En principio pareció una fantasía, un arrebato literario: el viernes 24 de abril, desde muy temprano, la caótica Ciudad de México —territorio siempre signado por la demasiada gente— se mostraba desolada y fantasmal, casi en absoluto silencio. Una nimiedad tan poderosa, como puede serlo un estornudo, había logrado lo que sólo sucede en París y Nueva York: hacer del Distrito Federal el epicentro mundial del apocalipsis. En esta ocasión, para nuestra sorpresa, la catástrofe brotaba de las tierras del tequila.

La epidemia de influenza porcina, ahora esparcida por lugares tan distantes como Alemania, Nueva Zelanda, Estados Unidos e Israel, y denominada ya por la OMS influenza humana, ha demostrado entre otras cosas dos hechos fundamentales. Por un lado, la incapacidad del gobierno mexicano de hacer frente a contingencias epidemiológicas (sólo nos enteramos que padecíamos fiebre porcina cuando un canadiense volvió a su país derretido en calenturas); por el otro, es indiscutible que lo único que se ha diseminado con mayor velocidad que el virus ha sido la desinformación y el miedo.

Y es que no deja de ser sugerente que al llamado del gobierno de cerrar por unos días escuelas, cines, centros comerciales, teatros, restaurantes y negocios –los principales espacios sobre los que tiene incidencia– no se hayan sumado buena parte de las dependencias estatales y numerosas compañías de la iniciativa privada. La decisión de paralizar enormes sectores del país ha sido, cuando menos, confusa.

El semblante de los pocos aventureros que por necesidad o por capricho se dejan ver en las calles no deja lugar a dudas; hay ya una paranoia colectiva que “distingue” lo normal de lo patológico: la sencilla diferencia de un cubrebocas que impide, siendo un mero paliativo, darse cuenta de una evidencia categórica: la influenza, si bien puede ser mortal, es absolutamente prevenible; basta con ingerir líquidos continuamente, lavarse las manos con cuidado y tomar vitamina C. La galaxia en expansión que es el DF ha vuelto a ser un organismo articulado a través de la única dinámica que permite cohesionar a tantas voluntades: el pánico. A su vez el infarto sufrido ha golpeado fuertemente tanto las economías centrales como las periféricas. La comunidad restaurantera de la ciudad está sufriendo las de Caín, alrededor de 500 mil personas no están laborando debido al cierre de sus centros de trabajo.

En la provincia, si bien con matices, las cosas no son muy diferentes. Las actividades cotidianas están suspendidas y algunas ciudades se encuentran medianamente abandonadas, sumidas en una suerte de sopor que sólo logra disiparse en reuniones clandestinas, produciendo un verdadero folclor de excentricidades (en medio del desasosiego se baila la flamante cumbia de la influenza y algunas parejas se entregan a escarceos libidinosos con el barbijo puesto). Aunque es un hecho que la influenza ha cobrado vidas —al 6 de mayo suman 42 los muertos, de los cuales 24 son mujeres y 18 son varones— existe cierta distención con respecto a la capital. Después de todo una arraigada creencia nacional sostiene que uno sólo puede enfermarse en el trabajo, no así en los sitios de esparcimiento. Recientemente comienzan a conjurarse, a través del facebook y otras herramientas de la red, reuniones de carácter disidente. Alguien desde luego está escribiendo El Decamerón de nuestros tiempos.

Es innegable que las medidas adoptadas por el gobierno mexicano intentan cortar lo más pronto posible la transmisión de un brote de influenza que, de acuerdo con la OMS, amenaza ya con derivar en una pandemia mundial de costos incalculables; sin embargo el shock de su aparecimiento y propagación ha logrado no sólo que la información suministrada al respecto sea nebulosa y discrecional —y que los mexicanos en buena parte del mundo sean considerados una epidemia en sí mismos— sino que dos noticias de alta relevancia para la convulsa realidad del país hayan sido postergadas y mínimamente difundidas.

Por una parte, la noche del mismo jueves 23 en que el presidente alertó sobre el brote de influenza porcina, el Senado de la República aprobaba una iniciativa de ley para legalizar las drogas, lo que permite la portación de mínimas dosis de marihuana, cocaína, cristal y opio entre otras. Por otra, ha quedado aprobada la Ley de la Policía Federal, una corporación policial que habrá de sustituir a la Policía Federal Preventiva en aras de mejorar las funciones de la autoridad. Esta nueva ley faculta a los oficiales para intervenir líneas telefónicas y correos electrónicos con la finalidad de “prevenir” delitos, atribuciones a las que se suman la capacidad de realizar operaciones encubiertas y vestirse como civiles. Una suerte de Serpicos empoderados vigilarán algo más que nuestras calles.

Incluso ahora, esta epidemia altamente contagiosa, pese a la amenaza real que encierra y los conflictos que despliega, tiene algo de fantástico. 

 

Rafael Toriz (Xalapa, 1983) es ensayista y narrador. Obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Carlos Fuentes en 2004. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas (2003-2004) y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (2006-2007). Ha publicado el bestiario Animalia (Universidad de Guanajuato, 2008) con litografías de Édgar Cano, y Metaficciones (Punto de partida, UNAM, 2008).

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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