El rodar de la bicicleta por mi camino
Ernesto G. Almaraz
Mi primera bicicleta apareció junto al árbol de Navidad un día de Reyes cuando tenía nueve o diez años. Era una Chopper tipo vagabundo, rodada 20, color azul metálico, cuyas etiquetas decían “Mini ciclopista”. En mi entorno se veían pocas bicis, a menos que fueran las del lechero o el panadero. Pasé una etapa en la que los patines ajustables con ruedas de fierro eran la sensación.
A mi familia se le ocurrió festejar el día de Reyes con un paseo a las pirámides de Teotihuacán. Como se pudo, subieron la bicicleta al coche y partimos. Creo que no fue una buena idea para aprender a andar en bicicleta: era un terreno arenoso y con una ligera pendiente. Mi madre me llevaba sujetado del sillín y cuando tomé velocidad, debido a la inercia de la bajada, me soltó y caí. Me quejé amargamente mientras pasó el dolor. Después de un par de caídas más tomé confianza, mantuve el equilibrio y tuve el placer de desplazarme solo.
Así comenzó una buena aventura con la bicicleta. Al regresar a la colonia, considerando que pocos tenían la posibilidad de tener una bici, ésta se convirtió en un imán para muchas cosas: la prestaba a mis amigos, nos divertíamos subiendo a otra persona en la barra, nos turnábamos para dar vueltas a la manzana y fue un motivo de convivencia durante un tiempo. Combinábamos las vueltas ordinarias con el derrape usando el freno contra pedal, y al bajar por las banquetas tratábamos de saltar y después rodar de “caballito”, levantando la llanta delantera por buenas distancias.
También fue un arma poderosa en temas amorosos, ya que, entre prestada y prestada, funcionaba como si fuera el auto más sofisticado y deportivo del momento. Hasta la fecha esto es algo que se platica en casa: “Cuando teníamos 13 años su papá me prestaba su bicicleta. Nos divertíamos mucho y la aprovechó para conquistarme”.
Hoy las bicicletas son el eje de mi trabajo: vivo de operar un sistema de préstamo de bicicletas compartidas en mi alma mater: el proyecto Bicipuma. Primero vi nacer, en 2004, un proyecto piloto que se llamó “Pumas sobre ruedas”: un experimento en el que contábamos con 208 bicicletas en dos puntos, que se operaban con un par de mesitas, sombrillas y radio transmisores; quienes solicitaran bicicletas tenían que llenar a mano un formato de registro, así se avisaba que salía una bicicleta y se confirmaba por radio cuando había llegado a su destino. Este proyecto lúdico se transformó en un transporte alternativo para la comunidad universitaria. Ahora se registran 4 500 servicios promedio diarios. Hay 14 estaciones, ocho kilómetros de ciclopista y un sistema de cómputo con lectores ópticos para préstamo y devolución.
Las bicis me dan la satisfacción de trabajar en un servicio que beneficia a una parte importante de la comunidad; me brindan la oportunidad de fomentar su uso, colaborar con otras áreas universitarias en rodadas, concursos, desafíos, paseos internos, bienvenidas a las nuevas generaciones, y de conocer a gente extraordinaria que se preocupa por su salud y por mejorar el lugar que habita. Me complace ver que la bicicleta sirve para socializar, emancipar, liberar presiones, quemar toxinas, trasladarse, divertirse, practicar deporte o trabajar, es una gran aliada y cómplice de nuestros deseos. Dejemos que el mundo ruede.