No fue necesaria la convocatoria. Unos días antes, manteniendo el silencio, cada uno se preparaba para el aniversario. Rumiábamos en solitario distintos arreglos florales, carteles alusivos a la fiesta con el rostro de Papá a través del tiempo, unas veces con el overol del frigorífico y otras con el traje de noche, y Mamá entre los brazos con un gesto que a primera vista el tiempo no conseguiría transformar. Y cada una de las fotografías enfiladas que acababan con la penúltima, que tenía al viejo sentado en la puerta de la calle Requena con los dos perros a los lados, el termo descolorido y la sonrisa partida por el firulete del humo. Porque la última foto sería la que elegiríamos esa misma noche, después del espumante y los abrazos, mirando sin querer el reloj y dejando que la claridad, ese azular del cielo desde el este, fuera demorándose y se atrasaran los empleados del Ministerio que estarían golpeando a las ocho en punto para certificar que Papá había cumplido los cincuenta años y que la ley establecía que ya no podíamos tenerlo entre nosotros. 

Esa fotografía donde no hay un atisbo de tristeza en los ojos de mi hermano, ni en los de las gurisas, y mucho menos en el avejentado rostro de Mamá que vivía cada cosa como una experiencia que tendría que repetir un par de años más tarde, ya sin el viejo, pero con todos nosotros reproduciendo la despedida anterior. Siempre con la certidumbre de que nadie podía torcer la boca, restregarse los ojos, mirarse la punta de los pies o perder los ojos en un objeto cualquiera.

Llegamos con Clarita y con Helena apenas había amanecido. Teníamos libre en el trabajo porque la ley así lo tenía previsto y el día de estudios que perdía Clara lo repondría el fin de semana con una tutora estatal. Era algo así como un feriado familiar para el que los superiores tenían un obsequio que homenajeaba al que partía. Cuando le tocó el turno a la madre de Helena en la curtiembre le regalaron un barco de porcelana china con detalles en tonos bermellón y una bandera con los colores del arcoiris. Yo le llevaba al viejo unos habanos cubanos y una botella de ron que le enviaba González en nombre de la empresa.

cuento-cenizas-eissee.jpg Carlos había llegado antes de que amaneciera. Se había sentado en el escalón de mármol y cuenta que escuchaba los pájaros con Papá, que casi no había podido dormir. No hacían un solo ruido, ni para arrancar hojillas ni para encender los cigarros. Eran dos estatuas de sal entre la niebla cuando aparecimos nosotros. Y aunque Helena y yo hubiéramos continuado gustosos el estallido de los pájaros ante las primeras luces, Clarita se abalanzó a abrazar al abuelo y él, sacándose una hebra amarillenta de entre los labios, le dijo:

─Lindo cielo para ser el último. ¿Vas a ir a verme, preciosa?
─A cada rato. A mí me gustan mucho las formas de los cristales.

Y enseguida Mamá apareció con una bolsa llena de pan picado y la volcó en la vereda mientras nos saludaba y mientras apoyaba la palma en el hombro del viejo y todos mirábamos cómo se venían abajo los pájaros de la cuadra y los picotazos hacían reír a Clarita y ella nos hacía reír a nosotros que al final ya íbamos juntándonos y rodeándonos las cinturas.

Así estábamos cuando llegó Jimena con Silvita y ella sí le dio un abrazo al viejo como ninguno de nosotros había hecho, por temor o por respeto, y también le dijo que los cumplas feliz, porque en definitiva había prácticamente un día entero para sacarle todo el provecho posible a Papá y era su mitad de siglo y entretanto pasaba un camión que espantaba a los gorriones en el traqueteo y era el mejor momento para que Silvia le pusiera al abuelo en la cabeza un cilindro de esos de colores que se sostiene en el mentón con un elástico. Y volvimos a reírnos mientras Mamá abría la puerta de par en par y buscaba la soledad del pasillo.

Papá fue el último en entrar. Cuando llegó al patio la mesa estaba atiborrada de dulces de batata, de membrillo, de leche, natillas, mermelada de ciruelas, manzanas, pasta de higos, frutas y bombones. Mamá traía la fuente con el pan humeante y Carlos el café.

─Voy a decir unas palabras de apertura ─dijo ceremonial y Helena le hizo una seña a las chiquilinas─. Es un día muy especial para mí. Siendo sincero puedo asegurar que nunca creí que llegaría a estar con todos ustedes compartiendo este momento. Creí que antes me llevaría el enfisema o las piedras de la vesícula. Viví siempre creyendo que me moriría a cada rato. Los últimos años, a medida que la cabeza se iba decolorando sospeché que con viento a favor llegaría a adornar la cristalera nacional y no los tristes cementerios municipales. Ahora parece ser un hecho. Salvo que espiante en este rato, mañana a media mañana andaré confundiéndome con las cenizas de mis contemporáneos, esperando ese vientito, la brisita que le da a las cenizas…

Se interrumpió de golpe emocionado y con los ojos haciendo agua buscó gestos con las manos que invitaban a servirse, a dejar limpios los platos.

