Para Abichuela

Con calma, casi con familiaridad, tomándolo en sus manos
comprendió la profundidad de los sueños y la suerte de las lágrimas.
Estaba a punto de besarlo cuando recordó la advertencia del ángel Gabriel:
—Si entras en este sueño, Amaril, dejarás de soñar.

Mario Satz, “Azahar”

 
 

Uno

Al inicio de la tarde tuvo ganas de fumar. Tomó la pipa de agua y distrajo la mirada en el humo que salía de su boca y que formaba nubes amarillas, ámbar rescatado del cielo. Abou-Hassán, comerciante de seda y dátiles, recordó el verso del profeta: “El mundo es una gota de agua, el azahar que se desvanece en el tiempo.”  La aspereza del tabaco le devolvió las fatigas del viaje, la imagen de un ave teñida de rojo; un aleteo que le transmitía una somnolencia pegajosa, producida —tal vez— por una comida abundante.  Sus labios exhalaron una tenue colina de humo, la última. Afuera, el harmattan —producto del invierno sahariano— soplaba del noreste, bajo su influjo la corteza de los árboles se agrietaba y las plantas desvanecían sus colores. En las noches, Abou-Hassán acostumbraba subir al torreón en el centro del patio para vigilar los diminutos reptiles que salían de sus madrigueras en busca de presas. El torrente de huellas dejado en la arena recordaba el tránsito de las estrellas y en las mañanas el desierto parecía una superficie viva, surcada por venas. Abou-Hassán regresó al diván, dejó escapar un bostezo, se tapó con una manta de pelo de cabra y durmió.



Dos

cuento-historia-night-fate.jpgAbrió los ojos. En los párpados pudo sentir las patas heladas de un par de mariposas blancas. Un poco de aire frío se filtraba bajo la puerta, traía los restos de una canción, la gesta de los amantes, sus besos de humo. Pidió vino de dátiles pero sus sirvientes no acudieron. Repitió el llamado en vano. Al fondo del cuarto bailaban sombras. El ritmo de una respiración removía el silencio, hacía temblar las sombras como a las hojas de un árbol. Abou-Hassán examinó su cuarto y descubrió varios objetos de madera, nuevos a su vista y oscurecidos por el tiempo. Ánforas y vasijas se alineaban sobre una mesa baja. Cuando volvió la mirada encontró que la luz incidía en las sombras y les daba forma. Así, una mujer surgió de la penumbra y, sin reparar en él, alcanzó uno de los recipientes, le quitó la tapa y revolvió el interior buscando las hojas de naranjo que Abou-Hassán usaba para el té. Las pulseras en sus brazos tintineaban.  Sus ojos eran brillantes y negros; manojos de arrugas permanecían estancados en la frente y en las mejillas. Quiso preguntarle qué hacía en su cuarto pero no se atrevió. La luz se movía por el piso, entretenida en el vislumbre del fuego descubrió por accidente más objetos: un sillón encorvado, cojines dispersos en las esquinas, repitiendo en sus arrugas lejanos vestigios de hombres. Un gran espejo duplicaba paredes, encaminaba al mundo a una consistencia de naturaleza muerta. Abou-Hassán se levantó, pasó junto a la mujer que lo miró en silencio y contempló su reflejo con perplejidad infantil, le hizo votos solemnes. Un examen más detenido reveló que la superficie no era inerte sino que se esforzaba en imitar la piel del invierno, sus formas de agua. Se miró hasta observar que el reflejo envejecía, como si el tiempo pasara de ave en reposo a una en continua migración, entretenida en las líneas de su rostro y  pensó —en el desfiguro— que su memoria comenzaba a inventar. Sintió oleadas de vértigo. Advirtió una revuelta de lunas en el techo.  En los ojos duplicados manaban transparencias. Abou-Hassán intentó hablar pero una voz le murmuró que aún no estaba preparado: su mente era demasiado elemental para la fantasía; su pensamiento, el torpe dibujo de un niño. La somnolencia volvió; el sopor fue un vaso de agua rebosante. Bostezó. La mujer lo guió con calma al diván. Volvió a dormir.



