ENSAYO / agosto-septiembre 2023 / No. 106

Yo maté a un perro en Rumanía: la contemplación de un paisaje en movimiento



Yo maté a un perro en Rumanía
Claudia Ulloa Donoso
México, Almadia, 2022, 368 pp.

 



Todavía eran inicios de 2023 y bajé de mi casita de la pradera hacia el Centro Histórico para comentar una lectura en El Traspatio. Llevaba meses aislada, con poco dinero y mucho dolor por dentro, así que traté de ocupar mi mente para evitar una caída que me llevaría más hondo todavía. Envuelta en ese aire colorido de páginas, tipografías, té blanco y tarta de chocolate vi la portada, que reclamó toda mi atención: una mujer tirada sobre una paca de paja en medio de una parcela. Una declaración contundente, la disposición caótica y desarticulada de las palabras “Yo maté a un perro en Rumanía”. Lo tomé, era una de las novedades de Almadía. Resultó un poco más grueso y pesado de lo que me habría imaginado. Le di vuelta para leer la sinopsis: “La soledad la ha llevado a pocos pasos del completo abandono de sí”.

Durante los primeros meses del año estuve buscando lecturas sobre ciertos temas. Me interesaba específicamente encontrar textos que hablaran sobre la soledad, el aislamiento y el dolor. Soledad, abandono, migración, gélida Noruega, oscuridad y ladrido fueron las palabras clave que me convencieron para determinar que lo leería pronto.

Cuando abrí el libro y comencé la lectura, inicié también un viaje a través de una larga carretera de papel ahuesado en el que iba contemplando líneas negras y sinuosas, cuyo ruido blanco se iba articulando en mi mente con la forma de mi lengua materna. No conocía a Claudia Ulloa, ni la conocí sino hasta después de haber leído su primera novela y, sinceramente, esperaba encontrar su voz desde el inicio. No obstante, lo que me encontré fue un perro parlante.

El exordio de la novela se denomina “Perro muerto”. El narrador es un perro en agonía que va tejiendo una urdimbre que a ratos parece el guion de un documental, que versa sobre el lenguaje, la vida y la muerte. Seguí adelante atendiendo a ese narrador canino sin estar muy convencida. Hacia el final de este exordio, la propia narración reflexiona sobre cómo un perro parlante es un elemento que podría fácilmente encontrarse en una fábula de Esopo. El diccionario define una fábula como un “breve relato ficticio, en prosa o verso, con intención didáctica o crítica frecuentemente manifestada en una moraleja final, y en el que pueden intervenir personas, animales y otros seres animados o inanimados”.

Volví a la sinopsis del libro: “Es una audaz exploración de la muerte como idea e intuición, pero también una contemplación incrédula de su reverso: la vida y su terca insistencia”. No se trataba de una fábula esópica, no era un relato breve ni tenía una moraleja. Sí, tenía un perro parlante, un perro agonizante que contaría la historia de alguien más, y cuya función era la de constituir un marco, hacer una puesta en abismo. Una vez que cuajó la puesta en abismo, ella comenzó a hablar, y no pude parar de devorar sus palabras. El perro cuenta la historia a través de los ojos de ella en la segunda sección “Jauría”, y es así como nos adentramos de lleno en la materia de la novela. Con lo que había leído hasta entonces, no pude evitar asociar la novela de Claudia Ulloa con un largometraje de Denis Villeneuve: Maelström (2000). En este también hay un animal en agonía que habla, que dice que va a contar una historia. La historia está situada en un entorno contemporáneo y urbano, y se cuenta a través de los ojos de una protagonista que se abandona a sí misma. A lo largo de la trama, la vida y la muerte se miran de frente, se dan abrazos y empujones.

No sé si Claudia Ulloa sabe algo sobre la película de Villeneuve, pero sería interesante saber su opinión sobre las coyunturas y los desencuentros entre ésta y su novela, pues mientras en Maelström se recurre al absurdo y al humor, en Yo maté a un perro en Rumanía hay un trabajo más bien contemplativo.

“Contemplación” es la palabra que define la novela, es lo que hay en cada página. El lenguaje es un elemento que tiene mucho peso. No es extraño cuando sabemos que la protagonista de la historia, al igual que la autora, es latinoamericana —tiene el español como lengua materna— y vive en Noruega dando clases de noruego a migrantes. Además, en la novela se emprende un viaje a Rumanía, donde se habla una lengua que la protagonista no conoce, pero que su amigo domina y, finalmente, está el lenguaje de los animales que es inaccesible para los humanos. A pesar de las disertaciones sobre el lenguaje y la interacción indirecta entre varias lenguas, a pesar de ser un elemento recurrente, me pareció también circunstancial: un perro parlante enmarca la historia, ella conoce dos lenguas —español y noruego— y se relaciona con alguien que conoce esas mismas dos, además de su lengua materna —el rumano—. El lenguaje se aborda desde una perspectiva mayormente contemplativa, se paladean a la par sus silencios y sus sonidos, se aprecia la base de tejidos, ductos y fluidos que lo hacen posible. Se contemplan también la luz, la muerte, el camino:

Entonces, ¿te gustó el viaje?, preguntó. Sí, dije. ¿Qué te gustó más?, siguió. Pensé en una línea. El espacio blanco y la línea negra. El primer renglón: la carretera (...). Mientras él hablaba, yo pensaba en el viaje como una geometría. Puntos en el infinito. La carretera oscura. Una recta.

