Este relato podría empezar:

Cuando te acomodas la máscara de luchador para que nadie te reconozca y entras, corriendo, a la farmacia. Respiras el suave aroma de los medicamentos, te sientes nervioso, las piernas te tiemblan inesperadamente y tartamudeas al decir:

cuento-dos-foto-tomskydive.jpg ─Cabrón, esto es un asalto─ y amenazas con un arma al joven empleado que te mira y comienza a vaciar el dinero de la caja en una bolsa. Entonces adviertes que hay otra persona en la farmacia, está tirada boca abajo, mascullando quién sabe qué cosas, quizás una oración para que no lo mates. No sabes en qué momento entró, tal vez cuando te estabas acomodando la máscara. Después piensas que si el joven empleado y el hombre que llora en el piso se opusieran al atraco, podrían golpearte pues estarías indefenso tras esa arma de juguete con que amenazas al empleado. Y sientes el sudor, ese sudor que no absorbe la máscara y resbala hasta tus ojos, provocando un insoportable ardor. Pero ignoras esa sensación y tratas de mantenerte firme, sintiendo cómo se te debilitan las piernas, reaccionando asustado ante cualquier ruido, y las gotas de sudor en tu rostro parecen lágrimas.

El empleado te mira, sientes que ya tardó mucho la sencilla operación de poner el dinero en la bolsa; además no quieres que te mire, su mirada puede contener reconocimiento o amenaza; le gritas con groserías que se apresure, y te da la bolsa con el dinero.

Sientes que ya la libraste: el nerviosismo se diluye, tus piernas recobran la fuerza y sólo piensas en correr, correr rápido sin detenerte y sin mirar hacia atrás.

Sin embargo, si eligiéramos este principio en el relato, el final, tu final, sería algo así:

Tomas la bolsa con el dinero, sientes que la has librado, miras a la calle, luce vacía y a media luz, miras al piso para no resbalar; después miras al hombre que llora boca abajo, y miras también al empleado, y corres, corres dándole la espalda al joven que al ver ese resquicio se agacha tan rápido como puede, agarra un arma oculta en la parte inferior de la vitrina; se levanta rápido, muy rápido; te mira como si todo pasara lento, corta cartucho y te dispara. Tuvo buena puntería. La bala entró por tu nuca y salió por tu frente; te caíste de bruces, ahora yaces tirado en la acera y la sangre no tarda en salir. Se ve el perfecto agujero que le quedó a tu máscara. Se ve también cómo se hace grande el charco de sangre. En unos momentos la gente empezará a aglutinarse a tu alrededor, quizás alguien diga que qué bueno que moriste ─maldito ratero─. Mientras de tu cráneo sale mucha sangre, aún caliente y viva, viva como tú lo estuviste antes del atraco.

                                                    * * *

Sin embargo, este relato también podría tener otro inicio, el cual sería así:

Cuando decides no hacer nada, estás parado en esa esquina mirando a la farmacia, pensando si entrar o no entrar. Y no entras. Mejor guardas bajo tu camisa la máscara de luchador, la acomodas lo mejor que puedes para que no haga bulto, y corres, corres con una sensación de libertad, porque has decidido no robar, mejor tratarás de conseguir otra salida, quizá Dios te ayude, a veces la solución brota en el último momento. Por eso decides esperar, y por eso corres para llegar a tu casa, para verificar que ese hijo tuyo se recupera poco a poco.

