CUENTO / agosto - septiembre 2023 / No. 106

Departamento 703

Adriana Zárate

El departamento se está cayendo a pedazos. Cada día que pasa me despierto y me voy a la cama con un miedo extraño a que el edificio se me venga encima. Ya sea dormida, mientras trabajo, durante el desayuno, en la ducha (por favor, todo menos en la ducha). Y cada día que no sucede ese fatídico evento, le agradezco a la santa patrona de los desastres inmobiliarios por permitirme sobrevivir en este lugar que mis arrendadores llaman “vivienda”.

Por si este miedo no fuera suficiente, también van varias semanas en las que el agua no llega del todo y que es necesario recolectarla de a poco, o de a mucho, en estas garrafas que también están a nada de romperse.

Al mismo tiempo, de forma irónica, hay una fuga de agua en la pared, que más que ser mi fuga, es responsabilidad del vecino de arriba, el del 803. Según él, este escurridero tremendo de agua no es suyo porque no puede verlo. Parece que la evidencia no es suficientemente evidente. Realmente no sé hacia dónde mira él cuando ve, porque cada que salgo al estacionamiento puedo observar claramente cómo la mancha de humedad se esparce dos departamentos después del suyo y, casualmente, uno de esos es el mío.

Tengo que hablar con el vecino del 803 antes de que pase más tiempo y la pared humedecida se vuelva un verdadero peligro, sobre todo en esta ciudad en la que no podemos olvidar que los temblores son terriblemente memorables. No quiero saber qué va a pasar si este problema sigue así y la posibilidad de hacer memorias terribles se hace realidad alguna vez pronto. Tengo que hablar con el vecino del 803.

La fuga también humedeció el plafón que tengo sobre mi cabeza y uno de los muros de tabla roca que tienen mayor contacto con una mancha, LA MANCHA. Esa con la que convivo, cohabito y coexisto. Algunas veces me detengo para mirarla e intentar adivinar qué forma nueva adoptará próximamente.

La primera vez que la miré no encontré nada más que un conjunto de incoherencias que poco a poco empezaron a tener sentido. Después de contemplarla una infinidad de veces, la mancha se expandió y tomó forma de un perrito, como de un border collie. Con el tiempo empezó a expandirse y se convirtió en una puerta; una muy pequeña por la que sólo podría caber ese border collie. Incluso intenté ponerle nombre a ese perrito, pero nunca lo logré.

Ahora, cada que paso al lado de la mancha procuro no mirarla y hago como si no existiera. La verdad es que me da miedo pensar en esa puerta. Sobre todo, pero sobre todo, no quiero saber si se encuentra abierta.

Desde hace unos días, no estoy segura de cuántos, empezó a caerse esta cosa llamada “techo”, que más que cubrir, parece que todo el tiempo se está descubriendo, como si antes hubiera encubierto algo.

Justo ayer, mientras cocinaba, se despedazó un cacho sobre ese croque madame que nunca he logrado que salga bien. El pan siempre se quema de más y el huevo estrellado da tanta lástima que pareciera que hubiera preferido nunca haber sido cocinado. A decir vedad, creo que el pedazo de plafón hizo más interesante ese desayuno mal logrado al darle un toque de tragedia.

Es extraño reconocer lo deteriorado que está el departamento, sobre todo porque nunca fui yo quien se encargó de repararlo. Pero ahora parece que todo es irreparable, o que está dañado, o que pronto terminará por romperse.

Este departamento es una bomba de tiempo. Aunque algunas veces me cuesta distinguir si en realidad esa bomba de tiempo soy yo. Por ahora, culpo al crujido del piso, a los muros marcados y a las puertas astilladas. ¡Esas malditas puertas!

No sé nada de plomería, de albañilería o de electricidad. En mi incapacidad por reparar he ido dejando que el departamento se caiga lentamente, aunque reconozco las partes que estaban averiadas antes de mi llegada. Unas veces este inmueble me grita que necesita pintura y yeso; otras simplemente calla y sigue crujiendo, y sigue cayendo, y sigue callando.