Al rato no había quien no se acariciara el vientre. Continuamos la modorra fumando los habanos y dando largos sorbos de ron. Mamá esperó algunos minutos y después le hizo una seña a Carlos que fue a buscar la armónica y se la dio al viejo. Él se sonrió, la miró largo, se estuvo viendo en el reflejo nacarado hasta que empezó a soplarla, lento, dulce, como descubriéndola. Las chiquilinas dejaron las muñecas y se acercaron. Carlos lo dejó hacer y cuando estimaba que iba a empezar a repetirse trajo la guitarra del altillo y un par de tamborcitos de lonja de cerdo que el mismo viejo había armado una veintena de años antes. Estuvimos templándonos, buscando ese lugar donde congeniábamos los tres. Cuando las mujeres sintieron la armonía empezaron a probar las voces. Arrancó Helena, con la más grave, y jugueteó un poco con las escalas. Jimena, que nos conocía mejor a los tres, buscó la frase madre, que se repetía cada tanto, e improvisó como pocas veces lo había hecho. Mamá también, pese a ser más tímida, se estrujó las manos y repitió algo que a la larga se volvió un mantra y que se adecuaba de buena manera al conjunto. Las chiquilinas estaban mudas. No se animaban a participar por miedo a arruinarlo. Reconocían sus limitaciones y sabían que aquello no era una canción cualquiera. La disfrutaban con la boca abierta y mecían los cuerpos, cadenciosamente, a un lado y otro.

Entre una cosa y otra se fue haciendo mediodía. El resplandor daba de lleno en los vidrios de la claraboya. Mamá nos convenció de que pasáramos al comedor y dejó un disco sonando en el que Helena había incluido algunas canciones significativas para Papá. A veces rompía el silencio una guitarrita de punteo agudo que abría los oídos para que entrara Gardel, y otras veces unos violines tristones que escondían a Rivero o a Julio Sosa. Después las chamarritas, algunos pases de la frontera y entrelazado algún que otro bolero.

cuento-cenizas-rtard.jpg Para entonces hablábamos entre nosotros como podríamos haberlo hecho algún domingo cualquiera. Papá se había encerrado en la cocina a preparar carne a la cerveza y de seguro apenas le llegaban, débiles, los versos de Dizeo: Vos copaste cualquier banca y cantaste las cuarenta. Con parolas de platino tus hazañas quedarán…

En eso fue que con Carlos empezamos a mirarnos de una manera rara. Nos descubrimos tristones y aquél se me acercó para ponernos a hablar de cualquier cosa pero cuidando cambiar las caras y que la vieja no se avivara. Hablamos del barrio, de la educación de las nenas, de los titulares del diario, consiguiendo que Mamá, Jimena y Helena se sumaran a la conversación dejando de lado el tema de los Cristales Nacionales y las formas que provocan las cenizas, teniendo en cuenta que las de cada uno tienen tonalidades diferentes.

Sentí el barullo del comedor como algo sumamente conocido, algo que perduraba, que estaba ahí: todos nosotros disputando la voz cantante, uno sobre otro, y ese terminar en una carcajada o en un grito. Ese sonido que estaba siempre y en todos desde la infancia, sobrevolando el aroma dulzón del tomate o el de la albahaca.

Dejé el comedor y atravesando el patio me aseguré que las chiquilinas jugaran en el zaguán. Busqué al viejo en la cocina.

─Pase, pasen.
─Soy yo, quería saber si precisabas una mano en algo.

El viejo movió la cabeza de un lado a otro. Tenía la cara enrojecida y los ojos inflamados.

─Salvo que sepas ganarle a la cebolla.

Lo ayudé a cortar la zanahoria en cubos, a enjuagar repollo y acelga. El viejo canturreaba cada tanto la melodía que le llegaba desde lejos. Incómodo, otras veces buscaba darme charla, comentaba alguna cosa de las chiquilinas, de los perros muertos, de los vecinos.

─Andá poniendo la mesa, así hacemos lugar acá─ me pidió e hice un único viaje con los vasos. El resto lo llevó Mamá un rato más tarde cuando en toda la casa flotaba el olor del tomillo y las chiquilinas no dejaban de preguntar para cuándo la comida.

Comimos en silencio. Devorándonos con los ojos.

