Desde su jaula un pájaro cantó:
¿por qué los niños están libres
y nosotros no?

José Juan Tablada



Ocupémonos por un momento de la poesía y del lector infantil, hablemos de la poesía y los niños, pues. Asunto vasto por donde se lo vea, intentaré tomarlo a partir de dos vertientes, desde las cuales apelaré a la necesidad de fomentar la cercanía entre la infancia y la poesía: el niño como lector de poesía y los libros para niños, esto último entre interrogaciones.

ensayo-en-defensa-hortongrou.jpgTomo en una amplia acepción la palabra lectura para asumirla como interpretación, descodificación y creación de sentido. Así, podemos pensar al niño como un gran lector, como un gran creador de significados, un ser que en cada acto de conocimiento dota de sentido al mundo que lo rodea. Para no ser original vuelvo a la analogía entre Adán y el niño que aprende a hablar, con cada palabra de la que se apropia lo hace también de los objetos, de las ideas, de las relaciones que establece con la realidad y con sus semejantes.

La poesía nos permite, en gran medida, apropiarnos de nosotros mismos, significar con el lenguaje lo inconmensurable; nos ayuda a ordenar el universo y habitar nuestras vidas. ¿Acaso no es el juego una forma primigenia de poesía? ¿no hay metáfora en la creación de mundos alternativos? Los niños que juegan, que imaginan, que suponen “aquí está la puerta de la casa”, “ahí viene el león”, “éste es el barco”, participan ya de actos de creación en los que sobran los referentes reales, en los que se desbordan los canales de formulación de sentido. La poesía, como acción creadora y diversificadora, como dictadora de sus propias reglas y dimensiones, debiera ser un gran juego para el lector.

Ahora bien, para quien comienza a descodificar la realidad, para quien a partir de los sentidos aprende cómo funciona el universo, para quien las palabras apenas son ritmo y emoción, la poesía debe ser una presencia vital, tan necesaria como el calor materno. Por fortuna, así lo han entendido las madres a lo largo de la presencia humana en la tierra, y han creado para alimentar a sus hijos, canciones que, más que dormirlos, los despiertan, abriéndoles el oído y la emoción al entendimiento del mundo mediante su canto.
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En un texto sobre nanas infantiles, Federico García Lorca apunta que: “Muy lejos de nosotros, el niño posee íntegra la fe creadora y no tiene aún la semilla de la razón destructora. Es inocente y, por tanto, sabio. Comprende, mejor que nosotros, la clave inefable de la sustancia poética.” Y, aunque suene aventurada la afirmación, hay mucho de verdad en ello. La realidad en el niño está dada a partir del juego, a partir de la sinceridad de su percepción que aprueba con la sonrisa o rechaza con el llanto.

Sabemos que no es necesario comprender de forma puntual los versos de un poema para disfrutarlo, que no es toral el análisis de las palabras para recrearnos en ellas, que el juego simplemente es juego y que es vital para comprender lo que nos rodea y lo que somos.

¿Por qué estar a favor, entonces, de las corrientes educativas que obligan al niño a comprender cabalmente un texto, un proceso o un fenómeno, para demostrar que ha aprendido, como si no fuera el juego el principio del análisis y de la vinculación con la realidad?

Un gato cayó en un plato
Sus tripas se hicieron pan.
Arre pote pote pote
Arre pote pote pan

o

Aquel caracol
Que va por el sol
Y en cada ramita
Lleva una flor
Que viva la vida
Que viva el amor
Que viva la gala
De aquel caracol

Son coplas que repiten los niños, quizá cada vez menos, porque encuentran en ellas la posibilidad de la risa, el grito y la música a partir de la palabra.

Tengo sed.
¿De qué agua?
¿Agua de sueño? No,
de amanecer.

Tomo de Villaurrutia el ejemplo anterior, sonoro, enigmático, lúdico. Nosotros estamos para desmembrarlo, ir hasta el último reducto de significación y enredo. Los niños no. A la escucha de estos versos despertarán los oídos, repetirán las breves líneas e inventarán sus propias “aguas”. Es decir, la poesía, con sus mecanismos de ruptura de lo referencial, es un espacio casi natural para que los niños se apropien del lenguaje y, con éste, del mundo.

ensayo-en-defensa-joanajoe.jpgPor su manera de acercarse a la lengua, el niño es un lector privilegiado, un atento escucha de la forma, del ritmo y del cruce de estos con el significado. ¿Quién no se ha sorprendido y, en última instancia, hartado de algún niño que comienza a descubrir la magia de la rima? ¿Quién no ha tenido el privilegio de mirar a algún infante que, orondo, grita por donde pasa “cabrón cabrón cabrón” o cualquier otra palabra malsonante a los oídos de sus padres y totalmente jocosa para el espectador? Con estos actos se descubre el poder de la palabra. Ya con más experiencia, encontrará que la palabra también hiere y duele.

Decía Gianni Rodari, quizá el más grande autor italiano preocupado por los niños, que hay que dar “todos los usos de la palabra para todos […] No para que todos sean artistas, sino para que nadie sea esclavo”. A partir del trabajo con niños de diversos contextos he podido dimensionar la importancia de la palabra poética en su experiencia.

