CUENTO / febrero - marzo 2023 / No. 103

La colonia que me habita


Susana López Siller





Todas las veces que comí tierra lo hice por una misma razón: los gusanos de mi panza no tenían donde acomodarse. A veces me subían a la cabeza con lentitud y extrañeza, es ahí donde me desordenaban las ideas. Por eso la tierra, para que volvieran a bajar y se enterraran detrás de mi esternón.

He comido tierra desde que tengo memoria, comencé a los seis años y lo sigo haciendo ahora. Aunque siendo sincera no todo ha sido culpa mía, sino de mamá. Por sus galletas de barro para las náuseas durante el embarazo de mi hermana. Recuerdo la primera vez que la abuela le llevó la bolsita de celofán con las pequeñas tortitas color barro, cómetelas Maricarmen, esa niña viene con mucho pelo por eso el antojo. Lo supe desde que las vi, eran lo que me hacía falta para detener el remolino que se me armaba entre los ojos por las noches. 

Las probé a escondidas de mamá, la abuela y mamá Catalina, mi bisabuela.

Por la noche y a escondidas, entré al cuarto que mi abuela había designado como alacena. Hurgué por todos los rincones, removí bolsas de fideos, frijoles y lentejas; cargué la pesada caja de refrescos de vidrio y volteé al revés los tarrones de dulces. Mi desesperación era tal, que escalé los peldaños equilibrando mis pies por la orilla hasta que llegué al nivel más alto y detrás de las marquetas de cajeta de membrillo, las encontré. Comencé a masticarlas con los ojos cerrados, sintiendo la tierra seca y áspera bajar por mi garganta. Lo hice cada noche por dos meses hasta que mamá dejó de tener náuseas y la abuela nunca más volvió a llevar las bolsitas. 

Tuve que resolverlo entonces de otro modo. Durante las tardes lluviosas, salía al patio y pasaba mi lengua por las macetas de barro de la abuela. Con mis dientitos intentaba roerlas, despacio, sin prisas. Sólo algunos granos de tierra llegaban a mi garganta, pero eso bastaba para aplacar los gusanos y dejarme dormir.

Para cuando la tierra se había vuelto necesaria para mí, soñaba por las noches que me enterraban en el jardín trasero de la casa. Que entre las dos higueras de la abuela yacía dentro de un pozo del tamaño exacto de mi cuerpo en donde montones de tierra caían encima de mí, mientras yo, quieta, abría la boca y extasiada la saboreaba. Ya sin gusanos, remolinos o llanto.

La abuela comenzó a notarlo. Esa niña está apendejada, Maricarmen, le decía, mientras yo a la hora de comer pensaba en que ojalá lloviera y se empaparan las macetas. Victoria, deja de ser tan boba mijita pareces mensa, me decía mamá entonces.

La bisabuela murió cuando cumplí doce años, ella tenía 102. El entierro fue rápido y pequeño. El padre Pantoja, mi abuela y sus dos hermanas, mi madre y el tío Horacio. Mamá lloraba desconsoladamente como si la muerte no se hubiera paseado por la casa durante la última década. Al terminar la ceremonia logré rescatar una botella de coca-cola tirada en el panteón. Tomé puños de tierra de alrededor del féretro de la bisabuela y la guardé en el plástico aplastado con la etiqueta descolorida. Ay, mija, quieres algo para recordarla, ¿verdad? Me dijo el tío Horacio. Sí, claro, le respondí, y guardé la botella en la mochila de mezclilla que llevaba en la espalda. En el cementerio, no dejé de pensar en lo afortunada que era mamá Catalina.

Justo después del entierro empecé la secundaria, donde conocí a Adriana. Nos encontramos en el rincón detrás de los baños en nuestra primera semana de clases. Yo trataba de buscar dónde sentarme a comer tierra, y ella fumaba un cigarro que le había robado al novio de su mamá la noche anterior.

¿Qué haces aquí sola? Me preguntó cuando me vio. ¿No te han contado de las apariciones del demonio aquí? Pues son verdad: la última vez Bety se lo topó en uno de los baños de niñas mientras hacía pipí. Estaba ahí sentada meando muy a gusto cuando empezó a oler a azufre, entonces se asomó por debajo de su baño y que ve el par de pezuñas negras con patas rojas. Salió corriendo tan histérica que la falda se le quedó atorada adentro de los calzones. Desde entonces nadie viene para estos baños. A mí me vale, el diablo me hace los mandados.

Mientras me contaba sobre demonios, niños que había atropellado el tren que hace mucho pasaba por la calle de enfrente y señoras que terminaban aventándose al barranco porque el marido las engañaba, yo no hacía más que acariciar la tierra sobre la que me sentaba. No me la comí, al menos no con ella al frente; los gusanos se arrullaban con el sonido de su voz.