Tres

No supo cuánto tiempo había pasado. Esta vez no quiso abrir inmediatamente los ojos sino que se mantuvo atento en su oscuridad, expectante. Afuera seguía la inmovilidad de la tarde, recorrida por instantes de frío. Podía escuchar la pesada respiración de los camellos, los hocicos abrevando en las tinajas del patio: las fosas nasales se dilataban y de ellas emergían vahos circulares que al elevarse en la tarde adquirían una intensa luminosidad verdosa. Abrió los ojos. El remedo de una nube dejó en las ventanas su impronta de humedad y río. Se apoyó con dificultad sobre los codos: brazos y piernas estaban entumecidos. En el desconcierto pensó que había dormido largo tiempo, que diminutos insectos se reproducían en sus articulaciones. La mujer seguía en el cuarto, esta vez acompañada por una joven. Abou-Hassán alzó la cabeza para verla mejor: estaba ataviada con un sencillo vestido de algodón, de mangas largas, sin ningún estampado. El cabello castaño —suelto y largo— oscilaba en la mitad de la espalda.  Observó con detenimiento la redondez de los hombros, el largo perfil del cuello iluminado tenuemente por los restos de luz esparcidos en el suelo. Apretó los párpados al sentir un montón de plumas flotar en su cabeza. La joven se acercó a él, sonrió mientras detenía una mano tibia cerca de la barba. Movió ligeramente el cuello, lo suficiente para que la luz ascendiera en el rostro y los ojos se volvieran profundos y acuosos. Un lunar sobre la ceja derecha brillaba en la penumbra de la frente. En su mirada habitaba la seda y el olvido y esa deficiencia en la memoria la tornaba vulnerable, dispuesta a los espacios blancos. Abou-Hassán se preguntó por el origen de la sensación voluptuosa que lo envolvía y que al no poder darle cauce se transformaba en un sentimiento de tristeza. La mujer habló:

cuento-historia-squidonius.jpg —Al fin abres los ojos.
—¿Qué hacen aquí?

La mujer fingió no oírlo y encendió un brasero. Hilillos de humo buscaron el techo. Las aletas de su nariz se dilataron al recibir el olor que despedían las hojas de naranjo.

—Has tardado mucho, debes estar cansado —dijo con afabilidad mientras tomaba un cuenco y lo llenaba con agua— pero no te preocupes, pronto te recuperarás—. Las hojas de naranjo se ablandaron al contacto con el agua, le dieron tiempo para mirarlo, retrasar las palabras como si encontrara un placer secreto en ellas.

Abou-Hassán se estiró para desentumecerse, dedicó unos minutos a justificar un desvío de la mente, la posible alucinación del tabaco; aunque la fatiga en los miembros —perenne desde que había abierto los ojos— le sugirió una larga caminata, la pendiente de la locura, el combate prolongado contra las arenas viscosas del sueño.

—Estás despierto, muy despierto —dijo la mujer con una sonrisa.

Con el sonido de la última palabra llegó un alivio prematuro: la voz perduraba con una sabiduría lejana, tal vez antigua, que unida a la reiteración de su vigilia le obsequiaba liviandades, el poder de controlar el agua. La mujer se sentó junto a una mesa, con gesto cansado limpió las hojas de naranjo restantes; el cuerpo de la luz, en medio de sus manos, se esparció en la vejez de la madera, la volvió el fragmento brillante de una playa. Abou-Hassán recordó las playas de su infancia, verdes y azules, repletas de caparazones abandonados. La joven, asombrada, acercó las manos al fuego que reaccionó con azules y ríos de chispas. Burbujas emergieron de inmediato en la superficie del cuenco, se reunieron en una espuma compacta que recordaba la molicie de los barcos. La mujer se sentó, entrelazó las manos sobre el regazo mientras el humo del brasero terminaba de envolver el cuenco. La joven lo contempló con curiosidad, al flexionar las piernas el vestido había subido unos centímetros dejando al descubierto sus pies calzados con sandalias púrpuras, decoradas al frente con pavorreales en vuelo; pulseras plateadas alrededor de los tobillos. Los pájaros, antes ruidosos, se mantuvieron en silencio, esperando el ocaso en las ramas de un pino. Abou-Hassán entreabrió la boca, varios puntos de humedad se acumularon en la frente, uno de ellos se separó del resto y descendió con pereza hasta la mejilla. La mujer retiró el cuenco del fuego, las burbujas perdieron fuerza y culminaron su alboroto con un siseo apagado.

