traduccion-godin.jpgCuando llegamos a la Bahía de Nueva York ya era invierno, y el suelo se hallaba cubierto por una quebradiza capa de nieve. Todo el muelle, hasta donde nuestros ojos alcanzaban a distinguir, parecía haber sido esmaltado de un solo brochazo vigoroso: de pie en la cubierta, con el sol muy alto sobre nuestras cabezas, nos dolían los ojos de mirar tanta blancura.

Cerca de nosotros el agua era verde y transparente, y a lo lejos era muy azul y se veía sucia. Los remolcadores maniobraban ruidosamente alrededor de nuestro barco, vomitaban humo por sus chimeneas y arrojaban ceniza que subía volando hasta la cubierta y hasta nuestras caras. La bahía se hallaba cubierta de niebla y otros botes rugían distraídamente.

Al venir la ciudad a nuestro encuentro, al volverse el gris de su aspecto aún más gris, al alzarse sus rascacielos cada vez más alto sobre nosotros, nos sentíamos pequeños, intimidados, atemorizados. Un escalofrío emanaba del Nuevo Mundo y sentíamos que este escalofrío no se debía totalmente a la estación.

Cuando el barco se acercó tanto como le fue posible a la orilla, los remolcadores se soltaron y se quitaron a todo vapor de nuestro camino; después hubo un chirrido de cadenas oxidadas y el ancla, enorme, golpeó el agua con un gran estruendo, salpicando en todas direcciones.

Se oyeron gritos abajo, en el agua: pequeños botes se acercaban a los costados del barco y sus ocupantes intentaban atraer la atención de los inmigrantes a bordo. A estos gritos les siguieron alaridos frenéticos de reconocimiento en ambos lados, y lanzaron un paquete de naranjas desde abajo; el papel se rasgó y las naranjas rodaron sobre la cubierta, seguidas de los gritos de mujeres y niños. Otros paquetes apuntaron muy bajo y cayeron de nuevo al agua, salpicando, y los ocupantes de los botes se cubrieron la cara con las manos de manera instintiva.

Una voz gritaba el nombre de Madre una y otra vez. Era estridente y parecía venir de muy lejos. Nos agolpamos en las barandillas del barco, pero Madre era la única que alcanzaba a ver por encima de ellas hacia el agua. Mi hermana mayor tenía catorce, yo trece y la niña más chica tenía nueve, pero nuestra vida tan dura nos había dejado muy pequeños y delgados para nuestra edad.

Nos trepamos en la barandilla hasta que nuestras rodillas tocaron la barra superior y pudimos ver los rascacielos y el resto del muelle flotando de cabeza sobre el agua. Pero Madre se hallaba demasiado conmovida, demasiado agitada como para cuidar que no nos cayéramos por la borda. Ella agitó su mano y nosotros seguimos el movimiento; forzamos la vista.

Era Padre.

Yo fui el primero de los hijos en reconocerlo, y con un instinto infeliz intenté medir mis sentimientos hacia él. Me había dejado siendo un niño de cinco años y ahora era un muchacho en desarrollo. Pero este momento no significó lo mismo para mí que para los demás.

traduccion-mihermano-moccab.jpgMi hermana mayor estaba loca de alegría y gritaba desbocada; se acordaba del lado bueno de Padre porque él había sido más cariñoso con ella que con todos los demás. Yo no me acordaba de nada más que de la amargura y el dolor y la frustración de niño. La niña más chica estaba aún en la cuna cuando él había zarpado y ahora ella tiraba a Madre de la manga y decía:

─¿Cuál es mi padre, Madre?

Mientras tanto los restos de mi hermano muerto se estaban descomponiendo en algún lugar bajo un pequeño promontorio al otro lado del mar. La tierra que cubría el promontorio era dura y fría y los jóvenes álamos se agitaban al viento, desamparados.

Había muerto tan repentinamente, y sus ojos, muy viejos y sabios, se habían alzado hasta nosotros al momento de su muerte y parecían decirnos: “Ya sé que me voy a morir; no tienen de qué preocuparse. ¡Es inútil llorar por algo tan insignificante como la muerte!”