A Adriana no parecía importarle que no saliera sonido de mi boca cuando nos sentábamos a fumar en el receso. A mí me gustaba que no esperara una respuesta, no como la doctora Lorena con la que me había mandado mamá, quien quería que me sacara las tripas y se las pusiera en su escritorio de madera, analizarlas con una lupa y así creerme que los gusanos ya eran colonia y que controlaban la mayor parte de mi cuerpo. 

¿Y si acercas manzanas a tu boca? A lo mejor así los gusanos las huelen y se te salen por los orificios, me dijo Adriana la primera vez que la invité a mi casa y le enseñé la botella de coca-cola del entierro de mi abuela. No se asustó, ni siquiera le dio asco. Hay peores cosas que podrías comer, dijo. Mamá estaba contenta porque llevé una amiga a casa. Era la primera vez. Adriana y yo nos encerramos en mi cuarto y nos sentamos a fumar en la ventana. No hablamos mucho, pero por primera vez en mi soledad me sentí acompañada.

Desde entonces, comenzó a llevarme puñitos de tierra todos los días a la escuela. Los echaba en bolsas de plástico que se encontraba tiradas o a veces en botes o latas viejas. Ésta te la traje del parque de por la casa, ésta otra de afuera de la frutería de don Luis, este otro puñito se lo agarré a unos maistros que andaban echando concreto en una casa en la colonia. Adriana me llenó de tierra de todos lados, como souvenirs de viaje, y por las noches dejé de sentir el ir y venir de los pequeños cuerpecitos dentro de mí.

Los fines de semana comenzamos a salir y Adriana se quedaba a dormir conmigo casi todos los sábados. Oye mijita, ¿que esa niña no tiene casa o qué?, se quejaba la abuela. Déjala mamá, ¿no ves que son amiguitas?, le respondía mi madre. La verdad es que Adriana en efecto no tenía casa, vivía con el novio de su mamá, quien fumaba todo el día y le gritaba que era una malagradecida, una puta igual que su madre, un estorbo, una carga. Me caga su olor que impregna por todos lados, me decía, pinche viejo rancio.

Por mi parte, las visitas a la doctora Lorena cada vez se hicieron menos frecuentes, no porque haya dejado de sentir remolinos, sino porque mi madre lo olvidaba ahora que me veía acompañada. Mi cuarto estaba adornado de botes, botellas, latones y todo tipo de recipientes que Adriana me daba, aunque esa tierra no me la comía, la celaba y la atesoraba.

Para cuando íbamos a graduarnos de secundaria, Adriana dejó de ir a la escuela. Un día como cualquier otro en el que había salido el sol igual que el anterior. Sin aviso ni despedida, simplemente se esfumó. Me quejé con la maestra, con la coordinadora y con el director. Comencé a temblar al tercer día que no apareció. Me escondí en nuestro rincón y comí puños de tierra hasta que la lengua me comenzó a sangrar por la cantidad de piedras que la raspaban. Nunca conocí su casa, no sabía dónde buscarla aparte del número de celular que ahora tenía desconectado.

Los días pasaron y me fui acabando los puños de tierra que me había regalado. Me encerré en mi cuarto y me rehusé a comer. La doctora Lorena fue a visitarme pero no hubo palabra que pudiera decirle, dejé de tener control de mi cuerpo y ahora los gusanos se hacían cargo. Al llegar a la última botella de agua, descubrí la etiqueta que aún seguía pegada a medias: Jardines del Santo Cristo, el panteón donde se encontraba Mamá Catalina.

Como pude, con pasos torpes, los brazos paralizados y los gusanos pidiendo montones de tierra, logré llegar al cementerio. Me acerqué a la tumba de mi bisabuela, y ahí a un lado, la encontré:

Adriana Sofía Vázquez Torres

2002-2017

Querida hija y sobrina

Siempre he comido tierra. Comencé a mis seis años y lo sigo haciendo ahora. Encontré un espacio a un lado de Adriana, desde donde abro la boca y puños de tierra caen encima de mí, mientras yo, quieta, abro la boca y extasiada la saboreo, ya sin gusanos, remolinos o llanto.






Susana López Siller (Saltillo, Coahuila, 1991). Mamá de Mateo y Marcelo. Es licenciada en Psicología por la Universidad de Monterrey y egresada de la primera generación del Diplomado en Escritura Creativa y Crítica Literaria de la UNAM. Ha colaborado con la Revista NES en su formato digital escribiendo en su columna “Mujer Primero”, así como en su primera edición de libro impreso. Está interesada en los temas relacionados con la maternidad, la salud mental y la igualdad de género.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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