—Té de azahar, te quitará la somnolencia.
—¿Estoy en mi casa? —preguntó Abou-Hassán, esmerado en recuperar una certeza que se le escapaba.
—No… vienes de muy lejos —le respondió mientras soplaba al cuenco y la superficie del agua se estremecía entre delgados brazos de humo.

Abou-Hassán enderezó la cabeza. La mujer inclinó el cuenco sobre su boca, la mano temblaba y en el temblor las venas azules que descendían a los lados se abultaron, invadidas de pronto por diminutos ríos de sangre. Bebió con la mirada fija en sus ojos. El té recorrió su garganta dejando una cadena de palpitaciones. Una oleada de calor bajó por su pecho, diseminó el aire frío entre sus pies.

cuento-historia-nazreth.jpgEn medio de mareos se sentó en el borde del diván. La habitación parecía distinta a cada momento: las vigas del techo eran imprecisas en sus colores, los motivos geométricos de una alfombra mudaron a las paredes, el polvo que flotaba y se hacía turbio recordaba un banco de arena submarino, agitado por la tormenta. La joven, después de pasearse por la habitación, de observar el frágil pabilo de una vela como si no lo comprendiera del todo, le tocó la frente. El contacto prolongó una extraña sensación de pesadez que culminó con un bostezo. Ella pareció darse cuenta del efecto que causaba y se volvió. Al hacerlo, la cinta que ceñía el vestido al cuerpo quedó flotando un instante y al descender se atoró en la esquina de una mesa; la inercia del movimiento hizo que la cinta se desanudara y el vestido resbaló lentamente por el talle hasta yacer en el piso como una segunda piel abandonada, aún con restos de perfume en las costuras. La joven dejó que el resplandor de las ventanas descubriera el relieve de las costillas, el suave hueco del ombligo que parecía alargar la parte inferior del torso.  Se acercó a él con una sonrisa calma. Abou-Hassán rodeó con el dedo índice la incipiente rigidez del ombligo, usándolo como pretexto para aventurarse a la extensión cercana a los senos. Varios lunares desperdigados en el vientre le recordaron granos de arroz, arrojados al azar en una planicie nevada. Extendió la mano y sintió escalofríos cuando sus dedos llegaron al espacio entre los senos y cruzaban con un ligero temblor la breve línea de sombra que se desplazaba entre ellos. La joven respiró profundamente, pudo sentir cómo su respiración se trasladaba a él, cómo se tensaba un momento, guardando impulso, como si tuviera que esperar algo, quizás una palabra desconocida, aguardando ser dicha por cualquiera de los dos. La mujer asistía la escena con ojos quietos, los labios apretados y firmes. La joven le ofrecía su cuerpo desnudo como una historia latente, en espera de ser escrita para así poder ser fuente de otras; historias tristes, historias contadas una y otra vez hasta lograr que las palabras perdieran paulatinamente el significado y el perderse en ellas fuera algo inevitable. Mientras su mano derecha vagaba por las caderas imaginó que el vestido no se había enganchado por accidente, que todo, desde las palabras intercambiadas hasta la mano de ella que ahora bajaba para guiar la suya a la zona interior de los muslos, había sido ensayado meticulosamente. Imaginó a la joven repitiendo frente al gran espejo cada uno de los movimientos que formaban parte de esa puesta en escena; una coreografía que ignoraba, pero que después, al tomar conciencia de la importancia de sus palabras, de su peso específico, se obligara a adoptar una sabiduría escondida y engañosa. La trató de encontrar mientras las manos, enlazadas, volvían a subir por las caderas, como si la primera exploración no hubiera sido suficiente y necesitara reafirmarse en la invención de formas circulares sobre el vientre. Abou-Hassán vio a la joven en la pausa de la madrugada, con la luna roja en la cara, imaginándolo a él y a la estela de frío dejada en su piel cuando por fin el vestido cayera. Se vio ignorante, atenido al tacto de las manos que, unidas, parecían ser las de una persona dependiente de impulsos largos, uniformados en el deseo. Su ignorancia le hizo sentirse como un impostor, alguien sujeto al azar de las tormentas de arena y que trasladado a un escenario desconocido sintiera la falsedad de una vida para la cual aún no estaba preparado. La joven pareció entender su inquietud y entrecerró los ojos dándole a entender que era el indicado, que la incertidumbre cedería con el cuento-historia-eserna.jpgtiempo, la torpeza de sus manos estaba a salvo en las suyas. En medio de la confianza pudo intuir un engaño sutil, aludido en el aura de frío que perduraba y que parecía bosquejada por una inteligencia tenaz e inexperta. Las puntas de los dedos humedecieron el inicio del sexo, y cuando llegaron a su depresión se separaron, comprendiendo que su llegada obedecía a una búsqueda individual. La joven cerró los ojos para seguir a ciegas el endurecimiento de los muslos, de los senos. Abandonada, acercó la boca esperando un beso. Juntó los labios. Abou-Hassán trató de encontrarla pero los labios se hacían de aire y las mejillas perdían consistencia hasta dejar juegos de luz sobre la piel. La respiración de la joven se perdía como el viajero que se obstina en un imposible laberinto.

