Cuando cruzó la puerta y se abrió camino entre la pesada neblina de cigarrillos hasta llegar a la barra, Herman ni siquiera atinaba a responderse qué estaba haciendo allí. Varias noches, después de salir del trabajo, sus compañeros lo invitaban a aquel bar, el Casal’s, que había comenzado a adquirir fama por tratarse del único lugar donde aún podía escucharse jazz y blues en vivo; pero él siempre elaboraba una excusa (muchas veces tonta) para evadirlos y encontrarse en su casa a las diez. Todavía algo confundido, Herman le pidió una cerveza al cantinero y éste, casi de manera inmediata, le extendió un tarro con espuma escurriendo por los bordes. Observó su bebida por unos segundos y luego de un hondo suspiro, por fin decidió darle un trago. Entonces el líquido descendió frio y amargo por su garganta, recordándole una sensación que, hasta antes de esa noche, creía olvidada e irrepetible. Habían pasado doce años desde la última vez que tomó no ya una cerveza, sino cualquier otra bebida alcohólica. Y no es que su anterior forma de beber le hubiese significado problemas; pero el estar próximo a casarse le hizo considerar que debía abandonar aquel hábito en aras de ahorrarse futuros y posibles altercados con la mujer que se convertiría en su esposa. Por ese motivo, la rapidez con la que ahora se deshacía de su larga abstinencia lo llevó a experimentar un extraño sentimiento de otredad, como si no fuera él quien en ese momento le ordenara a su lengua remover la espuma alojada en sus labios. Otra persona, pensó con desconsuelo, mientras observaba su reflejo flotando sobre la superficie ámbar de la cerveza.

herman-mattox.jpgEse día había comenzado con la rutinaria alarma del despertador. Somnoliento, Herman estiró la mano y lo apagó. Vio la espalda de su esposa y luego se metió en el baño. Veinte minutos después, salió y se vistió con la ropa que ya estaba lista sobre la cama tendida. Bajó a la cocina y el sonido de los huevos friéndose en la sartén apenas permitió que Sofía escuchara su saludo de buenos días. Ella sólo levantó ligeramente la cabeza como respuesta. No cruzaron ninguna palabra mientras desayunaban. Su esposa se limitó a pedirle la sal y él a leer el periódico. Sus ojos repasaron el contenido de una crónica cuyo título, "MISTERIOSA ENFERMEDAD AQUEJA AL VIEJO PRODUCTOR DE CINE ANTONIO STRINDBERG", llamó en un principio su atención, pero la abandonó al cabo de tres renglones por un caso que le pareció mucho más interesante: un hombre había reaparecido en su casa después de una inexplicable ausencia de veinte años. La esposa llevaba creyéndolo muerto una década: "Lloré por él… ¡Hice un funeral!... Y ahora simplemente aparece". El hombre, llamado Nathaniel Fanshawe, no respondió ninguna pregunta. Qué raro, pensó Herman. El comportamiento de aquel hombre comenzó a intrigarlo. Si bien no entendía qué lo había orillado a salirse de su casa, cualquier respuesta sería mucho más comprensible que el haber vuelto luego de tantos años. Dobló el periódico y lo dejó sobre la mesa. Gracias, querida, dijo y salió rumbo al trabajo. Ella siguió comiendo.

Su matrimonio pasaba por un lapso de aburrimiento. Llevaban doce años casados y la capacidad de sorprenderse parecía haberse agotado. Se regalaban las mismas cosas en cada aniversario u otras festividades: corbatas y aretes. Él aún se tomaba la molestia de fingir una sonrisa al abrir sus regalos, pero Sofía no ocultaba su enfado cada vez que retiraba el moño y la envoltura y se encontraba con otro par de aretes. Quería llamar su atención, y fruncir su nariz con desdén era su manera predilecta de hacerle ver que algo andaba mal entre ellos. Pero él, a pesar de advertirlo, no realizaba ninguna acción que cambiara el curso de su matrimonio. Antes bien, sonreía con todos sus dientes y, frotando su mejilla con suavidad, le mentía sobre lo fabuloso que lucía su rostro.

Cuando Herman entró en el Casal’s aquella noche, había poca gente en el lugar, en su mayoría hombres; sin embargo, o quizá debido a esto, pasó inadvertido. Miraba a la cantante que en ese momento se presentaba sobre el escenario, una mujer con un ceñido vestido que acentuaba sus nalgas y con un escote que elevaba su pecho más alto de lo que su voz sedosa interpretaba “I cried for you”. Herman la observó sin la menor respuesta entre sus piernas. El sexo significaba para él una actividad casi sin importancia. Había ocasiones en que Sofía se arrimaba a él mientras dormían, pero al sentir la redondez de su culo, giraba al lado contrario de la cama. Y no es que su esposa hubiese perdido atractivo (a sus treinta y nueve años aún era presa de cumplidos que rayaban en lo obsceno) sino que Herman no encontraba ningún placer en coger con ella o con cualquier otra mujer… u hombre. Todas las quincenas compraba una revista pornográfica llamada De profundis. Lo hacía porque sus compañeros del trabajo también la compraban. Pasaba una a una las páginas con fotografías de mujeres de enormes senos que exponían sus vaginas con la pericia del más diestro de los ginecólogos y que generaban en él un efecto similar al de leer el instructivo de algún electrodoméstico. Caso contrario al de sus compañeros, para quienes las fotografías surtían una especie de catarsis que ellos se empeñaban en denominar estética.