Hace unos días el calentador también se averío. No, no es cierto. La realidad es que, aunque me de pena decirlo, no fue hace unos días, sino hace ya algunos meses. Si mi memoria no falla, que conveniente y probablemente lo haga, llevo casi dos meses bañándome con agua fría, rogando para que el tiempo inclemente tenga un poco de misericordia y me permita sobrevivir en mi camino de la regadera a la habitación; esos escasos dos metros que parecen un kilómetro cuando tirito.

Descubrí que este problema es resultado de la ubicación del susodicho objeto de metal que está empotrado debajo del escurrimiento incesante del maldito vecino del 803. Pero el descubrimiento valió para poco porque de todos modos no he sabido qué hacer para empezar a repararlo.

Tal vez  sería más fácil terminar de destruirlo.

Para colmo, mientras todo se derruía, también empezaron a desaparecer cosas. Ya no podía ver las noticias por la mañana, porque dejé de encontrar el control remoto. Tampoco tengo seguridad de cuándo comenzaron a extraviarse los utensilios de la cocina. Recuerdo que había un exprimelimones, un sacacorchos y un abrelatas, pero hace varias semanas que no puedo hacer agua de limón, ni beber vino, mucho menos abrir una lata de atún.

Todavía me sigue pareciendo increíble que los vecinos del 704, músicos expertos de oídos entrenados, no logren percibir todo el ruido que hay aquí. Al principio pensaba que era indiferencia, pero me he dado cuenta de que no tienen ni idea de lo que pasa a un costado de ellos, mientras que yo percibo cada nota musical que sale de sus instrumentos de cuerda todas las tardes que ensayan para sus conciertos.

No es queja. Sólo me impresiona que realmente ellos no puedan ni imaginarse todo lo que se está derrumbando aquí adentro. Pero de todos modos, ¿por qué lo sabrían? Por lo pronto, la música que sale de sus manos ha hecho su trabajo y yo he intentado no perderme en ella para poder hacer el mío.

Mi mayor miedo se empezó a materializar esta mañana, cuando empecé a escuchar ruidos. Un crujir extraño. Como un rumor de esos que quieres que calle, pero que no deja que el silencio llegue porque todo el mundo lo replica. Intento sentarme en el sofá cama que ocupa ese pequeño espacio de sala-comedor-recibidor para poner más atención a ESE RUIDO. De repente, me parece como un chasquido, pero sigo sin entender de dónde viene.

Detrás de mí hay una pared repleta de fotografías que adornan esta larga entrada, aunque tengo la ligera sensación de que son parte de esa lista interminable de cosas que con el tiempo se han ido extraviando. O tal vez mi cerebro decidió que era mejor pensar que así era. Nunca sentí necesidad de adornar ese muro, hasta que un día empecé a notar que se encontraba vacío. Así de vacío como hoy está el departamento; este lugar postizo, arrendado y subrogado que he estado intentando llamar hogar.

Recuerdo que cuando inserté la primera fotografía en ese lienzo blanco pensaba en que necesitaba momentos dulces para que esa vacuidad no terminara por amargarme, por asfixiarme, por absorberme. Invertí un buen tiempo en la selección de momentos, de retratos, de espacios y de lugares.

Tal vez si me hubiera dedicado a reparar el departamento de la misma forma en que me dediqué a elegir esas fotos, tal vez las grietas no se notarían tanto ahora. Tal vez. O no. La verdad es que nunca se sabe. Nunca lo sabré.

¿En qué momento me empecé realmente a preocupar? ¿Además de en esta extraña mañana? Ciertamente fue una noche de esas en las que cierras los ojos y sólo ves sombras, pero los abres y todo se ve igual. La primera noche de muchas, después de pasar semanas dormida.

Entonces intenté prender una luz, y otra, y otra, pero ninguna servía. Era como si de repente las bombillas se hubieran puesto de acuerdo para levantarse en huelga, así como en El día en que los crayones renunciaron, pero sin esconderse ni irse, y sin pelearse por definir de qué color es, en definitiva, el sol.

Ahí estaban, nada más, inmóviles, inservibles.