La siesta la hicimos sentados en la mesa para mantener la cercanía. Entre todos amontonamos platos y cubiertos en la cocina y acomodamos los vasos en el centro de la mesa para cruzar los brazos en el borde y apoyar la cabeza. Estuvimos así el largo de una hora. Después fuimos despertándonos a medida que lo hacía el resto.

Las chiquilinas empezaron a golpear las manos y pedir las fotografías con un cantito improvisado.

Se nos iba la tarde mirándonos crecer inversamente.

Todos nos demoramos en el baño y volvimos forzando la sonrisa.

Papá estuvo fumando más que de costumbre y aunque esperaba que Mamá le dijera eso de viejo, estás fumando mucho, no abrió la boca y hasta se animó a pedirle un cigarro, de esos que cada tanto se fumaba a escondidas.  Y Papá, que en otro momento se hubiera ofendido y alejado rezongando, le preguntó si quería que se lo armara o se lo armaba ella.

Pensando quién sabe qué, con los ojos perdidos en las mayólicas del patio, descubrí que entraba la noche. Di un paseo por la casa, ensimismado, oyéndolo a Papá ir y venir, probarse camisas recién planchadas, quitarse camisas arrugadas, con la barba rasurada de todos los días y la espesa de los días de licencia; predominaba la humareda dulzona del biscochuelo marmolado que Mamá improvisaba los viernes. En eso descubrí que Carlos estaba parado en la puerta de calle. Me acerqué. Hablamos del trabajo y de las chiquilinas. Al viejo no lo nombramos. Después él me explicó que los del Ministerio a veces se demoraban un poco.

Cuando llegaron estábamos casi todos en la puerta de calle. Nos había acercado el calor y la ansiedad. Las chiquilinas se miraban en el reflejo que daba la carrocería roja de la Ford F-250. Papá y Mamá vinieron abrazados. Se habían vestido y peinado para la ocasión.

La camioneta y los jovencitos formaban parte de un servicio estatal para la noche del cumpleaños número cincuenta. Las opciones eran cuatro o cinco pero el viejo había preferido la más sencilla.

El chofer no tenía más de quince años. Los mechones del amarillo más furioso casi le cubrían los ojos y sobresalían pese a la pobre iluminación de la cuadra. De cerca también amarilleaban las pústulas que se le alborotaban en todos los sentidos de la cara.

El locutor era muy parecido. Al punto que Mamá y Papá, aburridos, esperando que arrancaran, comentaron por lo bajo que de seguro eran hermanos. Los dos vestían mamelucos y mascaban chicle.

Fuimos sentándonos uno a uno bajo el techo de paja en unos silloncitos de mimbre que se tambaleaban un poco en las calles empedradas. El chofer no hizo preguntas. Ni siquiera estrechó la mano del viejo. Tenía un mapita que le habíamos mandado al Ministerio con el itinerario. Le bastaba.

Algunos vecinos salieron a batir pañuelos, como es la costumbre. Fuimos ladeándonos de un lado a otro, riendo por lo bajo, en busca de la Avenida.

cuento-cenizas-samtron9.jpgPrimero estuvimos en la puerta de la casa de la infancia del viejo en la calle Marcelino Sosa. Le contaba a las nenas, más que a nadie, que la mayoría de las casas estaban remodeladas pero que los árboles se mantenían absolutamente iguales. Habló de una bolsa de mandarinas devorada a la sombra de un plátano, nombró un montón de gente, negocios, perros. Después le gritó al chofer que se hizo el desentendido pero de una manera u otra consiguió que la camioneta encendiera dando largos bramidos. El locutor no tenía una buena noche. Su función era leer el recorrido para sí mismo y cada tanto mechar alguna frase que Carlos había seleccionado para la ocasión. En un caso unos versos del poeta del barrio y en otros un jingle perdido en la memoria del viejo que de recuperarlo lo dejaba riendo cejijunto.

Recorrimos medio Montevideo hasta que el viejo le pidió al chofer que parara un rato en la rambla sur, y éste sin contestar, miró el reloj y aceleró.

Estuvimos un rato de cara al río. Jimena y Helena se quedaron en la caja con las chiquilinas dormidas y nosotros fuimos abrazándonos medio inocentemente hasta quedar bastante pegados unos de otros. Nunca me dejaron una tristeza comparable a la de esa noche las lucecitas de los barcos en el horizonte.

─A veces a uno le da por preguntarse qué sentido puede tener todo esto. Eso de andar y andar, agarrarse de la gente, de las cosas, para que después todo se vuelva una pantalla negra─ dijo el viejo, pensativo, mirando la nada─. Porque a algún lado tiene que ir todo lo vivido, si no qué gracia.

La vieja estuvo sollozando un par de veces bastante fuerte y Carlos la alejó un poco. Tuvo que morderse las manos para no dejar salir los alaridos contenidos. Yo distraje al viejo inventándole un origen mitológico a la cruz del sur.

