Eran las cuatro de la mañana, aún reinaba la oscuridad. García, como siempre en diez años de trabajo constante, había llegado muy temprano al vertedero, le gustaba mirar las cintas en una especie de meditación y sentido de dominio. La vista era la misma de todos los días, no era una vista que alguien pudiera envidiar pero ciertamente era suya y por unas horas más sólo suya.

Le gustaba el frío de la mañana que le secaba las mejillas e incrementaba sus arrugas prematuras; disfrutaba de la ausencia de ese tipo de ruidos del que se llena un lugar ocupado. Era un tipo solitario al que no le agradaba compartir comentarios fuera de lo estrictamente laboral.

Caminó un poco por las diferentes cintas, se detuvo cuando le pareció que debía detenerse, se recargó en los barrotes y se puso a mirar. Podía estar ahí todo el día, suspendido en su mundo feliz. Encontraba un placer poco convencional inventándose historias sobre los residuos que llegaban hasta ahí, observando las formas caprichosas que se formaban en cada contenedor con tan poca luz. Entre historia e historia, pasaba su mirada de un contenedor a otro, sólo que esta vez sintió como si el mundo se detuviera por un segundo y sus sentidos se despertaron en un afán de ponerle nombre a lo que estaba viendo. Sintió miles de espinas dentro de sus brazos, un sudor frío que empezaba en su cuello y terminaba a la mitad de su espalda. Por un instante deseó no estar solo, pero lo estaba y su curiosidad era mayor que su temor, así que bajó hasta el contenedor, acercó una silla, se trepó a ella y miró con la leve esperanza de que todo hubiera sido tan sólo un juego de su imaginación. Ahí estaba, era un tronco humano sin cabeza, sin brazos y con apenas la mitad de las piernas. La impresión hizo que se echara para atrás de manera instintiva, cayendo escandalosamente. Se incorporó rápidamente, levantó la silla y se fue hacia su auto sin mirar a atrás, como cachorro en busca de su madriguera.

Los trabajadores empezaron a llegar, eran ya las siete de la mañana. Poco a poco el estacionamiento se fue llenando. Unos golpecitos en el parabrisas hicieron que García volviera en sí.

—¿Qué haces, mano? ¿Te sientes mal?
—¿Eh? No, no, me quedé dormido —respondió García.

cuento-no-fear-sundstrom.jpgSalió del auto, saludó de mano a su compañero y se fueron hacia las cintas. Eran ya las ocho, la actividad iniciaba de manera regular. Se encendieron las máquinas y se prendió el incinerador. Ahí iban los residuos hacia su destino final. Hoy le tocaba a García apilar los prensados, así que sin pensarlo un segundo empezó la actividad esperando que nada de lo vivido horas atrás fuera verdad.

—¡Detengan las cintas, hay algo en ese contenedor! —gritó un trabajador.

Se detuvo la actividad, algunos curiosos se acercaron al hombre que había pedido el alto y pronto todos en el vertedero rodeaban el contenedor, algunos de lejos y otros, los más aventurados, queriendo ser parte del hallazgo. Cuando el encargado tomó el teléfono para llamar a la policía, ya todos formulaban teorías y repetían lo visto una y otra vez como quien cuenta una pesadilla para quitarle impacto.

Las autoridades tardaron una hora en llegar y media hora después hicieron su aparición López y Toquero, su pareja, detectives de profesión al servicio del gobierno federal.

—A ver, a ver. A un lado todos, no estorben. ¿Quién descubrió al difunto? —dijo al aire Toquero.
—Yo, pues. Lo miré justo antes de vaciar el contenedor al incinerador, otro poco y se va. La santa muerte debió tenerle algún aprecio al muertito, que me sopló al oído que mirara para allá.

Se hizo un silencio, no hubo hombre que no sintiera un escalofrío al oír aquellas palabras.

—¡No diga pendejadas! —gritó Toquero nervioso, sacando el pecho. Aquella camisa de poliéster a medio cerrar dejó ver el torso lampiño de un hombre de corta estatura.