—¿Qué pasa?, preguntó Abou-Hassán a la mujer.
—Ella está de paso. Mira, ahora está por despertar.

La joven fue invadida por fragancias dulces, fosforescencias amarillas. Sus ojos se llenaron de nubes y un poco de azahar impregnó el lugar donde habían estado los labios. Aún pudo verla, estremecida, como si presintiera la ilusión del invierno, como si su perfil fuera el cuerpo de una llama y alguien, en secreto, intentara apagarla. Antes de desaparecer dirigió una mirada de sorpresa a su alrededor.



Cuatro

Consumió las horas obstinado e insomne. Recorrió salones, fatigó el movimiento de los pájaros y el transcurrir de los relojes. La mujer le advirtió la inutilidad de sus esfuerzos, le explicó que ese sueño en particular no era pausa ni arribo, sino un punto de partida interminable; él —como ella— tendría que afrontar la postergación, la espera de otros viajeros, espejismos que al desvanecerse lo recordarían con la vaguedad de un trazo borroso. Uno de ellos, cuyo sueño tuviera la lucidez suficiente, sería su reemplazo.  Al acabar su explicación, con gesto satisfecho, se desvaneció.  Abou-Hassán no le hizo caso y siguió alumbrando los rincones con lámparas de aceite, vigilando el polvo de los corredores. Al tercer día, derrotado, fue por la manta de pelo de cabra y durmió; pero cada vez que abría los ojos no podía despertar y pasaba de un sueño a otro, como quien recorre las habitaciones de una mansión infinita.

   


* Este cuento, basado en un relato de Las mil y una noches, ganó el segundo lugar en el VIII Premio de Narrativa Breve “Tirant lo Blanc” convocado por el Orfeo Catalá, la representación cultural de Cataluña en México.


Ilustraciones:
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Alejandro Badillo (Ciudad de México, 1977) reside en Puebla desde 1986. Participante desde 1999 de diversos talleres de narrativa en la Sociedad General de Escritores de México. Ha publicado cuento en diversas antologías, en los suplementos culturales de los diarios Síntesis, Cambio e Intolerancia, y en la revista Crítica, de Puebla. En 2007 fue becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes en la categoría de cuento. En los años 2006 y 2007 ganó la cuarta y la primera mención honorífica en el Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción convocado por la Secretaría de Cultura en Puebla.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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