ENSAYO / octubre- noviembre 2023 / No. 107

La magdalena de Czapski


Leopoldo Orozco


Las lecturas de adolescencia, como pueden demostrar la gran mayoría de los lectores, son más trances que lecturas. El lector joven se adentra en los libros como en una espesa bruma de páginas; al empezar a leer una oración, la anterior ya se ha perdido en el turbio pantano de la memoria a corto plazo, como si nuestro rango de visión sólo alcanzara, en el mejor de los casos, la página abierta frente a nuestras caras. Cuando era adolescente leí Fahrenheit 451 en medio de esa fuga hacia adelante, con esta visión de túnel del lector poco experimentado en la que sólo se quedan con nosotros pequeños detalles, como los insectos que se estrellan contra el parabrisas de un automóvil que cruza a todo motor una larguísima carretera.

Mi última lectura del 2021 fue en realidad un reencuentro dichoso con esta magnífica novela. Antes de la reciente y muy necesaria relectura, sólo podía recordar ciertas imágenes: el bombero mirando fijamente a Clarisse mientras ella sostiene una flor menuda; la salamandra metafórica que, en ese entonces, yo imaginaba como literal; casas, libros y gente siendo reducidos a polvo por las llamas. Pero una imagen específica venía a mi memoria con singular fuerza siempre que veía el lomo del libro en el estantero: al final de la novela, después de flotar en las aguas del río hacia las afueras de la ciudad, camuflado su olor para no ser descubierto por el sabueso mecánico, Montag se encuentra con un grupo de ancianos eruditos, hacinados alrededor de un precario fuego. Los ancianos habían sido en sus vidas pasadas académicos, intelectuales, profesores. En suma, lectores. Ahora, en el presente perpetuo de las páginas, son libros vivientes. Así como los aedos que cargaban en el fardo de su memoria los versos de Homero, estas personas llevaban consigo sus lecturas, resguardadas en lo más profundo de su memoria, para salvarlas de la destrucción.

Gerald Murnane, en su texto In Far Fields, menciona un método de depuración con el que se deshizo de una buena parte de su biblioteca personal. Cuenta que se pasaba horas viendo fijamente los lomos de cada uno de sus libros, con el fin de buscar la más remota evocación. Si esta mirada lograba desenterrar de su mente por lo menos una imagen concreta, el libro se quedaba; si el libro resultaba solamente un objeto más, lo metía en una caja para llevarlo después a una recicladora de papel (descubrimiento que haría las delicias del personaje de Bohumil Hrabal en Una soledad demasiado ruidosa) o los empacaba en bolsas de plástico y los almacenaba dentro de las paredes de su casa, en el lugar donde debería ir el aislante, para dárselos a sus nietos cuando tuvieran edad de leerlos. (Cabe mencionar que este método fue ideado por Murnane mucho antes de que se le ocurriera algo parecido a Marie Kondo.) Si yo llevara a cabo esta depuración, la imagen de los hombres-libro alrededor de una hoguera roja y patética bastaría para salvar mi copia de Fahrenheit de las llamas.

Releí la novela empujado, como suele suceder con muchas relecturas, por la nostalgia. No sólo de la historia que cuenta, sino del libro mismo, como objeto: la edición de Minotauro que compré nueva cuando estaba en la preparatoria y que, con ingenuidad, forré con plástico adherente pensando que eso la resguardaría del paso de los años. La releí como quien vuelve a probar el agua potable después de una sequía.

La pandemia me había separado de una muy buena parte de mis libros y, después de una calamidad amorosa, por fin había podido recuperarlos. Mi biblioteca había representado en mi vida, durante los años que duré viviendo en el centro del país mientras estudiaba la universidad, una suerte de sueño realizado. Después de crecer en una ciudad pequeña y con apenas un par de librerías, el hecho de poder conseguir prácticamente cualquier título que me interesara con sólo darme un polvoriento chapuzón en Donceles me resultaba una realidad, de tan feliz, casi dolorosa. Amasé una fortuna de libros, en viejas ediciones baratas, desesperadamente. Cada vez que volvía a mi departamento, después de una cacería fructífera, con la cartera vacía, hacía el recuento completo de los daños y soñaba despierto con el día en el que, por fin, todos esos volúmenes estuvieran juntos, ordenados, leídos. En ese entonces, estoy seguro, no sabía qué era lo que buscaba con esa avidez casi violenta, con ese impulso de amor loco hacia las páginas. Hoy sé que, de alguna forma, buscaba a ese yo que soy ahora. Así como el yo que escribe estas líneas busca a otro yo, imposible, insatisfecho, pero mejor preparado para las cosas del mundo.

El principio de la pandemia coincidió con mi más grande desastre amoroso. Digo desastre, porque me gusta pensar que la vida no toma rehenes ni entiende de maniqueísmos. Mi separación de esos días aciagos me hizo replantearme lo que veía en el espejo por completo, casi siempre para mal. También, me obligó a deshacerme de mis ocupaciones en el centro del país y abandonar el departamento que ocupaba con la otra víctima de nuestro desastre íntimo. Con todos los recuerdos y todos los libros. Esa pequeña fortuna de libros era mi hogar dentro del hogar, cada volumen era un ladrillo con el que había construido los muros de mi alrededor. Volví a Ensenada, a casa de mis padres. No pude evitar derramar, por las noches, un par de lágrimas por todo lo que había perdido: por la persona que amé dolorosamente, por el departamento vacío de gente en el que mi sensación de independencia quedó abandonada como un perro hambriento después de los derrumbes y las catástrofes, por mis libros que lentamente se podrían por la humedad y el encierro. Lloraba por mí, por lo que quedaba de mí en esos objetos abandonados que no supe resguardar ni proteger. Por todo lo que no supe proteger de mí mismo.