López, sin pronunciar palabra, observaba a todos los presentes, cualquier señal sería un comienzo. En seguida subió a la oficina del encargado, el cual lo siguió con el estómago descompuesto.

—Voy a necesitar una lista de todos los presentes, la hora a la que entraron a trabajar, una descripción detallada de las actividades que se realizan en este lugar. Venga, asómese y dígame, quién es ese hombre que está tan callado y con la cabeza hacia abajo, quién es aquél todo tatuado que se ríe de Toquero.

cuento-foto-sundstrom.jpg—El callado es García. El otro apenas tiene dos semanas trabajando aquí, le dicen Loco. Le subrayo en la lista sus nombres. Se ve que tiene buen ojo, ambos son bastante raros. Pero no vaya a pensar que alguno fue, ¿quién dejaría un cuerpo en esas condiciones y tendría el valor para presentarse a mirar qué pasa?

No hubo respuesta. López era de pocas palabras. Se quedó arriba observando cómo se iban retirando los curiosos, quiénes permanecían y a qué distancia, en tanto se hacía el levantamiento del cuerpo, un proceso bastante lento.

Al día siguiente, López escuchaba en la radio la entrevista que le hacían al encargado del vertedero, cuando Toquero entró orgulloso de sí mismo a entregarle listas y generales del vertedero y los trabajadores.

—A este hombre sí que se le da la lírica, Toquero. Vete a hacerle una visita a estos que te marcó, me averiguas quiénes son, qué vicios tienen y con quién comparten sus afectos.



Una semana más tarde el forense entregaba un reporte detallado. López lo tradujo a Toquero:

—No hubo violencia antes de su muerte, no hay drogas en el cuerpo pero sí gran cantidad de alcohol, tenía apenas dieciocho años, el secreto de su muerte está en la cabeza que no tenemos. El ADN no corresponde a ningún registro de delincuente, llevaba cuatro días muerto, lo congelaron ya desmembrado, había restos de carne de cerdo en los cortes. Así que el numerito lo armaron en una carnicería. Ahora, en el vertedero no tienen ningún control de lo que llega, así que cualquier recolector de basura lo pudo haber llevado.
—Otro caso más sin resolver.
—Toquero, no se acelere, sólo ha pasado una semana. Además, tenemos una pista, encontramos las manos en otro contenedor, así que alguien se encargó de distribuirlo, por lo que puede tratarse de una persona con acceso al vertedero que conoce los horarios.
—Y eso se reduce al encargado del vertedero.
—Y a García. No se le olvide que él llega antes que todos y ya lleva años ahí.
—Pues ya estuvo, ¿para qué nos complicamos? Vamos por él, lo hacemos confesar y tomamos otro caso. Además, al güey ni perro que le ladre y seguro ni le gusta su vida porque se la pasa en el vertedero todo ido. ¿Quiubo?
—¿Y qué me dice de Loco? ¿Qué ha averiguado?
—No, pues ese sí que está loco, mi jefe. Mire, vivía en la calle limpiando parabrisas, todos sus cuates viven de milagro, ya sabe: drogados, pidiendo dinero en las esquinas, robando… Y esos tatuajes se los hizo él mismo nomás porque sentía rico, todos tienen que ver con muerte y palabras en inglés, usté ha de saber, uno dice: NO FEAR. Mis contactos dicen que éste no siente dolor y gusta de dárselas de hijo del diablo. Ya cambié de opinión, mejor nos echamos a éste y hasta le hacemos un favor al país. ¿Quiubo?
—Toquero, no se adelante a tomar decisiones que no le corresponden. cuento-foto-dimitri_c.jpgEsperemos a ver quién reclama el cadáver. Hable con la prensa y dé detalles de posible edad y complexión del difunto, que le añadan un poco de sensacionalismo para que lleguemos a más gente. Si le falta inspiración lea la entrevista que le hicieron a Muñoz.
—¿A quién?
—Al encargado del vertedero, ¿no lee usted ni sus propios reportes?



Finalmente llegaron a la estación de policía varias denuncias de jóvenes extraviados. Una vez cotejado el ADN de los desaparecidos con el de la víctima se llegó a conocer la identidad del hombre: éste provenía de una familia de clase media baja y vivía con la madre, ya acostumbrada a que tardara días en  volver al hogar, ya que el joven era el “hombre de la casa”.

