reseña / diciembre 2023 - enero 2024 / No. 108

El bosque de la noche, de Djuna Barnes
Escrita en Londres en 1936 por la estadounidense Djuna Barnes (1892-1982), El bosque de la noche es una novela a la que se denomina modernista, oscura, extraña o críptica. Al traducir el título literalmente (Nightwood), la novela puede entenderse como un bosque hecho de noche. Uno de esos bosques medievales, con nada alrededor más que kilómetros de campos y ritos agrestes, en donde tanto los seres mitológicos, como los seres nocturnos, se funden en la indefinición; en donde, mirando hacia arriba, eso de ahí bien podría ser un búho burlón, el follaje que bailotea siniestro o un demonio que acecha.

Corren los años veinte. Entre el barón vienés Felix Volkbein, el doctor Matthew O’Connor, Nora Flood, Robin Vote y Jenny Petherbridge, hay una sola cosa en común que genera el motor de convergencia de la novela: una paradoja en la propia identidad. Así, aquello que los hace similares, también los aleja entre sí. En el doctor O’Connor, las dicotomías se derraman unas en otras. Se le llama doctor, pero no tiene un quinto, y tampoco cuenta con título. Es una especie de Tiresias, un oráculo de oscuridades, ya hombre, ya mujer, al que le gusta llamar Ellaa Dios por haberle “hecho así”. Pareciera ser más bien un doctor de tragedias, aunque no se cure la propia, pues sus largos y enrevesados soliloquios sólo progresan hacia la imposibilidad de comunicar, o agotar, su desesperación ontológica.

Por su parte, el falso barón Felix Volkbein se esfuerza en preservar el linaje que le ha dejado su padre, un judío converso de ascendencia italiana, que habría de montar toda una parafernalia de retratos y relatos de origen. Quizás intuyendo su falsa aristocracia católica, Felix se aferra al prestigio de la descendencia, y es esto justamente lo que lo lleva a elegir como esposa a Robin Vote. Una mujer a quien se describe como la “portadora del pasado […] [y ante la cual] sentimos que podríamos devorarla, a ella, que es la muerte devorada que vuelve, porque sólo entonces llegaríamos a acercar nuestro rostro a los labios ensangrentados de nuestros antepasados”. Sin embargo, a través de esos labios, el barón sólo encuentra colmillos, ya que tras el nacimiento del heredero Volkbein, su esposa lo confronta con una mueca de dientes pelados, lo abofetea y, refiriéndose al hijo, grita furiosa que no lo quería y no vuelve nunca.

Huyendo del Viejo mundo y de sus asfixiantes anacronismos, Robin llega a Estados Unidos, en donde se cruza con Nora Flood, anfitriona de uno de los salones más excéntricos y concurridos del país. El encuentro ocurre en un circo. Las dos desconocidas están sentadas una al costado de la otra en el público. De pronto, una leona entra en la arena, y en un momento liminal, realiza una serie de movimientos, dirigidos, en apariencia, a Robin, como si el animal reconociera al animal llevando a cabo un ritual secreto. El momento se vuelve difuso. Robin y Nora se dirigen dos que tres palabras (sus nombres) y salen del circo para no separarse más.

Una elipsis lleva la narración al punto ciego del hechizo de amor. Robin y Nora viajan juntas a París y entablan una domesticidad de objetos y memorias compartidas. Con todo, a Robin se la disputan dos energías, “el amor y el anonimato”, y sale de nuevo al encuentro de la Noche. Se enreda con desconocidos, se nubla la conciencia con alcohol, vaga sin rumbo. Entretanto, Nora la espera encerrada en una domesticidad que naufraga.

Llegado el solsticio de invierno, Robin la abandona por una tal Jenny Petherbridge, una viuda que busca enraízar su identidad con un amor sagrado que logre sublimarla, y borrar su falta de singularidad. En esta triangulación, tanto Nora como Jenny sufren los estragos de la Noche de Robin. Entretanto, el animal nocturno va desdibujándose cada vez más, como si se convirtiera en una sombra que ya sólo puede deambular, pero en el corazón de Nora, ya se ha formado un fósil:

El amor se convierte en el depósito del corazón, análogo al cien por cien a los “hallazgos” de una tumba. Así como en una tumba se registrará el emplazamiento del cuerpo, la vestimenta, los utensilios necesarios para la otra vida, también en el corazón del amante se rastreará, como una sombra indeleble, el objeto de su amor. En el corazón de Nora reposaba el fósil de Robin, la entalladura de su identidad, y a su alrededor, para sustentarlo, circulaba la sangre de Nora. Así el cuerpo de Robin jamás sería desechado ni corrompido, y jamás dejaría de ser amado.

Y bien, ¿podría imputársele a un animal nocturno como Robin, que en torno a ella se constelen la pérdida y el dolor de los personajes que la han querido para sí? ¿O es más bien que lo que despierta Robin en el barón, en Nora y en Jenny, es el deseo por capturar la oscuridad? Probablemente Djuna Barnes no respondería directamente a este enigma. Quizás sólo diría que “Hay un hueco en el ‘sufrimiento del mundo’ por el que el ser singular cae de continuo”. Ese hueco tal vez sea la Noche, atrayendo con su poderoso imán, a los seres diurnos que caen en ella con violencia, buscando a su Robin.



Regina Ros Gómez (Veracruz, 1996). Estudió la licenciatura en Literatura y Letras Modernas Francesas en la FFyL, UNAM. Fue becaria en un proyecto PAPIME de traducción de textos medievales cómicos en francés antiguo. Ha trabajado como correctora de estilo y traductora de guiones para Río Azul Films. En 2022, obtuvo la beca de Jóvenes Creadores del FONCA, en la disciplina Letras, categoría Cuento.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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