RESEÑA / octubre 2007 / No. 2

Tercera Tenochtitlán, una antiguía turística
punto en linea 2

Eduardo Lizalde, Tercera Tenochtitlan,
México, UNAM,1999





Con tu cuerpo maltrecho
Por los años y culturas que han pasado
Rodrigo González

No soy turista de viaje
Soy pasajero intranquilo
Fito Páez

I

Es fácil encontrar, cuando nos proponemos hacer un viaje turístico, una guía adecuada para recorrer los lugares “que no puedes perderte”. Esos breves manuales representan el lado más superfluo y artificial de los sitios en cuestión: elegantes muros levantados en una atmósfera perfecta, gallardas columnas acariciadas día a día por la mano del tiempo,  relieves magníficos grabados en el sobrio mutismo de la piedra. Dichos opúsculos ofrecen siempre el lado escaparate de los sitios que venden. Jamás muestran el patio trasero, el cuerpo escondido debajo de la gabardina, el costado herido... Guardan celosamente esos parajes como a una bestezuela estridente que se impacienta detrás de los barrotes de la sutil prisión. Entonces, tenemos que el visitante se encuentra frente a un simulacro. El verdadero espacio está más allá de las postales que ha comprado.

En Tercera Tenochtitlan, Eduardo Lizalde ofrece una visión profunda de la ciudad que habitamos, una zambullida en la corriente asfáltica, un lance a la arena, hostil y dulce, del ruedo donde se defiende la descomunal bestia. Para Lizalde, la ciudad brama en cada piedra, dice su nombre, verdadero y único, ese que no se vende, ese que sostiene el andamiaje y encarrera el engranaje del ilimitado animal que se devora construyéndose, que se construye devorándose. El poema entero está plagado de fuertes imágenes que cimbran y siembran los sentidos del lector. No es gratuito que el texto empiece con el siguiente verso: “Sobre el valle que aúlla...” la misma tierra, la madre, “aúlla” al parir tan inmensa criatura; pluralidad de las formas bajo el disfraz de una sola: la gran Tenochtitlan, la Ciudad de México que, a la distancia, parece una “gran mancha de petróleo o tinta”. Es gracias a esta calidad de imperfección que podemos acceder al centro, al corazón mismo de un territorio a medias pincelado, a medias recorrido y, sobre todo, a medias visto.

Tercera Tenochtitlan
es un poema que canta la grandeza de México. Mas no desde la comodidad de las agencias turísticas sino desde su misma entraña, desde su misma realidad. Una realidad que el no poeta puede soslayar, que no puede detener, ya que se encuentra desarmado y a merced de “los dioses abolidos y modernos” que “dictan los versos hablados al oído”. Es éste el territorio donde, aun hoy, se libran las batallas de antiguo empezadas y que sólo morirán con la ciudad misma. Entre calle y calle, a través de alguna avenida, en medio de una plaza, frente a cualquier muro, asalta de repente el oleaje del tiempo: arrastra por las calles el límpido caudal de la palabra autóctona (agazapado tras la mano que mendiga), al doblar la esquina, los gritos de los arcabuces, los cascos de las bestias. La piel de la ciudad es el registro, la historia en piedra de “la parentela fraguada por colmillos”.

Alguna vez, de la grandeza tenochca no quedó sino escasa piedra sobre piedra. La “indómita monstrua”, a penas destetada, se lamía las heridas. Y sobre estas ruinas florecieron jardines que ocultaron otros, opacos, yermos, oscuros. Crecía la monstrua debajo de otras pieles, de otras pétreas escamas. Pero las viejas fisuras, las antiguas fallas, urdían su inefable raigambre en este suelo acuoso, lacustre. El poeta recoge, como frutos mordidos con avidez, los versos dictados: “Y esta ruina que impone y que deslumbra/ de música apagada y contrahecha/ quiere ser arrasada limpiamente/ llevada al sacrificio  sajada como acémila...”. Se extiende la ciudad. Sus pasos son los de un animal paquidérmico. Crecen edificaciones como sólida fauna carroñera que vive del pillaje  de los cuerpos, aun vivos, dejados a flor de tierra: “DOLOROSA INHUMACIÓN DE ESPECTROS/ de nahuales    dioses menos que insepultos monolitos respirando a flor de tierra/ templos mutilados    adoratorios que han perdido/ su desgreñado cielo bajo el hacha homicida”. Se va extendiendo en el terreno, en la piel de la monstrua, el desfile zoológico de los monumentales engendros. A su paso machacan los restos de los antiguos dioses, escombros que serán sus cimientos. Cada criatura se aposenta en su sitio mas llama la atención, por su talla y porte, la “Elefantuna y baja    bajuna y elefante/ la Catedral preside ese cortejo de resucitados/ con lomos del sagrario heridos/ por el ácido fecal de las palomas/ que ha envilecido y trastornado el diesel” y bajo esta cristiandad de piedra, la sangre nativa, aun caliente, revienta en el pulso de una criatura venerable: “Una serpiente    que todavía se asombra de ser piedra/ abre la boca    al aspirar por primera vez en cuatro siglos/ el aire de la plaza”, es la sagrada sierpe que, desde su sueño más humano, sabe que es sagrada.