La contemplación de la existencia se presenta en manojos de sensaciones salpicados de vísceras:

Estamos hechos a partir de rupturas, divisiones, separaciones, alejamientos, cismas, dispersiones, escisiones y diásporas de células. Somos una escultura de células hechas trizas, una amalgama de añicos y ripios genéticos que formarán una maraña de órganos y huesos necesaria para la construcción de un individuo (que se seguirá dividiendo), un sujeto (desasido) que se terminará descomponiendo.

Algo que me llamó mucho la atención desde el exordio es el vocabulario particularmente inclinado a las ciencias, que me remitió a Principia (2022), de Elisa Díaz Castelo. En ambos libros el lenguaje de las ciencias es sonido útil para la poesía y materia flexible para hablar de la intimidad.

La novela es un viaje que consiste en ver pasar el paisaje a través de la ventana de un auto en movimiento, es ella con ganas de morir y, súbitamente, de abrazar la vida con todas sus fuerzas. Es enfermedad y cura.

Vi una presentación del libro con Claudia Ulloa y Jazmina Barrera en la cual salió a colación el proceso curativo representado por el silencio de la protagonista. Y sí: en algún punto del viaje ella pierde la capacidad de hablar —no la de pensar con palabras— y simplemente acepta su mutismo como si fuera algo que su cuerpo le exigía para sanarse. Claudia Ulloa acepta que sí hay algo de catártico en ese silencio, el cual termina luego del encuentro sexual que tiene con Ovidiu.

Ovidiu —la otra voz narrativa—, por su parte, también experimenta su propia catarsis. Él habla, cuando ella no puede hacerlo, en la tercera sección del libro titulada “Ladridos”. Ovidiu Mihai es rumano, vive en Noruega porque tuvo que migrar para buscarse una mejor calidad de vida. Trabaja como chofer de autobús y fue alumno de noruego de ella. Luego se convirtió en su amigo y, finalmente, en su anfitrión. Él vuelve a su país natal para tratar unos asuntos importantes e invita a su amiga para ayudarla a sacudirse las ganas de morir. A pesar de que tiene todo bastante claro en la vida, también carga con dudas y dolores que se nos develan a través de su propia voz. Cuando Ovidiu habla, el viaje se dobla sobre sí mismo y se nos revela en una ventana paralela, de forma que vemos el paisaje a través de la ventana del piloto y del copiloto. Él, finalmente, también se purifica a través del llanto y el sexo.

En la última sección, “Mataperros”, el ciclo se cierra. El perro ya no puede contar más historia porque su voz está completamente agotada, su cuerpo está en un proceso nuevo que dará vida a otros organismos. Claudia Ulloa termina el juego de claroscuros que había construido a lo largo del viaje y, después de llevarnos al punto de más profunda oscuridad, se hace la luz. En esta parte también se hace el silencio absoluto para después emerger el sonido: la música que ella escucha mientras Ovidiu se aferra a su cuerpo, gemidos y sollozos, el palmoteo del coito, las palabras.

En la presentación del libro que mencioné antes, Claudia Ulloa habla sobre la dificultad que representó para ella darle voz al perro. Hasta entonces nos damos cuenta de que en una especie de auto ficción introdujo este obstáculo en su exordio, cuando aparece una mujer que habla con su terapeuta sobre escribir acerca de un perro que habla. En el caso de Yo maté a un perro en Rumanía, la obsesión de escribir sobre un perro muerto es una membrana tan elástica que en ella caben un viaje entero, luz matinal y oscuridad profunda, lenguaje, órganos, sinapsis y descomposición.

Asimismo, la autora describe cómo es que el formato de la novela le permitió pasearse por varios recovecos: los del entorno, los del mundo interno de la profesora de noruego y de Ovidiu; los de la vida y la muerte en su sentido tangible y simbólico. A través de la voz de un perro en agonía, de un hombre bastante simplón y de una mujer deprimida, la autora logró plasmar un paisaje de materia e ideas que se mueve lento a través de la ventana.


 

Maricruz Barrera Chávez (Zinapécuaro, 1996) Es egresada de la licenciatura en Literatura Intercultural por la ENES Unidad Morelia. Actualmente es editora y correctora de estilo, se ha encargado del cuidado editorial de numerosas publicaciones didácticas y universitarias. Es cofundadora del proyecto Licántropo Editorial, especializado en autoras noveles michoacanas.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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