Ocho años habían pasado desde que Padre zarpó a América. El hermano que me seguía se había muerto durante la guerra. Pero ya sea por negligencia o por temor, Madre había dejado todo el tiempo a Padre en la oscuridad acerca de la muerte de mi hermano.

Habíamos vivido un periodo heroico de la historia sin tener nada de heroico en nuestra naturaleza y muchas cosas pasaron en ese tiempo. Nuestras vidas se habían roto en muchos pedazos y ahí, de pie, sentía que nunca seríamos capaces de volver a unir esos pedazos. Y la inutilidad de todo esto no podía romper mi corazón indiferente: nada, sentía yo, podría jamás romper mi corazón de nuevo como la muerte de mi único hermano lo había hecho, la primera muerte que había presenciado, y también la más terrible.

Después me dijeron que había llorado como si todo mi mundo se hubiera colapsado; y se los creí. Me dijeron también que me había rasgado las vestiduras, y que me había golpeado la cabeza contra los muros de la casa; y se los creí. Pero cuando me dijeron que la pena de esta pérdida ya pasaría, y que mi corazón quedaría limpio como los vastos campos de Ucrania después de que el grano y el resto de la cosecha han sido almacenados, me quedé en silencio.

De pie sobre cubierta junto con los demás, me sentí agradecido de que el barco estuviera tan alto y de que Padre no pudiera ver que faltaba uno. Sentí, en ese momento, que Madre había hecho bien en no escribirle acerca de la muerte de su hijo pequeño. No era por caridad hacia los sentimientos de mi padre que yo pensaba así y me sentía así. No me agradaba mi padre; él significaba para mí menos que un extraño.

Pero envidiaba su sufrimiento, si lo llegaba a saber, y estaba rabiosamente celoso de su dolor. Quizás con razón, sentía que yo tenía más derecho de llorar a mi hermano que él.

Esa noche dormimos a bordo del barco, símbolo de todo el sufrimiento que habíamos soportado para cruzar. Todavía podíamos sentir el vómito y el olor a amoniaco del mar en nuestras fosas nasales, y ver la monotonía del agua no aliviada más que por melancólicas aves marinas y montones de algas. Pero por la nueva manera en que roncaban algunos se dejaba ver que la seguridad había regresado a ellos parcialmente, si no totalmente; otros, sin embargo, se quejaban revolviéndose en sus literas.

Soñé que mi hermano muerto estaba de pie sobre mi litera. Su rostro era tristemente sabio, y él acarició mi hombro con sus dedos huesudos. Traté de moverme pero no pude, mientras lo contemplaba con horror y fascinación. Me desperté asiéndome desesperadamente al sueño, y fijé la mirada en el piso que estaba cubierto de suciedad, sin ninguna esperanza.

Después del desayuno nos arriaron a todos como borregos. Éramos como fantasmas pálidos y atemorizados, oscilando entre dos mundos: uno que nos había castigado con barras de acero y después nos había arrojado fuera; el otro, rígido, indiferente, ante el cual teníamos que llorar y humillarnos y que nos admitiría sólo después de haber drenado de nuestros corazones toda esperanza.

Nuestra voluntad o nuestro dolor no importaban, porque todos estábamos exhaustos; y como la mayoría de las personas exhaustas, sabíamos que cuando llegáramos al punto de agotamiento nos quedaríamos dormidos parados o mientras nos llevaban a algún lado, y que haríamos, mientras estuviéramos dormidos, lo mismo que habíamos hecho mientras estábamos despiertos.

Bajaron una plancha hasta la cubierta de un transbordador que nos llevó a la isla Ellis.

La isla Ellis era tan gris y deprimente como un camarote de tercera clase; todos los edificios eran de piedra gris, manchados de moho verdoso y cubiertos de líquenes y musgo. Algunas ventanas estaban enrejadas con barras de hierro retorcidas, otras, enmarcadas con un grueso vidrio opaco entretejido con alambre delgado. A través de las rejas podíamos ver las algas flotando a su antojo allá en la bahía.

