CUENTO / agosto — septiembre 2023 / No. 106

A pie de carretera

Emmanuel Islas


José me dice que el golpe ni siquiera fue tan fuerte. Casi una caricia. Además, el idiota ése comenzó. Se hicieron de palabras al calor de los tragos. Luego se metió en temas que no le importaban. Me pregunta: “¿Tú qué hubieras hecho?”

José ha tenido pocas oportunidades. Hace un tiempo trabajó de obrero en jornadas nocturnas, mal pagadas. Ahora sobrevive de la vulcanizadora que montó a pie de carretera. Construyó la choza orientada al Este con los materiales y cascajos que fue recolectando de la obra. Varilla, tabicón, cemento. El techo, de lámina. Trabaja las veinticuatro horas del día, y ni todo el tiempo le bastará para darse una vida digna. Creo que no imagina algo distinto. Tal vez su mundo se reduce a la reparación de neumáticos y la venta de “gallitos”.

Hace dos años vio morir a su hijo menor, atropellado por un camión de volteo. Me dice: “Imagínate la ilusión en sus ojos; él, que nunca tuvo nada nuevo, y en su cumpleaños una bicicleta”. Lo del entierro salió en un periódico local. En casos así, dice, no hay culpables ni detenidos. El trailero se dio a la fuga. Incluso, pudo pensar que se había cargado a un perro. Muchos quedan atrapados entre las vallas y el carril de alta. ¿Qué destino, si no la muerte, les depara? Al final, dice José, todos somos perros.

Desde entonces, su hijo mayor no habla, pasa las tardes jugando videojuegos en el teléfono, echado en un catre donde duermen al anochecer. O con sus amigos, vagando en el centro. Lo expulsaron de la escuela y pues ya no hay a dónde llevarlo cerca. La ex de José, tan pronto lo dejó, se casó con otro, y vive a unas pocas cuadras también sobre la vía. Dieron mole y arroz en la boda. Tuvo un hijo, como si fuera a sustituir al que murió.

—Ahí está el problema —dice José. Hace poco se enteró de que su ex mujer se burla de él—. Que soy poco hombre, anda diciendo. Yo nunca le falté al respeto. Sí tuve mis deslices, como cualquier otro, pero nunca la toqué ni con el pétalo de una rosa. Creo que por eso piensa lo que piensa.

Me entero de todo esto mientras el joven desmonta mi llanta a golpes con un pico. Echo un vistazo alrededor en busca de alguna destalonadora, que claramente no tiene. Sobre el suelo, regadas por doquier, manchas de aceite. Válvulas, compresora. Cuatro torres de llantas usadas se inclinan hacia su propio abismo.

—Para el reencauche —dice.

Mi novia se quedó en el auto y sigue enojada. Vamos tarde a la boda de su primo. Quizá piensa que es mi culpa el habernos encontrado con un tornillo o clavo en carretera. A estas alturas, la causa da igual. Lo importante para Laura es llevar la contraria.

—¿Te echo una mano? —le digo a José. Él asiente explicándome qué hacer y cómo. Pienso que es poca ciencia mientras me arremango la camisa. Lino, la compré para la ocasión. Mi primer intento da contra el rin; el segundo, en la llanta. Empiezo a sudar. Él ríe.

Laura toca el claxon, como si haciéndolo ayudara de algo. Hace unas noches discutimos otra vez. No le parece que vea a mis amigos sólo para beber y jugar cartas. Desde su punto de vista, deberíamos incluir otras actividades y excluir el alcohol. Por mi bien, dice.

José agarra el pico; por alguna razón que escapa a mi entendimiento, escupe un gargajo a las palmas de sus manos. Supongo que le da agarre. El golpe da en la pestaña y logra, por fin, desmontarla. Suena como si reventara una burbuja gigante.

—Más o menos así fue el que le descerrajé al imbécil ése —me dice—, pero con la llave de cruz. De haber tenido otra oportunidad, le habría dado esto.

Toma vuelo a semejanza de quien salta de un acantilado e impacta uno tan desmedido que incluso la tierra bajo la rueda se hunde. Nos reímos. Va por otra, una de camión.

