El viejo sabía Tres bocas se besan; seis brazos se abrazan; tres lenguas se tocan y lamen seis pechos endurecidos; seis ojos se ponen en blanco. Los seis oídos, que habían escuchado tres gemidos placenteros, ahora escuchan pasos en el pasillo y un retintín de llaves. Dos pies se adelantan, sucesivos, con premura, hacia la puerta; una pupila insomne ve por la mirilla: hay cuatro cabezas pequeñas del otro lado. “¡Ya vinieron!”, pronuncia la boca, sin ruido. Dos ceños se fruncen, seis ojos azules están desorbitados, manos tapan boca, buscan medias, faldas, más rápido, conjuntos pasados de moda, y ya los dedos meten la llave y la giran, sostenes tapan pechos y pelucas cubren calvas y tres cuerpos se aquietan bajo la ropa, frente al espejo, justo cuando la puerta ya está abierta. Entran el sastre viejo y tres hombres fornidos. La mano artrítica, nudosa, aprieta los billetes. Atrás del aumento excesivo de las gafas, los ojos del anciano están empañados: tres cargadores se llevan para siempre a los tres maniquíes.
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