Pasé la noche entera buscando un poco de luz, pero después de varias veladas de insomnio me empecé a acostumbrar a la oscuridad. También empecé a acostumbrarme demasiado a habitar mi cama. Esa cama matrimonial enorme de edredón naranja. A veces bajaba de ella para intentar subirme al mundo, pero todo era tan ligeramente pesado que me parecía siempre más seguro volver.

Esta sensación incrementó desde que empecé a notar los boquetes que se abrían en la pared de ladrillos que adornaba gran parte de mi habitación. Y qué decir de esos agujeros enormes que parecían ser parte de la decoración del azulejo y que me estaban dando acceso a la intimidad de las vecinas del 603.

A pesar de eso, esta mañana todo parece más extraño, más ruidoso y aplastante. Ahora escucho ese ruido con más intensidad. Ese rugido, crujido, rechinido indescifrable. Se dirige a la habitación.

Me subo a la cama para intentar escucharlo con claridad. No sé si viene del techo o de las paredes. Viendo el piso desde esta perspectiva, me sorprende que la cama se sostenga de algo. ¿O será que en realidad flota y no he caído en cuenta de ello?

El ruido parece inminente, pero no sé ni cómo ni por dónde. La cama matrimonial con colcha naranja me indica no tener ninguna respuesta, pero arrinconarme aquí parece una buena opción. Como aquella primera vez que dormí sola en ella, arrinconada. Creo que esa noche empezó todo. Ahí fue cuando las grietas comenzaron a saltar y las tuberías salidas se volvieron incómodas.

Mierda. Por estar pensando en eso perdí de vista la puerta. No la encuentro…

El departamento se sigue sintiendo vacío y deteriorado, y yo me siento como sentada en medio de la nada, esperando a que el ruido cese. Esperando a que me absorba este escombro incomprensible que se cimbre a mi alrededor.

Escucho crack y todo se vuelve confuso. Creo que llegó la hora de que LA MANCHA pase factura.

Lástima que no me atreví a mirarla antes, porque no encuentro la puerta y creo que en este preciso momento necesitaré una.

Crack.

Maldito vecino del 803.

Crack.

Ahora sí parece que el departamento se está cayendo a pedazos.

Crack.

Si tan sólo le hubiera puesto más atención al monstruo de metal.

Crack.

Espero que a las vecinas del 603 no les moleste el ruido o el polvo.

Crack.

¡Dónde se habrá metido esa maldita puerta!

Crack.

Tengo muchas ganas de reparar este departamento.

Crack.

Ya sé por dónde empezar.

Crack…


Adriana Zárate Escobar (San Luis Potosí, 1995). Potosina feminista, amante de la cartografía y la geografía política. Defensora de derechos ambientales, urbanos y territoriales, y activista por la defensa de la Sierra de San Miguelito. Licenciada en Relaciones Internacionales por El Colegio de San Luis A.C. y Maestra en Ciencias Sociales por la FLACSO-México. Autora del libro La aplicación del Derecho a la Ciudad en los barrios del Centro Histórico de San Luis Potosí: los casos de San Miguelito y San Sebastián.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

Punto en Línea es una publicación bimestral editada por la Universidad Nacional Autónoma de México,
Ciudad Universitaria, delegación Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, a través de la Dirección de Literatura, Zona Administrativa Exterior, edificio C, 3er piso,
Ciudad Universitaria, Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, teléfonos (55) 56 22 62 40 y (55) 56 65 04 19,
http://www.puntoenlinea.unam.mx, puntoenlinea@gmail.com

Editora responsable: Carmina Estrada. Reserva de Derechos al uso exclusivo núm. 04-2016-021709580700-203, ISSN: 2007-4514.
Responsable de la última actualización de este número, Dirección de Literatura, Silvia Elisa Aguilar Funes,
Zona Administrativa Exterior, edificio C, 1er piso, Ciudad Universitaria, Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México,
fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

La responsabilidad de los textos publicados en Punto en Línea recae exclusivamente en sus autores y su contenido no refleja necesariamente el criterio de la institución.
Se autoriza la reproducción total o parcial de los textos aquí publicados siempre y cuando se cite la fuente completa y la dirección electrónica de la publicación.