cuento-anabel-foto-theswedi.jpg La elegancia siempre va a ser femenina, o por lo menos va a tener mucho de feminidad. Cualquier otra opinión será evidencia incontrovertible de mal gusto se dice Anabel, acostada en su cama sobre los restos del sueño etílico, recordando la plática de la noche anterior con Eduardo en el St. Elmo s Bar. Piensa contarle lo mismo a Luisa, cuando se vean más tarde; entretanto, tiene que diluir la resaca en la tina de baño y luego olvidarla mientras escurre a través de la cañería. Quizá también ayude un martini.

El olor a domingo se percibe ligero. La habitación toma el orden adecuado para el día, las cosas se amotinan contra la coherencia y la razón posicionales. Esta escena es acción inexorable de la cotidianeidad. Nuestras costumbres tienden a adquirir el valor de extremidades corporales, mas su naturaleza las hace refacciones que podemos sustituir al cabo del aburrimiento, aunque haya a quien le satisfaga vivir y morir oxidado por la rutina. A Anabel no le agradan las tradiciones, porque le sellarían el freak sobre la parte libre del escote de su vestido Gucci color fucsia. Sólo imagina, teme lo peor. Sin embargo, nunca está demás prever las situaciones.

Abandona unos instantes la comodidad del hastío y va a encender el estéreo. Vuelve para perder la voluntad entre las sábanas, pues se desploma, exangüe, en ellas. La música escurre por las paredes pretendiendo ser novedad en ese ambiente. El disco que gira recién se lo obsequió Quique, y el cantante le escupe sus verdades: Tu alma hastiada fue una hamburguesa de tristeza en color, tu vida la estiraste y golpeaste como a un sordo tambor… Se siente molesta en la misma medida que excitada. El clítoris y los pezones podrían perforar un cráneo fácilmente. Sus manos pasean sobre el cuerpo aún envuelto en la ropa de dormir; no es necesario desnudarse si las caricias surgen desde el interior; la imaginación se fricciona contra la piel y la convierte en estopa llameante. Anabel suspira, el aire se incinera en sus pulmones. Los músculos vaginales sufren contracciones al ritmo de los pistones eróticos que aceleran la maquinaria de los torrentes sanguíneos. La memoria intenta aparecer y estimular en mayor medida el acto, pero Anabel no lo permite, esto es asunto suyo. Pinta su mente de blanco, eliminando las facciones de otros personajes. Los miembros se le paralizan y luego van ablandándose conforme la vulva moja sus labios con el orgasmo.

celiece-cuento-dry-anabel.jpgHa terminado y ahora sí empieza a recordar los últimos encuentros sexuales. Particularmente el de la noche anterior, no por la cercanía en el tiempo, sino por cierta condición especial. No obstante, las cenizas líquidas en su sexo no pueden avivarse otra vez. Anabel es una mujer de poca artillería, aunque suele cortar cartucho a la primera provocación.

La sequedad le bebe el cuerpo entero. La lengua parece agrietársele. Comprende que la cruda inicia su labor de cobranza y piensa evadirla en la ducha, pero antes la distraerá con un martini. Sale del cuarto y baja las escaleras. La casa bosteza su silencio. Quizá es muy temprano o los padres han ido a misa. Anabel camina hacia el minibar, sin importarle mucho el motivo de la falsa soledad, mentira que delatan los ronquidos de Eduardo en la habitación contigua a la suya. Dispone los ingredientes para su trago: rocía la copa con vermut, agrega la aceituna y sirve la ginebra, llevando de inmediato los labios a la orilla de cristal. El vermut añade color al sabor transparente. Cada sorbo la tranquiliza, recupera la sintonía de sus sentidos. Sube las escaleras con la bebida entre sus manos. Recorre el pasillo y decide hacer pausa ante la puerta abierta del cuarto de Eduardo. Lo observa mientras su dedo índice acaricia la aceituna en el triángulo ya vacío. Anabel visualiza los ojos aceitunados de él bajo sus párpados cerrados. Entra y se tiende sobre la alfombra. Enfoca su mirada en el techo. Proyecta las luces de la noche pasada. Sus manos logran jalar el gatillo por segunda ocasión. Cierra los ojos.  

Anabel despierta al poco rato. Eduardo sigue durmiendo. Ella se acerca a su rostro, no quiere perturbarle el sueño, amaga una caricia, esboza en el aire las que desearía hacerle a su nariz, a sus labios, a su barbilla. Ella se reconoce en él, las facciones de ambos son casi idénticas. Eduardo es su hermano gemelo y lo que pasó la noche anterior fue como tener sexo consigo misma. Anabel ve junto a la cama el vestido azul ceniza que usó Eduardo cuando le refirió la irreversible feminidad de la elegancia. Él tiene toda la razón, nunca lo vio tan elegante y atractivo hasta el momento en que se pareció tanto a ella.1         


1 Este cuento aparece en la plaquette Nenas Kitsch (Tintanueva Ediciones, 2009).


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Ilustraciones:
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Itzcoatl Jacinto (San Miguel Totolapan, Guerrero, 1989) obtuvo el Premio Nacional Tintanueva de Cuento 2009. Es miembro del Consejo Editorial de la revista independiente Trifulca y de la Red de los Poetas Salvajes.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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