De esta forma la lucha entre los constituyentes íntimos de la gran Madre citadina irrumpe en tranquilo trayecto del andante, ora cristiano, ora pagano. Y así, se evidencian los más internos componentes y sustentos, las redes nerviosas y sanguíneas de la monstrua, la máscara y el rostro: “Escombramos la casa    tapiada hace mil siglos/ mal enterrada estrella    mal coagulada sangre”. De tal modo, desde el fondo mismo de sí misma, emerge parte del ánima de la ciudad. Desde su profundidad de animal anfibio, desde su más lacustre naturaleza, la indómita canta: “clama el antiguo lago por sus presas/ traga edificios    rompe la raíz de los palacios/ resquebraja cúpulas y vuelve    con su luz mellada/ al seno de la plaza enronquecida”.

Ahora vemos cómo la ciudad niega y afirma, lucha contra unos dioses, planta otros y, de este modo, se justifica, se pretexta, explica su inconclusa y ecléctica morfología, su cuerpo cambiante, sus caras innúmeras. Son reveladores los versos con que se cierra la primera parte del poema: “A la distancia    en torno del urbano Mictlán/ todavía el tren    un descarnado búfalo de acero en extinción/ silva y renquea”. Lo ancestral y lo contemporáneo encuentran en la ciudad un lecho amplio para ambos, se entretejen, en medio de sangres y sudores, los músculos correosos de la monstrua.


II

La segunda parte retoma, desde el inicio, las imágenes de inmensidad bajo las características de cotidianidad circunspecta. Otra vez, la ciudad enseñorea los alrededores con su majestuoso y cautivador porte: “LA GRAN LUMBRADA AL FONDO/ de la ciudad nocturna en ascuas sobre el valle inmenso./ Desde el muy alto ventanal/ de una pequeña casa en el Ajusco, la ciudad,/ tendida a nuestros pies como algún sin confines mar fosfórico[...]/ Contempla el niño desde allí el inabarcable manto urbano/ y dice: ‘Mira, el Universo...’»

El poeta, como un niño, mira, incrédulo y azorado, a la gigantesca bestia moverse torvamente al centro del mundo que la mirada constituye. La ciudad crece como el mismo texto, se extiende como un poema con faltas de ortografía e imperfecciones que lo hacen ser él y no otro, ella y no el primer mundo: “Este poema crece y se deforma como la ciudad,/ Como ella se degrada y envilece”. En este momento la ciudad encuentra parangón en la creación literaria, en el objeto de arte, en el poema:  “Hay poemas que rondan, en la noche, en el día/ que zumban y que azotan, dípteros invisibles,/ que irritan, descomponen las almas pequeñas/ y las grandes, en tanto no logramos escribirlos/ o cazarlos, destruirlos contra el pecho o la mejilla./ Son los poemas cortos, dolorosos y agudos.../ Pero los otros, los largos, los caudalosos ríos/ mayores, los ensordecedores, los que nos arrastran,/ desbordan —los que no deberíamos intentar—,/ los que nos trauman por meses o por años,/ y por siglos, si vivirlos pudiéramos.../ dejan dormir a veces, pero nunca morirse al soñador".

Se hace evidente que la voz poética se encuentra encerrada entre las naturalezas, urbana y literaria, de la monstrua. Al recorrer sus calles recorre también unos versos de encendida música, de vehemente encabalgamiento, de arrojados acentos, de metáforas que deslumbran desde la piedra misma.

De este modo, si en la primera parte se esconde entre los pies un amasijo que fermenta a la posterior criatura, en esta segunda se yergue una perfecta simbiosis de pasado y presente, de culturas diversas de las que nacen flores eclécticas. El poema es dominado por una atmósfera de urbanidad salpicada por las gotas de una savia vivificante que le permite a la ciudad ser la misma y ser siempre otra: “Ésta, la otra a cada paso, distinta a cada tumbo,/ año con año, mes con mes, minuto tras minuto,/ las calles mudan de nombres, de estilo y de fachadas;/ y las aceras cambian de tinte y de baldosas,/ como señoriales, inmortales culebras/ que se petrifican y transforman al paso de los tiempos".

Es de esta hechura, pues, la ciudad, la monstrua: un cúmulo de expresiones de la modernidad. Y el poeta, con asombro, nos dice lo que sus ojos atajan de la corriente sanguínea que da vida tanto a los habitantes como a la ciudad misma.

Así, con esta cara de cambiantes perfiles, siempre una y múltiple, siempre la misma y siempre otra, vieja, ruinosa y renovada, la gran bestia aparece en las postales pero tras las cámaras, ahí donde el lente no alcanza a capturar la más mínima refulgencia, detrás de la más artificial careta, nos cobija, materna, y nosotros le correspondemos viviéndola, habitando:el vientre, eterno, inexpugnable/ de la indómita monstrua”.

 

 


Luis Paniagua Hernández (San Pablo Pejo, Guanajuato, 1979). Poeta. Estudia la carrera de Letras Hispánicas en la UNAM. Poemas suyos fueron incluidos en las antologías Crimen Confeso (Daga Editores, 2003) y Un orbe más ancho. 40 potas jóvenes de México (UNAM, 2005). En el año 2000, obtuvo el premio de poesía en el certamen "José Emilio Pacheco" (FES-Zaragoza); en 2004, el premio por el mismo género en el concurso de la revista Punto de Partida, y el segundo premio de ensayo en la emisión 2007 del mismo certamen. Ha colaborado en las revistas Acequias, Rocinante, Opción y Literal, así como en el suplemento Arena del periódico Excelsior. Ha publicado el poemario Los pasos del visitante (UNAM, 2006).

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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