—A ver. —Me ofrece el turno.

Hacemos una ronda de intentos. José parece ninja. Artes marciales, vulcanizada mixta. Lo imito. Mi estrafalario golpe acierta y es letal sin derramar sangre. Logro botar la pestaña. José dice: “Suerte de principiante”. Enseguida me pide ayuda para arrastrar una de tractor. “Quien desmonte esa, gana”. Echo una mirada al auto. Menos mal que Laura se distrae con el teléfono.

Caminamos a la parte trasera del taller. Un ancho paraje se extiende hasta las llanuras de la Sierra Madre. Algunas casitas como de bajareque van intercaladas a la distancia sobre un camino rural al que no le veo fin. De aquí al horizonte, huizaches, basura entre los espinos. Bandadas de cuervos sobrevuelan el árido solar.

—Hermoso, ¿no crees? —dice José. Me cuenta que las mejores noches de su vida las ha gozado ahí, a la luz del fuego, bajo un cielo despejado. Diseñó un asador con autopartes—. Aquí va el carbón y encima la carne.

Se reunía seguido a jugar conquián con sus amigos. Algunos autos se volaban el tope en las madrugadas. Primero el rechinido del neumático, luego el golpe de la facia o el chasis. La temporada de lluvias era la buena. Tan generosa el agua. Muchos baches, muchos accidentes. Harta chamba. Como todos le sabían al oficio, se turnaban los clientes. José les ofrecía una comisión. En lo personal, a él le gusta el raspado y la colocación del parche. Se acuerda de que una tarde, el hoy marido de su ex lo invitó a robar casas.

—Le dije que no. En venganza, tiempo después se llevó a mi mujer. A la larga me hizo un favor, yo creo.

Como sea. La noche del pleito recibió la visita de su amigo Eusebio. Trajo cervezas y botanas que compartieron como en los viejos tiempos a la espera de algún desafortunado viajero. Se conocen desde la secundaria, y ese día, mientras todo pasaba, sus miradas las notó ajenas. Un impulso asfixiante le arrebató el control. Sintió los ojos como escocidos y por un momento se lo atribuyó al humo. Se hicieron de palabras. No recuerda cómo llegaron a los golpes, lo de la llave de cruz, la descalabrada.

Pienso que, si José quisiera, podría deshacerse fácil de mi cuerpo a plena luz del día, allá en el pastizal, sin levantar sospechas, al pie de los arbustos achaparrados que seguramente hay en aquella dirección. Y deshuesar mi auto, venderlo por partes. Crear, por fin, su emporio. Antes, pelearíamos a muerte. Se ve correoso. Tiene la fuerza y la brutalidad, pero le falta la ira. Su mirada es la de un niño, su actitud también. Sorprende por manso e ingenuo. Calculo que no supera los treinta. Me gustaría saber más de su pasado, las condiciones que lo han llevado a este preciso momento. No es lo mismo nacer aquí que en la ciudad. Vaya que la geografía influye.

—Lo arrastré hacia la orilla del camino —dice—, lejos del acotamiento. Al poco rato llegó la patrulla. Habrán pensando que era un muertito hasta que lo despertaron. No me oculté; si me iban a llevar, que lo hicieran. Sólo fue un pleito entre amigos y nada más. Sabrá Dios de qué tanto hablaron. Al final, Eusebio se sacudió el golpe y echó a andar como rumbo a su casa, sin ver atrás, arrastrando el andar. Recuerdo que pensé: “Para eso me gustabas…”. Luego entendí que me había desquitado con él. Toda mi rabia, la impotencia de saberme inútil, no ser nadie, nada, en este mundo, ni siquiera un explotado, y que él me lo recordara aunque no fuera su intención. Me arrepiento, la verdad. En fin.

—Y ¿por qué no le pides disculpas?

José me ve y se iluminan sus ojos. Lo animo a convidarle una ofrenda de paz. Carne asada, un conquián al final de la jornada. Dejarse ganar, incluso. Eusebio es su único amigo, dice. Si lo recupera, quizá algunas cosas más se recompondrán en automático. Lo de la escuela de su hijo, los chismes, las relaciones con otros colegas.

