuevo su decepción. Era como la de las cenas frugales que tanto asqueaban a Eduardo o de los regímenes y ejercicios a los que su padre lo había sometido por meses, sin resultados.

Después de que ahuyentó de sí aquel espectro, Eduardo volvió a espiar por la rendija, hecho una bola y soportando la presión de sus piernas contra su abdomen. De otra forma no podía concentrarse sin que el desequilibrio se le apareciese como una pronta certeza. Y le pareció que quien estuviera del otro lado, ahora canturreando y nombrando ma chérie a quien oía todo eso, chasqueaba los labios y seguía entreteniéndose tirando al suelo boas magentas, medias de nylon, abanicos, narguiles de utilería, camisas de hombres, una de las cuales lucía una sonora huella de rouge en el cuello blanco. Se oía, asimismo, que ensayaba besos exagerados. Acaso lo hiciera frente al espejo, rotando en su centro. ¿Bailaría para sí?

El desconocido soltó una cosmetiquera entre plastificada y cubierta de lentejuela plateada, de la cual rodó hacia Eduardo, apenas interrumpido por la lisura de esas baldosas húmedas, un labial que se detuvo casi a donde debieran estar los pies de Eduardo, de haberse encontrado en una situación común. El joven repuso su aliento amortiguado y a grandes pujidos buscó la manera de extender su brazo derecho hacia ese artículo. Mientras tanto, con la cabeza casi entre las rodillas, comprendió por las sacudidas que el hombre estaba ya removiendo las prendas y regresándolas una a una a la maleta.

—¡Óyeme, cabrón! No me grites, que se me cayeron unas cosas —su voz se acomodaba a una delgadez inusitada, que le inculcó a Eduardo la creencia de que era un actor algo afeminado. ¿Estaría ensayando a distancia? Quizás fueran las partes de un guion, aprendidas de memoria. Entonces el chico podría salir y resolver el malentendido con cualquier excusa. ¿No traía sus audífonos? Podía ponérselos y hasta desoír los hipotéticos reclamos de ese hombre. No haría falta mayor prueba. Pero, de ser así, ¿por qué había echado cerrojo?

Entonces Eduardo pensó en la incomodidad futura, y el agobio cayó desde arriba, desde donde su padre, asomado, le pedía que le salieran agallas para huir, aunque quizás tuviera que convivir con él el resto del viaje hacia casa de su madre, sí, para refugiarse porque no había podido soportarlo, y la imagen se desplomó a medida que el brazo del muchacho tocaba ya la tapa del labial. El hombre había recogido la enorme boa y, bajo ella, sus dedos huesudos palparon la cosmetiquera con la boca abierta.

—Perroni, óyeme, chulito, las cosas que te dije no eran para tanto. Por eso tomo el bus, para remediarte, obsequiarte con unas delicias. Receta de mamá, ¿cómo ves? —Y además Eduardo escuchó que ponía la cosmetiquera sobre el lavabo y no vacilaba en realizar el conteo—: Una paleta de sombras compacta, polvo facial, delineador, enchinador de pestañas y debían ser cinco labiales. Sólo había cuatro. Falta el mate, carajo. ¡¿Eh?! No es contigo —soltó en un exabrupto.

—Echo el cerrojo y veo que no hay nadie —continuó—. Se me hace raro, a esta hora en la estación. ¿No te ha pasado, Luisa? —¿Luisa? ¿No era Perroni? Eduardo apenas tenía tiempo para confundirse, porque ya sus dedos habían sujetado el labial que puso ante sus ojos: mate y una gradación en líneas abstrusas que explicaban el uso del objeto.

—Y entras aquí para echarte una espolvoreada magistral. —Eduardo puso lo más cerca que pudo su pie del lado izquierdo del retrete, sin sentir las lágrimas de sudor en sus mejillas, para devolver el cilindro a una de las baldosas de mayor alcance—: Se te cae todo del puro coraje, de no recordar nada agradable en tu vida más que puros regaños, disgustos con lo que eres y fracasos como el nuestro, amor, como las palabras ausentes. Y traer aquí, por ejemplo, tu labial mate, que es lo último tuyo que conservo. Y ahora perderlo. ¿Dónde estará?

