Me dedico a sorprenderme por minucias en el encierro a que me ha confinado, como a la mayoría de los habitantes de esta Ciudad de México, la epidemia de influenza que nos azota públicamente desde el 23 de abril. Atiborrada de noticias, reparé antier en una bagatela: la comunidad internacional ha podido establecer criterios de acción contra el brote pero no ha corrido con fortuna a la hora de bautizar a la enfermedad que nos tiene paranoicos, entapabocados y con las manos más lavadas que las de Lady Macbeth;  la que ha desatado desde visiones apocalípticas hasta las más desbordadas teorías de la conspiración dentro y fuera del país. A una semana de roce social, el padecimiento que ha logrado lo que ningún programa cívico —disminuir el tráfico, el comercio ambulante y hasta creo que la delincuencia—, no ha conseguido unificar a los distintos sectores implicados en cómo llamarla, y a la sazón acumula varios nombres:

Influenza (o gripe) mexicana. Como el gobierno de México fue el primero en dar la alerta y el país acumuló rápidamente la mayor cantidad de casos registrados, no es raro que carguemos el sambenito. Ahora bien, el nombre resulta políticamente incorrecto dadas las pasiones xenófobas que ha desatado el gentilicio incluso en países afectos al discurso de las lazos fraternos  —no diga usted en aquellos del otro lado del mundo— la consecuente exaltación nacionalista siempre abrigada por el lábaro patrio, y los conatos de conflicto diplomático aderezados por declaraciones megalómanas.

Influenza porcina. Aunque su fundamento ya no queda tan claro, el uso de este patronímico resultó ser políticamente incorrectísimo —la oposición de los miembros de la Unión Europea fue elocuente. Habrá que darle la razón a George Orwel: los cerdos son especie superior; si no, pregúntenle a las vacas inglesas, cuya sanidad mental quedó en entredicho desde mediados de la década de los 90.

Influenza nueva. Ante la inconformidad de los cerdos y de los mexicanos (hay que reconocer el tesón y empeño de nuestra embajadora ante la UE, Sandra Fuentes-Beráin, para frenar nuestro linchamiento), la Unión Europea decidió, en cónclave efectuado el día del niño, denominar a la epidemia en función del carácter novedoso del virus que produce la enfermedad. Más que una solución al conflicto de intereses, este nombre parece un brochazo de atole con el dedo. O ¿cómo pensará la UE llamar al siguiente brote? ¿Gripe novísima?

Influenza humana. En algún momento, la Organización Mundial de la Salud exculpó a los disconformes con una sentencia incuestionable: “…es claro que este virus ha ganado la habilidad de infectar humanos y transmitirse entre ellos” (Keiji Fukuda, OMS). Salomónicamente, al llamarle “humana”, se confiere una microscópica parte de responsabilidad a cada hombre, mujer, niño o niña del planeta. Claro que en este caso vale la pena preguntarse si la forma de contagio y la población contagiada por las gripes anteriores (las no “nuevas”, pues) no ha sido la misma que expone Fukuda.

En fin, que ante tanta inconformidad parece preferible asumir que esta gripe nació huérfana y es de dudosa procedencia, y entonces basar su nomenclatura en ella misma, o sea en el tipo de Hemaglutinina (H) y Neuroaminidasa (N) que tiene en su cubierta el virus que la causa (gracias a Claudia Segal por iluminarme en el tema). Así, no queda más que nombrarla con el más aséptico, complicado y políticamente correcto de los nombres: Influenza A hache uno ene uno. Gajes de Babel. 

 

Carmina Estrada es editora. Realizó estudios de Arquitectura en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña y de Teatro en la Universidad Nacional Autónoma de México. Se ha desempeñado como editora en las revistas Universidad de México y Punto de partida, y como jefa de redacción en Los Universitarios. Ha publicado Un orbe más ancho. 40 poetas jovenes de México (UNAM, 2005). Actualmente es responsable del proyecto Punto de Partida de la Dirección de Literatura de la UNAM, que publica, entre otros, esta revista.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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