CUENTO / octubre — noviembre 2023 / No. 107

Titita

Ofelia Ladrón de Guevara


Los lunes a Titita le gustaba que la peinara con dos trenzas. Los miércoles refunfuñando me decía que no olvidara tener listo para la mañana siguiente su vestido rojo: lavado y debidamente planchado. Ese día, como era viernes, me tocó pasar cuatro horas arreglando sus rizos, la maquillé y vestí de manera impecable con su falda preferida.

Los viernes hacemos una caminata por Francisco Sosa. Desayunamos en la Casa de Cultura “Reyes Heroles” y el resto de la tarde lo pasamos en la plaza de Santa Catarina tomando café. Siempre un señor toca una trompeta y Titita jala de mi suéter para que yo le dé una moneda doradita, de diez, a aquel hombre. Él es muy amable, al reconocernos ya hasta sonríe, aunque creo que es más por Titita que por mí.

Ese viernes todo transcurría como de costumbre. Ya le habíamos dado la moneda al señor y nos levantamos para regresar a casa, cuando a Titita se le ocurrió ir a la Cineteca. Primero lo dijo como al aire, pero cuando notó que me opondría, los cachetes se le pusieron rojos, y antes de que empezara a llorar y a dar patadas (como luego acostumbra) no tuve de otra y le dije que sí, que iríamos. Antes de entrar al cine le compré un helado de chocolate. Titita se veía tan bonita, lo comía a pequeñas cucharaditas. Los rizos bien peinados, su falda… Todo un encanto.

La peli que eligió Titita fue Amores perros. Por lo que decía la sinopsis, la hizo un famoso director de cine mexicano. Yo por eso accedí a verla. Supongo que a Titita le llamó la atención porque en el título iba un derivado de la palabra amor. ¡Tan romántica que era la muchacha! Fue una pena que el filme no cumpliera con nuestras expectativas.

En las primeras escenas unos perros se agarraron a mordidas. Mucha sangre. Nada más volteé a mirar de reojo a la niña. Vi cómo se quedaba inmóvil, como en shock. Mi pobre Titita que cada que regresábamos de nuestra caminata por Francisco Sosa se sentaba frente al espejo de su cuarto y, peinando sus rizos, hablaba en voz muy baja. Nunca alcancé a escuchar qué decía. Yo creo que se imaginaba con algún novio. ¡Ay!, ella que soñaba con enamorarse rodea de perros y de sangre, eso era imperdonable.

Entre más avanzaba la peli, más sangre. Por todas partes: balazos. Y ¡túmbala!, Titita que empieza a jalarse el cabello estropeando sus rizos. “¡Ay!, yo que tanto cuido a la muchacha como para que el mundo con su violencia, con sus ganas de sangre y de guerra perturben a un alma tan divina como la de mi Titita”, fue lo primero que pensé ese día.

Tanta bala y griterío le deshacían su vestimenta angelical. Me dio miedo. Fue horrible ver cómo un ángel del señor era devorado por las llamas del mundo. No pude más. No me importó que el resto de los espectadores estuviera en suspenso porque el perro se cae en el agujero del piso de parquet. Titita, ese ángel de Dios, era más importante, y comencé a gritar que detuvieran la peli, que había un incendio: “¡Quema! ¡Quema!”, recuerdo que grité.

Primero me callaron. Mucho ssshhhh se escuchó en la sala. Después, vino un empleado de la cineteca y me pidió que me retirara. Pero yo firme continué gritando por mi Titita: “¡Quema! ¡Quema!” Ya sólo escuché al empleado decir por la radio: “En sala uno. Señora con ataque de pánico. Se jala los rizos y tiene la boca manchada de chocolate”. Llegaron más empleados y me escoltaron hacia la luz roja de un letrerito que decía: Exit.

Me separaron de Titita, a la fuerza, los muy desgraciados. Ella se quedó ahí, petrificada. Dos lagrimitas le escurrían: una en cada ojo, le borraban las chapitas que le pinté cuidadosamente esa mañana. Y ni así detuvieron la peli, nadie hizo nada: los perros siguieron ladrando, y la sangre, y las balas… Desde ese día no salgo de mi casa. Ni la calle Francisco Sosa ni el Centro Cultural “Reyes Heroles” me parecen seguros.

Hay noches en las que sueño gentes, gestos falsos, miradas en llamas, comportamientos inusuales, a veces el señor de la trompeta aparece entre ellos, pero no se acerca porque Titita ya no está. Las personas se han convertido en marionetas. Ayer coloqué cortinas gruesas para que quienes pasan frente a la casa no me observen. Porque sí, ellos observan. El miércoles vino una señora gritando que vendía tamales, y sus ojos eran de canica, rojizos. El calor de las llamas se siente cerca. Primero se llevaron al ángel más hermoso, a mi Titita, para que toda fe y esperanza se perdieran. Por eso tengo las puertas cerradas con doble llave. Si pudieran, qué no harían conmigo. Señor, aún hay quienes en esta tierra queremos alcanzar tu gloria, no nos abandones, protégenos con tu gracia por los siglos de los siglos.


Ofelia Ladrón de Guevara (Xalapa, 1998). Cuentista y ensayista. Estudió Antropología en la UNAM. Ha publicado en el Blog de los jóvenes de la Revista de la Universidad de México, en La Guarida, Literatura de España y América Latina y en Punto de partida.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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