Los doctores que nos revisaron fueron tan crueles como el poder que los había asignado a esa tarea: nos manosearon detenidamente, de manera obscena, con la convicción en sus ojos de que ya no eran capaces de sentir ni vergüenza ni dolor.

traduccion-mihermano-saavem.jpg Entonces, con nuestros bultos cargando, fuimos interrogados por turnos por muchos oficiales sentados en bancos muy altos. Todos estos oficiales usaban abrigos de alpaca negros con botones brillantes y altos cuellos almidonados. Los escritorios en los que escribían también eran altos y estaban inclinados en un ángulo curioso, como los atriles de madera en los que los judíos colocan sus libros de oraciones en las sinagogas; todos ellos incluso sonreían de la misma manera amarga sobre sus papeles cuando les tocaba el turno de escribir las respuestas de Madre a sus preguntas.

Del otro lado de la mampara estaba Padre; él también estaba siendo interrogado y se comparaban las respuestas de ambos.

De pronto algo se detuvo; la maquinaria de los procedimientos se salió del engranaje y no pudo continuar. Madre entró en pánico; se le veía como si hubiese mentido. El oficial tartamudeaba en su enojo, por lo inusual de la situación que lo regresaba bruscamente a su oxidado cerebro; sudaba copiosamente. Trataba de cooperar de forma oficial mientras la confusión despertaba su compasión y hacía que su humanidad saliera de nuevo a la superficie. Pero quedaba claro que no sabía cómo. Ahí estaba la frase brutal:

─Su esposo dice que tiene cuatro hijos, señora, y usted sólo tiene tres. ¿Cómo explica eso, señora? ¿Qué quiere que pensemos de eso, señora?

Madre balbuceaba; se le pusieron los labios pálidos. Las lágrimas brotaron de sus ojos y empezó a explicarle cosas al oficial de modo vacilante.

El oficial parecía asustado. Agachó la cabeza cuando la explicación de Madre se hizo más difícil de entender por sus sollozos; su banco se balanceaba peligrosamente y se detenía del escritorio con sus dedos largos y nerviosos. Una amarga sonrisa apareció en su rostro; y ya sea porque de pronto entendió, o porque no le importaba escuchar durante más tiempo una historia que lo afectaba dolorosamente, dijo que nos podíamos ir. Todos corrimos detrás de Madre como pollitos recién salidos del cascarón.

Y Padre, del otro lado de la mampara, ¿qué pensó él en ese momento? ¿Cómo se sintió él?

Tan pronto como nos vio gritó: “¡Bessie —mis hijos!”

Su rostro estaba marchito de cansancio y tenía los ojos enrojecidos. Dos surcos descendían desde sus ojos cruzando sus mejillas, por donde habían corrido sus lágrimas. Se le veía indefenso y destrozado.

Nos abrazó a cada uno de manera apasionada y protectora. En ese momento experimenté un sentimiento de amor hacia mi padre, impulsado por la compasión. Pero en el momento en que me atrajo hacia él, mis piernas y mi cabeza se echaron hacia atrás como las de un corredor y mis músculos se pusieron tensos como una cuerda. Debe haber percibido mi resistencia, pues no trató de imponerme su cariño.

Él era feliz en esos momentos y no cuestionó a Madre acerca del niño muerto; este hecho lo puso más en alto ante mis ojos. Y él era el mismo que había sido siempre, porque cuando estaba feliz era ridículo, como un viejo enamorado. Sacó unas gorras de lana de sus bolsillos y nos las caló en la cabeza a mis dos hermanas y a mí; las gorras eran calientes y tenían unas borlas rojas arriba, como los fez turcos, pero como nos parecían cómicas nos sentíamos incómodos de usarlas. Y de nuevo un momento de tragedia, de esa tragedia a veces ridícula pero inevitable que rodeaba la vida de este hombre, mi padre:

Él había traído cuatro gorras, pero no había encontrado el momento adecuado para esconder la gorra sobrante en algún lado; cuando Madre la vio se puso histérica y Padre se le quedó viendo, indefenso y con los labios trémulos. Él quería pronunciar el nombre de Madre, pero sus labios delgados y crueles no lo obedecían y las palabras vibraban en su garganta haciendo un sonido extraño.