Cuando, al escuchar la más variopinta selección de textos, despiertan las preguntas y la necesidad de contar la vida, cuando escribimos páginas y páginas de invenciones trabalenguarias, adivinanzas y dibujos explicados, me queda claro que la poesía debe estar vinculada a los niños, a pesar de planes académicos.

Y no es que todo en la escuela esté mal, aparte de la escuela hay mucho que no está bien, pero eso es un asunto que rebasa el tema de este texto. Lo que defiendo aquí es la necesidad del juego y la libertad de la palabra en la vida de los niños. La poesía debe seguir siendo una presencia sonora, pero discreta, sin los acartonamientos del “sonoro rugir del cañón” o los “renuevos cuyos aliños / un viento helado marchita en flor / así cayeron los héroes niños / ante las balas del invasor…”, una presencia vital por luminosa, como las nanas de las que hablaba Lorca.

ensayo-en-defensa-ruthiebabe.jpgVeo con preocupación cómo cada vez más se les limitan a los niños las posibilidades de aprehensión lúdica del lenguaje, cómo con un afán de construcción de personalidades fuertes y búsqueda de conocimiento, los niños son confinados a repetir en miniatura, como en la Edad Media, los modelos de vida adulta.

Basten estos ejemplos: no es lo mismo armar un teléfono con dos botes de duraznos en almíbar y un hilo que traer el móvil de Bob Esponja; tampoco es igual jugar a la tienda amontonando algunos objetos e improvisando una báscula con una cubeta que asistir a un sitio donde “los niños aprenden a jugar como gente grande” (y tiene el descaro de llamarse La Ciudad de los Niños); así, mayor distancia hay entre el disfraz de papel crepé, estambres y diamantina y la reproducción a escala de uniformes de mayor y teniente coronel con todo e insignias.

Nunca antes como en nuestros días los niños habían sido explotados como consumidores, los cánones del capitalismo han llegado a la infamia de utilizar las necesidades alimenticias, intelectuales, emocionales y afectivas de los infantes para sangrar los bolsillos de los padres con el señuelo aspiracional de un futuro feliz, de una vida mejor para sus vástagos.

El quehacer editorial desdichadamente no se salva de este señalamiento. La relación entre la lectura y la educación hacen al libro, y con él a la literatura, presa fácil de la manipulación mercantil. Asistimos hoy a la explosión demográfica del libro para niños: sagas de fórmula en las que la magia resuelve los conflictos personales abarrotan los anaqueles de librerías con tirajes de envidia; no faltan las “hadas que muy ordenadas comen ensaladas y pollo al vapor” las reflexiones, pensamientos y “poesías” para aprender a comportarse de forma asertiva, tolerante y multicultural tienen su lugar de honor, así como las versiones de clásicos de todo tipo para niños que muy inteligentemente se anuncian, por supuesto ilustrados a la Mickey Mouse.

Hemos confinado al folclor, a la nostalgia y a la cursilería, todo aquello que suene a infancia. No estoy por aislar a los niños de la realidad sórdida y apabullante en que vivimos, pero no creo que convirtiéndolos tan pronto en adultos puedan asimilar las particularidades históricas que les han tocado, menos aún intentar resolverlas. Con modelos creados “para niños”, que paradójicamente no respetan su condición de infantes, en donde el juego se circunscribe sólo a la competencia, en los que el colectivo se difumina ante la aparición de un niño solitario, sin la presencia de la palabra más allá de lo referencial, estamos condenando a los niños a un autismo incapaz de reconocer el arte, alejado de todo sentido humano.

Volvamos, con los niños, a la palabra por la palabra, a los maderos de San Juan y la Cucarachita Mandinga, al coco, la muñeca fea y la rata planchadora, pronto llegarán al sauce de cristal, a la Patria impecable y diamantina, y comprenderán que: “Tanto depende / de una carretilla roja / espejeada de lluvia / junto a las gallinas blancas.”

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Ilustraciones:
  hortongrou www.sxc.hu
joanajoe www.sxc.hu
ruthiebabe www.sxc.hu
saavem www.sxc.hu

Luis Téllez-Tejeda (Naucalpan, México, 1983) es poeta, cronista y editor. Estudia Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha publicado poesía en los libros colectivos Crimen confeso (Daga, 2003), Espacio en disidencia (Praxis, 2005), Al frío de los cuatro vientos (Instituto Mexiquense de Cultura, 2006) y Los mejores poemas mexicanos (Joaquín Mortiz/FLM, 2006); en las revistas Viento en vela, Literal Punto de partida; en el suplemento cultural Arena y el periódico Unomásuno. Ha publicado reseñas y artículos en Libros de México, El bibliotecario, Solario y Punto de partida. Es editor del boletín sobre literatura infantil-juvenil y promoción de lectura Puntos y líneas, coordina el área de publicaciones del capítulo México del International Board on Books for Young People. Imparte talleres de creación literaria para niños de poblaciones vulnerables dentro del programa Alas y Raíces del Conaculta. Ha participado en diversos congresos en México, Brasil y Cuba.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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