cuento-dos-monokini.jpgLlegas a tu casa, todo se siente frío y silencioso. Tu mujer te mira como esperando algo, notas en su rostro la desesperación. La ves vieja y cansada. Y luego las lágrimas, esas lágrimas amargas y desesperadas de una madre al ver a su hijo enfermo. Te conmueves, te sientes inerme ante los sollozos de tu mujer que te dice que el niño, tu hijo, está empeorando. Ahora sientes una gota de sudor frío que recorre tu espalda. Te acercas al niño; está en la cama, se mueve, no deja de moverse, está empapado, tiene fiebre, no sabes cuánta. Lo miras un momento, después miras en el altar a la virgen y deseas haber tenido el valor para entrar a la farmacia y robar, sacar todo el dinero y quizás también los medicamentos que habrían de curar a tu hijo, pero no lo hiciste y ahora el niño se va a morir. Quieres gritar, llorar, maldecir con todas tus fuerzas. Miras a tu mujer, luce cansada, derrotada. Te sientas en un sillón, recargas los codos en las piernas mientras con tus manos amortajas tu cara y lloras, lloras con la desesperación y la angustia de no poder hacer nada, e imaginas el final, lo ves nítido, como si miraras el futuro; tu mujer te abraza. Lloran juntos.

Ahora el final del relato es distinto: no dejas de llorar; no habías llorado así en toda tu vida, sientes el temblor desesperado de tu mujer, oyes los quejidos de agonía de tu hijo e imaginas cómo acabará todo: tu hijo, ese niño que no tuvo tiempo de vivir, seguirá quejándose durante un largo rato, hasta la madrugada. En unas cuantas horas sus ojos se pondrán blancos, se verá espectral, y de su boca comenzará a salir una espuma blanquecina y espesa que se escurrirá en la almohada; su cerebro se hará agua. Verás perfectamente cómo brotarán unas burbujas reverberantes de sus labios, y ya no podrás hacer nada, tu hijo habrá muerto. Pero eso es sólo tu imaginación. Te estremeces entre los brazos de tu mujer. Lo cierto es que a la mañana siguiente, antes de que salga el sol, encontrarás a tu hijo quieto, lívido y frío, sin siquiera ese calor que lo atormentaba.

                                                    * * *

En realidad, el relato inicia desde que estás parado en esa esquina, observando atentamente la farmacia, la cual estás dispuesto a atracar. Lentamente bajas la mano a la cintura y tocas tu camisa, sintiendo el bulto del arma que conseguiste: es una copia perfecta de una pistola automática, pero hecha de plástico. Estás sudando, tienes miedo y empiezas a temblar ─¿y si se dan cuenta de que es falsa?─ piensas y continúas allí, mirando, esperando el momento propicio para entrar y gritar que es un asalto ─es un simple empleado de farmacia─ mascullas. Jalas tanto aire como puedes y decides entrar. Pero una voz en tu interior te lo impide, y metes la máscara debajo de tu camisa. Te mesas los cabellos, quisieras dejar de vivir ese maldito martirio que no te concede un instante de sosiego. Si entras, el encargado podría advertir que el arma con que lo amenazas es de juguete, y él sí podría tener un arma real, y quedarías indefenso; y si te vas, tu hijo podría empeorar y no tendrías dinero para el medicamento. Lo sabes, por eso estás decidido a entrar. De la farmacia sale una señora. Es el momento: sacas la máscara, sientes el arma, sientes el coraje vertiginoso que corre por tus venas, es el momento, pero… entra un hombre. Ha sido mucha la tortura, piensas que la farmacia nunca quedará sola, tendrás que entrar y enfrentar a varios sujetos; pero ahora tiemblas, te han embargado las ganas de llorar, sientes un nudo gordiano en la garganta que no te deja respirar.

Ahora, mientras el hombre aquel que entró a la farmacia sale, revisas una vez más todas las posibilidades: todo apunta a las dos mismas, únicas, salidas: o atracas la farmacia o te vas a tu casa a ver agonizar a tu hijo. Sea lo que sea que vayas a hacer, no puedes esperar más, la noche está cayendo, el tiempo pasa. De pronto, como una ayuda divina, la farmacia queda vacía, pero en tu mente la duda no se disipa: entrar o no entrar. Ya no más, decides no pensar y hacer lo correcto: acomodas como mejor puedes la máscara de luchador y corres

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Marcos Espinosa (Ciudad de México, 1989) ha asistido a distintos cursos de literatura del Conaculta; entre ellos, uno con Eduardo Antonio Parra. Ha publicado algunos textos en revistas independientes. Actualmente escribe para un periódico semanal del oriente del Estado de México.

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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