En esos días, encerrado en casa de mis padres a cal y canto, rodeado solamente por los libros de mi adolescencia —que supe ordenar en la cabecera de mi cama, como muy poco efectivos atrapasueños—, pensaba una y otra vez en esos hombres libro. Pensaba en la maravilla —en la posibilidad remota— de buscar dentro de mí todos los libros que había dejado atrás. Encerrarme con una libreta y recordar hasta hacerme daño, reconstruir Troya después de las llamas y quemarme las manos en el proceso. A lo mejor, después de hallar todas las páginas que me faltaban, podía recuperar un trozo de lo que me fue amputado, como el anatomista holandés que menciona Olga Tokarczuk en Los errantes, al que le cortan una pierna y después, al ver frente a él la pérdida absoluta, irremediable, no puede evitar diseccionarla, casi amorosamente, hasta dejarla hecha sólo hebras y hueso para terminar descubriendo, casi por accidente, el tendón de Aquiles.

En ese periodo, con mi departamento abandonado y mi biblioteca lejos, venían a mí, por casualidad, líneas específicas. A veces, hasta algún par de páginas. No con exactitud, pero sí con viveza, como espejismos que pueden ser tocados entre sueños.

Recuerdo uno de esos sueños, el recomendado a mí por un amigo —que es, al mismo tiempo, un hombre libro de la vida real—, contenido en un libro de ensayos de Adam Zagajewski que debo citar de memoria, porque cuando vino a mí se encontraba en un endeble librero gris, a varios estados de distancia de mis ojos. Zagajewski cuenta sobre Józef Czapski, pintor polaco. Nos cuenta sobre sus manías, las cosas que le gustaba leer, cómo era con sus amigos. Nos cuenta, también, sobre sus últimos días, y sus últimas palabras. Holde Kunst. No recuerdo con exactitud qué significaban, pero era algo así como sagrado arte. No arte sacro, sino que el arte es sagrado, una espiritualidad en sí misma. O al menos eso entendí yo.

También fue militar. Él le contó a Zagajewski que, como militar polaco, fue aprehendido alguna vez por fuerzas invasoras. No recuerdo si rusas o alemanas. En el campo de prisioneros de guerra, los generales polacos intentan consolarse como pueden. Están lejos los discos favoritos, los gramófonos, las bibliotecas, los seres amados. Sin estas cosas, nadie puede sentirse como sí mismo. Entonces, piensan una cosa. Pueden quitarnos lo que nos define, pero no pueden evitar que hablemos sobre lo que somos. Organizan, entonces, pláticas, conferencias. Un melómano habla sobre música clásica. Alguien da una repasada de historia, recuerda con dificultad fechas y nombres. Se corrigen, trastabillan, recuperan poco a poco el terreno. Van a tientas, se van encontrando. Afuera, los guardias piensan que todas esas palabras que vuelan alrededor del encierro resultan vanas, innecesarias, superfluas. ¿Qué necesidad hay de Schubert, de Carlo Magno, si nadie aquí encerrado ha tenido frente a sí un plato caliente de comida en días?

Toca el turno de Czapski. Lo imagino con los ojos cerrados, frotándose las manos con fuerza para mantener la circulación y para avivar un fuego, el suyo. Entonces empieza su hilo de palabras: empieza a hablar de Proust, de su tiempo perdido. Las hojas que se mecen hacia el suelo en el otoño, Combray, las copas de los árboles iluminadas por un resplandor magnífico, los techos de las casas. Las charlas en los salones, Swann obligándose a amar a alguien que no podía darle lo que necesitaba. Marcel esperando a su madre, arropado en cama, en vano. La magdalena acercándose poco a poco a los labios, el sabor del té que entra en la boca de los presentes, sin ellos darse cuenta de nada.

Ése es nuestro alimento. Un sorbo de té, algunos mendrugos de memoria. A veces, nos resulta suficiente.

Escribo estas líneas casi un año después de esa separación. En medio de ese momento y hoy, un amigo generoso accedió a organizar mi mudanza extemporánea, y meter todos mis libros en cajas —a cambio de algunos muebles— para que yo pudiera desocupar por fin el departamento. Tiempo después, recibo las cajas, veo cómo las bajan de los camiones, las organizo en seguida. Me doy cuenta de que no son todos, que algunos se perdieron entre manos amigas —y no tan amigas—, pero que son suficientes.

Hoy escribo desde un nuevo hogar. Los libros recuperados ahora se combinan con libros nuevos. Ladrillos nuevos, ahora sí, para alzar paredes más sólidas.







Leopoldo Orozco (Ensenada, 1996). Autor del libro de minificciones En la cuerda floja (Reverberante, 2020), de la plaquette de ensayos Cinco autorretratos en ausencia (Fósforo, 2021) y del poemario Relicarios (Medusa, 2023). Premio Nacional al Estudiante Universitario Carlos Fuentes 2023.


 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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