Entonces Eduardo se maldijo por las lonjas bulbosas que le impedían mayor flexibilidad, pero, contra sus propios pronósticos, logró que el labial reposara al alcance del desconocido. Si el hombre había visto una manita rechoncha manipular el rouge, ya no le importaba. Eduardo se sentía exhausto. Tanta opresión contra su estómago le había producido el deseo de aliviarse la vejiga.

Eduardo vio la mano de marfil tomar el labial y los pies delgadísimos y blancos pararse frente a la puerta. La cantinela había terminado. La puerta se movía contra las bisagras y recibía una clase de golpecitos que, a falta de ímpetu, descartaron en la mente de Eduardo cualquier tentativa de intrusión. Eduardo tuvo ganas de llorar. Aunque una opaca superficie los separara, el chico sentía una visión rayos x penetrar la puerta y su ropa y verlo desnudo, ovillado sobre el retrete, incapaz siquiera de hacer pipí con soltura en un baño público. Oyó que fingía otro beso, un golpecito. Si se asomaba por el intersticio inferior, Eduardo le patearía la cara, no importaba si era la fantasmagoría de su padre o alguien más.

Al cabo de unos segundos, los pies en calcetines retornaron al lavabo. Eduardo oyó cómo todo era recogido, el carraspeo profundo, el cierre de la maleta y el chorro de la llave. Un porrazo contra la barra del dispensador de jabón y después el revolvente y grasoso pedorreo de la espuma formándose en las palmas. Como si nada hubiera ocurrido. Luego la justeza del papel, el tronarse de la servilleta antes de que el hombre agitara sus manos y salpicara las losetas. Quitó el cerrojo, puso las rueditas sobre el piso y partió. Tímido, Eduardo puso el otro pie sobre su pedazo de suelo. Sin olvidar el bolso, abrió la puerta hasta donde cedieron las bisagras, con un firme empujón, y halló el baño vacío. Miró en ambas direcciones. Nada.

¿Se había quedado dormido en el baño? ¿Soñó la voz? Lo juzgó improbable. La puerta, bien abierta, empezó poco a poco a regresar a su estado original. Eduardo se lavó la cara, las manos y ante el espejo notó sus mejillas caídas y sonrosadas, sus ojos enrojecidos y el cabello al rape por orden de su padre. Ahora quería a mamá. Nunca la había extrañado tanto: sus guisados, postres, besos, arrumacos y todo en lo que lo consentía. El rechinido de las bisagras. Qué bueno que se estuvieran separando, pensó tras volver a empaparse la cara; pero, con los ojos entreabiertos y gotas colgando de sus pestañas, advirtió algunos símbolos sobre la entrada que no estaban cuando se metió a llorar. Dio media vuelta.

Escrito con labial mate decía: “Gracias por oírme, guapo. Para ti, el show”. A su lado, la huella de un beso impresa sobre la puerta.





Emilio Contreras (Xochimilco, Ciudad de México, 2000). Licenciado en Estudios Literarios por parte de la Universidad Autónoma de Querétaro. Escribe cuento, poesía y ensayo. Corrector y editor de Revista Enchiridion, auspiciada por la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Querétaro. Ha publicado en Revista Poetómanos (Nayarit, digital, 2022), Revista Enchiridion (Querétaro, impresa, 2022), Revista Irradicación (Ciudad de México, digital, 2022), Herederos del Kaos (Barcelona, digital, 2022), Mitote Literario (Fanzine queretano, impreso, 2021-2022), Revista Deméter (Querétaro, digital-impreso, 2022), El coloquio de los perros (España, digital, 2022), Grafógrafxs (Estado de México, digital, 2022) y Casapaís (Uruguay-Venezuela, impresa-digital, 2022). En estas últimas revistas ha publicado con el pseudónimo de Miroslava Palacios. Fue seleccionado para la antología de literatura queretana Letras de atar 2022. Recibió el segundo lugar en el Concurso de Cuento Ignacio Padilla 2022, bajo el pseudónimo Eusebio Navarrete, con el cuento “Jouhatsu”.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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