Escucho de nueva cuenta la bocina de mi auto. Laura. Esta vez me da la impresión de que su voz se fusiona al claxon y grita como un terrible dios automotriz.

—Creo que deberíamos volver —digo. José asiente, preguntándome si intentaremos con la de tractor—. Claro —le respondo.

Lo difícil fue alinearla en vertical. Rodarla, como sea. Veo un desgaste casi total en la banda de rodamiento, aunque parejo. Tuvo una buena vida arando. Pregunto si también para el reencauche. Ah, la vida en el labriego. Yo hubiera sido un buen campesino: trinchar el pienso del ganado, los cerdos hozan bajo el sol de mayo, limpio mi bieldo en el estanque. Sabría reconocer la luna de la cosecha, las últimas lluvias, el cordonazo de San Francisco.

Laura sigue pegada al volante y a señas le pido paciencia.

José dice que el reto es aún mayor: crece la agresividad del golpe, la fuerza en la palanca. Y procurar extremo tino para no dañar la pared. Le pido que se ahorre las vagas explicaciones. Mejor aún: apostemos. Pago doble o nada. Una capa de polvo se dispersa tras la caída de la llanta, que pesa, cuando menos, veinte kilos. El turno lo disputamos en un volado. Águila.

Vuelan los primeros golpes; lo mejor de cada uno de nosotros está puesto en juego. Poco a poco nos vamos debilitando conforme avanzan las rondas. El sol pega desde el cenit; siento que en mi pecho escurren goterones de sudor. ¿Son buitres? A la cuarta ronda se acerca saludando un nuevo cliente. Su coche, a diferencia del mío, trae la de refacción. La ponchada seguro va en la cajuela.

—Así no se hace —dice pidiéndole el pico a José. También se anima a la apuesta, aunque exige que le demos tres oportunidades seguidas. Ninguna da. Ni suya ni nuestras—. Es porque estamos deshidratados —asegura y vuelve de su auto con unas cervezas. Mientras descansamos a la sombra en el taller, José raspa el caucho al interior de mi neumático. Colgada en la pared, veo la bicicleta de tubos apiñados que debió ser de su hijo. Enseguida, adhiere el parche. Le dice al nuevo:

—El golpe ni siquiera fue tan fuerte. No sé qué me pasó. Me arrepiento, la verdad.

Ya le cuento al nuevo todo lo que José ha pasado en estos días, mientras él monta. Le damos unas palmaditas en la espalda. Nuestro amigo se espabila y echa a rodar mi llanta recién inflada hacia el tambor. Sujeta la cruz, le embona el dado de seguridad y el primer birlo. Aprieta el último cuando pregunta:

—¿Seguimos?

Con gran pesar me niego. Ya vamos algo tarde. Sin embargo, le pago el doble. José retira el gato y se me queda viendo, revelándoseme una vez más la mansa transparencia de un sujeto inofensivo y solitario.

—Gracias —me dice y quiero pensar que me agradece cosas profundísimas.

El nuevo ya blande el pico alardeando su destreza. Junto a él se estaciona otro cliente, y luego uno más cuando me subo al coche. Podrían formar equipos, subir el monto, echar unos cortes al asador vehicular.

—Espero que te hayas divertido —me dice Laura—. Y que traigas una camisa de repuesto.

Dejo la ropa en el tablero, aunque la tierra difícilmente saldrá con baños de sol. Sé que a Laura le pasará el enfado y reiremos por igual. Veo el reloj: dos horas y media de viaje.

Ojalá que pronto mis amigos logren desmontar la llanta del rin.


Emmanuel Islas. Escritor y a veces periodista. Estudió Ciencias de la Comunicación en la UNAM y la maestría en Apreciación y Creación Literaria en el Centro de Cultura Casa Lamm. Autor del libro de cuentos Una esencia inmensa y viva (Ediciones ICED, 2016). Ha colaborado en revistas como Cuadrivio y en publicaciones académicas como Senderos Filológicos del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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