Que algo se los diga

Se ha registrado mucho, y quizá ciertas cosas todavía merezcan. Se ha dicho que los pájaros gigantes que gobiernan Australia tienden a enloquecer a cualquier hora del día. Pericos en parvadas salvajes, blancas cacatúas haciendo estruendo del silencio, oropéndolas en vicio por sí mismas, pavorreales que se crecen, petirrojos, cuervos, gansos sobre el lago. Y más, se ha dicho que el cielo visto desde Australia (el cielo australiano) varía del azul al rojo por las tardes y encierra al que lo ve en esta pintura de tristeza. Porque los colores del continente más seco del planeta entristecen; porque la belleza duele en la experiencia humana, así se ha dicho; el doble espejo, estos ojos, reflejando la pérdida del cielo que los desboca; este cielo, reflejando la pérdida de los ojos que lo ven.

De lo que no se ha hablado es de esa sensación —ese líquido precioso inundando en alguna parte del cerebro— al ver las hojas revolcarse por el suelo, la parvada que se aleja en movimiento uniformado. Mi mareo, el vértigo al borde de mi propia vertical, esta calle y este parque que no acaban, Canberra, el momento en que la vida se detiene en un silencio, así, gracias a estos pájaros en desafío a la física, su danza al movimiento, estas hojas revolviendo su pequeño tormento, su torbellino invernal, su fueguito en espiral. ¿Pero cómo decirlo? ¿Cómo entenderlo? ¿Qué pasa? ¿Qué está pasando aquí realmente? Alza la cara, míralos de nuevo y piénsalo así, lentamente, paladeando cada palabra, muy despacio, piénsalo así, de frente a ellos: son los patrones del aire. Ellos son los patrones del aire donde no hay nada más que cielo.

Ojalá me llevaran.

Que algo rompa este silencio y se los diga, deténgase un momento, sólo un momento y sigan. Llévenme. Eso es lo que merece.




Tierra firme

Siempre pensé que la belleza de los árboles se medía por la cantidad de sombra que esparcían. Pero más bien tiene que ver con la cantidad de pájaros canallas que pueden alojar. Porque el primer error te hace voltear la mirada al suelo ante estos árboles marcando pautas en el parque. Ver correctamente implica darse cuenta que los árboles forman parte del cielo. Porque la única tierra firme está en el aire.




La torbellina (1)

Tres oteros de tiempo se hacen al aire a los pies de un árbol. Hojas siendo hojas en su destino final. La prueba irrefutable de que no se ha registrado todo es que faltan palabras para nombrar ciertas cosas. Una y otra vez, la misma turbulencia con la misma respuesta desde el origen de mis recuerdos. Esto es la torbellina; su función es andar mi mente cuando el viento da vida a lo inerte.




Las hojas negras

A ciertas especies de árboles les crecen cuervos en el invierno. Si el árbol pasa los seis metros, le pueden crecer más de cincuenta cuervos. Hojas negras llamándose una a otra. Hojas de invierno.




La torbellina (2)

La torbellina no sólo está compuesta de opioides, pedazos de vértigo y átomos vacíos; tiene también moléculas de nostalgia y finitud. No sería extraño que futuras investigaciones establezcan que contiene rastros de mar, un mar que se despeña y regresa sobre un risco del cerebro. Porque la torbellina es un mar andando por la mente, un caudal de pingüinos haciendo giros de cabeza. Eso es la torberllina, ciertamente.




El río del que emana la locura

Si abrasas todo lo que te cabe de Canberra, encontrarás pájaros anidando en tu mirada hasta adueñarse del espacio. Pájaros en desenfreno de cielo. Y ha de deberse a Canberra, precisamente, la locura de los pájaros gigantes, que de entre todas las cosas que la hacen única, es más única por tener el único río que no desemboca en el mar. Pero hasta la locura de los pájaros gigantes tiene un límite, porque todas las cosas nunca cabrán en el mismo ojo.




La torbellina (3)

Me hace corriente. Me vuelvo un segundo o dos de remolino y luego caigo al abandono de la tierra, porque no soy pájaro. Los que no somos pájaros necesitamos del aire y las hojas para volar discontinuamente. Los que no somos pájaros nunca seremos autónomos.




El doble espejo

Hasta aquí vuelan los pájaros gigantes. Míralos tú mismo, míralos caer: lluvia de pájaros reflejada sobre tu ojo; tu ojo, destronando a los aves más bellas que poblarán la Tierra.



 


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Moisés Vaca (Ciudad de México, 1982) estudió filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Escribió el poemario “Sur” para el libro Al frío de los cuatro vientos (Instituto Mexiquense de Cultura, 2006). Textos suyos se consignan en el libro colectivo Perduración de la palabra (UNAM, 2008) y en la revista Los Noveles. Fue fundador y coordinador del Proyecto “Presta tu voz”, cuyo objetivo es la creación de una audioteca de humanidades gratuita para uso de personas con discapacidad visual (ahora con 300 títulos). Actualmente cursa el doctorado en filosofía en la Universidad de Londres, Inglaterra.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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