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Las flores del cerezo
Director: Doris Dörrie
Alemania-Francia, 2008

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Tanto en el cine como en otras expresiones artísticas, el diálogo entre diversas tradiciones culturales es un medio decisivo a la hora de hacer arte. Cuando este recurso está en manos de un artista con sensibilidad, es incluso posible que una obra con deficiencias logre imponerse por su hondura. Concebida como un homenaje al legendario Yasujiro Ozu, la película Las flores del cerezo es una variación de la memorable Viaje a Tokio (1953) donde Doris Dörrie retoma temas fundamentales del cineasta japonés para abordarlos en armonía con el espíritu alemán.

Trudi (Hannelore Elsner) se empeña en viajar a Japón desde el momento en que conoce la enfermedad terminal de su marido, Rudi (Elmar Wepper). Uno de sus tres hijos vive en Tokio por lo que la mujer cree que un buen pretexto para salir del país es visitarlo y conocer el monte Fuji. Su esposo rechaza la oferta pues considera que dicha montaña es como cualquier otra y que resulta más barato que su vástago vaya a verlos a Bavaria. El matrimonio Angermeier opta por visitar a sus dos hijos restantes en Berlín para luego partir a una breve estancia en el mar Báltico. Tras aceptar sin quejas el trato, Trudi advierte el desapego de sus hijos y muere apaciblemente durante un amanecer en un hotel. Proscrito por la incomunicación con sus hijos, herido de soledad, Rudi decide emprender un viaje a Tokio para encontrarse con los anhelos de su mujer.

En Las flores del cerezo Dörrie retoma casi todas las motivaciones del cine de Yasujiro Ozu: la incomunicación generacional de una familia, la soledad debida a la muerte del cónyuge, los hábitos cotidianos y el matrimonio de los hijos. Klaus, el retoño predilecto, vive en Tokio porque así logra independizarse de su madre, mientras que Karl tiene un matrimonio acomodado y Karolin sostiene una relación con una mujer. Los Angermeier se sienten ajenos. Sus tradiciones han desaparecido y sus vástagos no muestran afecto ni interés. Cuando Trudi fallece la familia se distancia aún más y la soledad de Rudi se torna poderosa. Este sentimiento consigna una de las metáforas cardinales del director de Viaje a Tokio: la sensación de fugacidad, o bien, la idea de que es imposible detener el paso del tiempo. Esta misma idea domina el tono del relato.

cerezo-1.jpgEl apego a los temas del cineasta japonés no es el único terreno donde dos culturas se tocan. Dörrie hace un manejo elemental de símbolos, pero la obviedad de estas nociones parece planificada porque permite leer con claridad las semejanzas entre dos tradiciones aparentemente muy distantes. En todo viaje, que es uno de los temas predilectos de la cultura occidental, ocurre una transformación. Una vez que pasa el luto, Rudi emprende una odisea y se renueva. En el contacto con otra civilización halla la comunicación consigo mismo y con su mujer. El vehículo de ese encuentro son las flores del cerezo y el monte Fuji; o bien, los signos de la fugacidad y de la ascensión.

En el terreno de la estética, el diálogo cultural se manifiesta en el baile Butoh, una expresión que surgió por el contacto entre el expresionismo alemán y el arte japonés. Trudi amaba las tradiciones niponas y su admiración la había conducido a practicar esta danza. A pesar de ello, era una mujer paciente que deseaba cumplir su mayor anhelo sólo al lado de su marido. Aquí radica la paradoja que da simetría a la narrativa de la cinta. Las flores del cerezo primero relata la soledad de Trudi y, tras su muerte, que es el desdoblamiento de la metáfora, comienza la crónica del aislamiento de Rudi. La película se funda en su analogía con una pieza de danza Butoh del mismo modo que hizo Takeshi Kitano con el teatro Bunraku en Muñecas (2002).

cerezo-2.jpgDada la simetría narrativa, el ritmo lento y la pasividad de la cámara en Las flores del cerezo parece que Dörrie planeó el rodaje de una película japonesa. Se trata así de un homenaje a Ozu, pero también de una exploración del cine nipón. Aunque esta búsqueda no es fallida, es evidente que la directora no logró consumar la concepción narrativa de la cinematografía oriental. El relato no se mueve con suficiente naturalidad y los personajes no logran despojarse de su creadora porque están forjados con esa sensibilidad intelectual que caracteriza a la literatura alemana. Todo descansa en la fuerza semántica de objetos, símbolos y acciones, a lo que se suma un afortunado uso del color que produce una atmósfera taciturna (el sol en el Báltico y el viento golpeando los cerezos en Japón).

Si los colores y los objetos son relevantes en la significación de esta cinta, su mayor valor es el encuentro entre los elementos de dos tradiciones artísticas. La simetría nipona está emparentada con el muy alemán juego de contrastes; el cerezo, que es la fugacidad, equivale a la flor azul del romanticismo alemán, o bien, la imposibilidad de contener el destino. El tema esencial de la película está en contacto con los aspectos notables de las civilizaciones que dialogan en ella: la belleza como vehículo del alma y la serenidad como medio de trascendencia. Rudi viaja a Tokio con la ropa oriental de su mujer, la cual utiliza cada vez que sale a caminar, y encuentra a una joven de la calle que lo instruirá en el Butoh. Ambos han perdido a un ser querido por lo que su amistad deviene confianza. La joven conduce a Rudi al monte Fuji, donde el alemán cumple el anhelo permanente de Trudi. Para conseguir la comunión con su vida y con su mujer, el hombre tuvo que aprender a ser paciente y a comprender que lo bello y lo trascendente sólo se descubre a través de la contemplación.

cerezo-3.jpgLas flores del cerezo es un ensayo fílmico, disfrazado como ficción, en torno a los aspectos esenciales de la filmografía de Yasujiro Ozu. Más que una apropiación del estilo del japonés, Dörrie reflexiona sobre su arte. En la realización de este ejercicio consigue una película de una belleza visual y semántica extraordinaria. Y es que, más allá de que goza de una fotografía impecable a cargo de Hanno Lenz, esta película logra una inmersión profunda en los símbolos universales de dos culturas altamente sensibles a partir de ideas que nunca dejarán de inquietar a lo seres humanos: el amor, la soledad y la fugacidad de la vida.

 

 
 
 



Rodrigo Martínez (Ciudad de México, 1982) es comunicólogo por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho, Viento en vela, La revista y Periódico de poesía (versión digital). En 2004, obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Universitario Agustín Yáñez convocado por la revista Tierra adentro y el Conaculta. Ganó el premio de cuento del Concurso 35 de Punto de partida (2004) y, un año después, recibió el de crónica del mismo certamen. Coordina el Área de Publicaciones Digitales de la Dirección de Literatura de la UNAM y es profesor de asignatura en la FCPyS (This email address is being protected from spambots. You need JavaScript enabled to view it.).

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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