La madre, una mujer de baja estatura y de aproximadamente 60 años, oyó al jefe policial decirle que las pruebas demostraban que aquel despojo humano era su hijo. Tenía los ojos secos, su mayor temor se había confirmado. Mirando hacia la nada empezó a hablar sin que le fuera requerido.

—Lo soñé, sabía que algo había pasado. Alguien tocaba a la puerta, al abrir no había nadie, sólo un bulto muy grande de carne descompuesta. Sabía que era él. Ese afán de hacer dinero rápido. Salgo de casa sin luz y regreso a ella con la misma oscuridad, con las manos casi vacías, ese casi es lo que lo va matando a uno, se puede comer pero no soñar… no hay tiempo para ello, no hay que perder lo que ya se ha ganado. No seas vago, le decía. Tienes que ser mejor que yo, ya ves a tu padre, prefirió irse de barrendero que luchar por nosotros, qué harás el día que yo te falte…

López miraba a aquella mujer muerta en vida, preguntándose qué sentido le encontraría a su vida. Quizá nunca tuvo alguno.

—Cuénteme de los amigos de su hijo, señora.
—Tenía un amigo de dinero que nada más le hacía ver lo que no tenía y además un montón de vagos con los que se iba a tomar al parque. Un día llegó con letras en la cabeza hechas con un cuchillo, decía que las quería ver cada vez que se mirara al espejo.
—¿Qué letras?
—Algo en inglés, como que de valor, de no a algo. Lloraba mi hijo y ya no quería llorar más.
—¿A qué parque iba?

Tan pronto se enteró López del lugar, mandó a Toquero a preguntar entre las pandillas que encontrara quién conocía a Antonio. Se sorprendió al saber que era muy conocido, lo querían. También confirmó lo que le parecía una ridícula coincidencia: NO FEAR.

—Toquero, acompáñeme, vamos a tener una plática con Loco. Usted anota.



—A ver, amigo, me dicen que conoces a Antonio Casas, ¿es cierto? —preguntó López a Loco esperando ver alguna reacción que lo delatara.
—Sí, claro, es mi brother. ¿Anda en pedos?
—¿Cuándo fue la última vez que lo viste?
—Pues ya tiene rato, no me acuerdo. Le hice un conecte, quería trabajar… por su jefa. Chido, le dije. Así que lo traje acá y lo llevé con el patrón. Pero el güey se puso duro nomás entramos. Chale. No fear, le dije.
—¿De dónde sacas esas palabras?
—Chale, no me diga que no entiende. Es inglés. Así hablan en el norte, ¿no sabe?
—Conoces por allá, al parecer.
—Psssss sí. El patrón me llevó. Bueno, antes no era mi patrón, nomás le hacía trabajos. Luego me dio chamba acá.
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No faltó más. López confirmó su sospecha, un mes después tenía las pruebas suficientes para llevar a Muñoz a juicio como participante en la desaparición de Antonio Casas después de que éste se echara para atrás en una operación de narcos. Muñoz ordenó que le fuera cortada la cabeza al joven, nada más porque le desquiciaba ver a alguien tan débil con una cicatriz como ésa. Ya se había desecho de varios tipos de la misma manera, no esperaba que alguno de sus empleados se fijara en aquellos contenedores. Suerte, fue lo que dijo.



Días más tarde, la madre de Antonio fue a llorar la muerte de su hijo con el hombre que los abandonó. Pensó que su sufrimiento era mucho para una sola persona. Le gritó cada uno de sus rencores guardados y lo culpó de la muerte de la única razón de su vida restregándole el periódico que contenía la noticia. García no supo qué hacer, se quedó sin habla, cayendo de rodillas al piso.


Ilustraciones:
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Flor Coss (México, D.F., 1970) es ingeniera en Computación por la Facultad de Ingeniería de la UNAM. Sólo ha salido a la luz un relato suyo en la publicación de 2007 de la Escuela de Escritores en España.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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