El chofer hizo sonar una campanita buscando que nos acercáramos. Jimena le chistó pero él miró el río mientras le comentaba no sé qué cosa al locutor.

Todos dormitamos en el viaje de vuelta. Despedidos los del Ministerio acostamos a las chiquilinas. Jimena y Helena también se acostaron. Mamá se quedó dormida en la mesa, un par de horas más tarde, en medio de la noche, con la cabeza sobre los brazos.

Nosotros jugamos a la escoba del quince hasta que fue haciéndose de día. Papá sin decir palabra, notoriamente intranquilo. Carlos resignado, con la mirada perdida, llenaba una y otra vez el vaso de espumante.

Crecía la luz debajo de la claraboya. Nadie iba a sorprenderse de que de un momento a otro golpearan a la puerta, despertáramos a todo el mundo y subiéramos a los furgones del Ministerio para acompañar a Papá hasta la base de los cristales donde después de unos trámites lo dejarían encima de una cinta transportadora y todos nosotros y todos los familiares de los otros que habían llegado a los cincuenta años el día anterior los saludarían mientras se alejaban, en algo tan parecido a las despedidas de los aeropuertos pero más triste porque no había más pasajes que de ida. Y de la cinta transportadora donde el viejo se iría saludándonos a todos pero más a las chiquilinas que le devolvían el gesto dando saltos, y él las imitaba dando saltitos o haciendo morisquetas, escondiendo las razones que lo tenían muerto de miedo, pasaría a una habitación donde lo sedarían y enseguida al crematorio ─en el hall podían seguirse los pasos perfectamente en un tablero electrónico─. Y del crematorio saldría un manojito de cenizas con el nombre de Papá, que todos los presentes seguíamos atentamente en una pantalla gigante para que no hubiera errores. Un complejo sistema de engranajes, cintas transportadoras y caños de vidrio llevaban las cenizas hasta los enormes cristales enfrentados donde caían confundiéndose con el resto pero destacándose por las tonalidades que variaban de acuerdo a la genética y a la alimentación.

La variación de las formas que adoptan las cenizas en los cristales es trasmitida por pantalla gigante en cuatro puntos de la ciudad todos los días del año. El hecho de que se cuele una brisa o una ráfaga modifica las tonalidades y las cenizas reproducen dibujos únicos y podría decirse que irrepetibles. Es común que los allegados vayamos a los cristales como en otro momento a los cementerios. El viento consigue que se formen llamativas figuras geométricas, cabezas de animales o hasta rostros, en algunos casos. Hay quienes sostienen ver el de Jesús la noche del viernes santo.

A Jimena le pareció ver, nítida y durante unos pocos segundos, la figura de un león. Las chiquilinas juraron ver al abuelo sonriendo. El resto sólo encontramos tonalidades opacas.

El domingo siguiente volvimos a ver a Mamá. Se la veía bien, pero más silenciosa que de costumbre. Nos contó que había ido por los cristales todos los días y que había encontrado figuras realmente llamativas. Había visto al viejo, también, dos veces y de tardecita.

cuento-cenizas-amortoxico.jpgRecordó que ésa era la hora en la que tomaban mate en el patio y agregó que no era casual que eligiera esa hora del día para aparecerse. Después sirvió el almuerzo, la carne a la cerveza que había mantenido durante cuatro días, el último plato que había preparado el viejo.

─Es una manera de seguir integrándolo a nosotros ─dijo mientras masticaba.

Busqué los ojos de Carlos. Asentimos. Continuamos cortando la carne en silencio.

 

Publicado en Esto no es una antología, Antología de narradores jóvenes uruguayos (Ministerio de Relaciones Exteriores, 2008)


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Horacio Cavallo (Montevideo, Uruguay, 1977) es poeta y narrador. En 2006 recibió, en la categoría de poesía, el Primer Premio en el Concurso Anual de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura, con El revés asombrado de la ocarina. En 2004 y 2005 obtuvo menciones honoríficas por Maquinaria viva (novela) y Doce vueltas alrededor de un plátano (cuentos), respectivamente, en el Concurso Literario Municipal; y el Primer Premio en 2007 con la novela Oso de trapo. Mereció la beca Luis Cerminara para jóvenes creadores. Integró la redacción de Milcuernos y del colectivo de difusión literaria en medios electrónicos Puntotxt. Ha publicado algunos de sus trabajos en la revista holandesa Versal y en el sitio español elparnaso.com. Forma parte de varias antologías, tanto de narrativa como de poesía. Fue premiado con los Fondos Concursables 2008, junto a Francisco Tomsich, por Sonetos a dos, un libro escrito a cuatro manos.

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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