Tomamos el transbordador hasta llegar a Bowling Green, luego el tren elevado, y  durante todo el camino hasta nuestro nuevo hogar la gente se nos quedaba viendo como si acabáramos de bajar de otro planeta; nos queríamos quitar las gorras, pero Padre nos suplicó de tal manera que no era posible desobedecerlo.

Cuando bajamos las escaleras del tren elevado, Padre iba caminando apresuradamente delante de nosotros, como era su costumbre, y la gorra que estaba destinada al niño muerto se asomaba por uno de sus bolsillos. Corrimos tras él, como temerosos de ser abandonados. La nieve crujía bajo nuestros pies y las cenizas ásperas de la acera nos perforaban las delgadas suelas de los zapatos. Yo mantuve la vista fija en la gorra que asomaba por el bolsillo de Padre, mientras pensaba en mi hermano muerto.

 Un cartero, con su bolsa del correo colgando del hombro, nos rebasó en su bicicleta cuando llegamos a la avenida Brook, mientras las llantas del vehículo chillaban al chocar con la dura nieve.

traduccion-mihermano-ela23.jpgEntramos en la nueva casa lenta y tímidamente, como si fuera la casa de un extraño. El departamento era oscuro y sofocante y durante los primeros minutos nos acurrucamos contra las paredes, asustados. Los muebles eran viejos y estaban acomodados apresuradamente, y había mucha basura amontonada en el piso de la cocina.

En cuanto cruzamos el umbral, Padre empezó a sollozar, indefenso.

Entonces puso la gorra sobrante sobre la mesa y encendió la pequeña estufa de gas que siseó de repente y la escarcha de los vidrios de la ventana se empezó a disolver poco a poco. Devoramos la comida que nos puso delante, con ojos saltones, avaros, envidiosos, pensando que tal vez esto no era más que un sueño y que la próxima comida quedaba aún muy lejos.

Después nos dio a todos ropa nueva. Dobló el traje que había preparado para el niño muerto y lo colocó con cuidado dentro de un cajón, como si esperara verlo aparecer un día ante la puerta para reclamarlo.

Llegó la noche y un gran silencio descendió sobre nuestras vidas. Habíamos estado cansados mucho tiempo, y ahora nuestro cansancio se empezaba a derretir; y mientras nos mecíamos como ebrios sobre nuestros asientos, sombras de sufrimiento y locura comenzaron a invadir la casa.

Nos quedamos sentados escuchando; nuestros nervios estaban tensos, y nuestros párpados revoloteaban como pájaros heridos sobre nuestros ojos.

La gorra de lana blanca con su borla roja, jamás reclamada, estaba sobre la mesa y, por alguna razón, las miradas de todos caían sobre ella; en la oscuridad del cuarto sobresalía como una estrella solitaria en una noche nublada. La herrumbe en nuestra sangre se sentía pesada, venenosa, y agudizaba nuestra pena. Y fue en ese momento cuando nos dimos cuenta del regreso del niño muerto a nuestras vidas destrozadas.

También él había llegado a América.


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Alexander Godin (Ucrania, 1909-?) llegó, como tantos otros inmigrantes, al Puerto de Nueva York en 1922. Trabajó como obrero en una planta de la industria química mientras escribía la novela On the Threshold. El cuento “My Dead Brother comes to America” fue publicado en la revista The Windsor Quarterly en 1934. Nada más se sabe de él.

Martha Celis Mendoza (Ciudad de México, 1972) estudió en la Escuela Superior de Música del INBA. Es licenciada en Letras Inglesas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Dirige el taller de teatro y apreciación literaria The Fellowship of the Bard, participante del Shakespeare Project Mexico de The Anglo Mexican Foundation. Ha merecido el segundo lugar en Traducción Literaria (2007) y el primer premio en Crónica (2009) en el concurso de la revista Punto de partida.

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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