—¿No le parece una mujer genial? —le preguntó un hombre, acodado en la barra, frente a un tarro de cerveza oscura.

—Mucho —respondió con indiferencia, después de pedirle otra cerveza al cantinero.

—Ojalá fuera cierto lo que dice —expuso el hombre—. Se llama Ágatha.

Herman notó que el hombre estaba borracho y que olía fuertemente a tabaco y a sudor. Con la vista buscó una mesa vacía y fue a sentarse junto a la salida de emergencia. Allí pensó una vez más en la noticia del periódico. La verdad es que después de salir de su casa por la mañana, camino al trabajo, y luego en la oficina, no había hecho más que pensar en el caso del señor Nathaniel Fanshawe. Aún no podía comprender las razones que llevaron a ese hombre a realizar algo tan inesperado como el salir de su casa y volver a ella luego de veinte años, con la misma indiferencia de quien se ha ausentado sólo unos minutos. Herman deseaba sentirse parte de algo extraordinario. Y si bien beber una cerveza después de tantos años de abstinencia no significaba una hazaña, sí era un comienzo.

Herman levantó la mano y pidió otra cerveza.

—Disculpe, ¿puedo sentarme? —le preguntó un hombre gordo de sombrero, mientras la mesera dejaba su orden sobre la mesa.

—Gracias —le dijo a la chica—. Como guste —se dirigió al hombre.

—Es usted muy amable.

Herman ignoró sus palabras y fijó su atención en la cantante (Ágatha, recordó), quien discutía con el hombre de penetrante olor a tabaco de la barra. Luego se volvió hacia el sujeto con el que compartía la mesa y le pidió una disculpa por no haberle puesto atención:

—¿Qué me decía?

—Que es usted muy amable. No me gusta tomar en la barra y a su mesa le quedaba libre este asiento.

Por algún motivo Herman tuvo la impresión de que mentía.

—Me llamo Paul Martin —dijo el hombre, con una gran sonrisa. Era un tipo alto, gordo, vestido con un traje gris que parecía quedarle ajustado. Llevaba un sombrero blanco que resaltaba sólo un poco más que sus grandes lentes azules.

Herman rió.

—¿Sabe por qué estoy aquí? —le preguntó Martin.

—Ni idea —respondió Herman, dándole un sorbo a su cerveza.

—Tengo que verme con un hombre —declaró con naturalidad—. Oiga, tal vez usted lo conoce o puede ayudarme —añadió con fingido interés.

—¿Yo? ¿Por qué habría de conocerlo?

—Uno nunca sabe. Tal vez la ciudad no es tan grande como solemos pensar —le dijo, extendiéndole una pequeña foto. Por lo antigua, daba la impresión de que se volvería polvo si no se le trataba con cuidado. En ella aparecía un hombre viejo y con una larga barba, sentado en una silla estilo imperio y que miraba de una manera que Herman descifró como inquisitorial.

—¿Está usted seguro de que éste es el hombre con el que debe verse?

—Por supuesto, ¿por qué no lo estaría?

—Sería un milagro que apareciera —dijo, devolviéndole la foto—. Digo, ha de llevar muerto… cuánto, ¿cien años?

Martin sonrió.

—Bien —dijo Herman, poniéndose de pie y arrojando unas cuantas monedas sobre la mesa. Estaba apenado por su forma de cuestionar a Martin y deseaba irse antes de que los efectos del alcohol lo orillaran a cometer otra indiscreción—. Espero que no tarde su hombre.

—Por qué no me hace compañía mientras llega. Yo invito.

—Gracias, pero mi esposa me espera en casa.

—No me cree, ¿verdad?

Herman se sintió ofendido:

—No tengo que hacerlo.

—Tiene razón —advirtió la molestia Martin—. Le propongo algo entonces.

Herman lo miró con curiosidad.

—¿Qué le parece si apostamos?

—Ya no traigo dinero —respondió no muy convencido.

—¿Usted es hombre de palabra?

—A qué se refiere.

herman-steved_np3.jpg—Tome asiento —dijo, extendiendo la mano—. Verá, apostemos quinientos. Usted está seguro de que el hombre que espero no aparecerá. Si está en lo cierto, le pago lo acordado sin ningún problema. Ahora, usted dice no traer dinero. ¿Qué le parece si yo le doy mi número de cuenta en el banco y usted me deposita mañana?

—No lo sé —respondió Herman.

—¿Acaso ahora piensa que el hombre aparecerá?

—No, sigo pensando lo mismo. Tanto así que no creo que usted esté dispuesto a perder quinientos tan fácilmente.

—Le suena sospechoso… Lo comprendo. Como están las cosas en esta ciudad yo también lo dudaría. No se preocupe, vaya con su esposa. Tomó el dinero de la mesa y se lo devolvió. —Yo invito—. Herman lo metió en su pantalón y se dirigió a los sanitarios. Siempre debía orinar antes de partir a cualquier sitio al que le tomara más de una hora llegar: suponía que de este modo se evitaba algún futuro y penoso inconveniente. Esperó a que no hubiese nadie y entonces ocupó el mingitorio más alejado de la puerta. Ya estaba por liberar su vejiga cuando entró Martin.

—Carajo —se lamentó Herman. Padecía de un trastorno que le impedía orinar en público: “Síndrome de vejiga vergonzosa”. El nombre le pareció ridículo cuando lo leyó en una vieja enciclopedia médica, pero también lo encontró bastante descriptivo.

—Vaya —dijo Martin, soltando un chorro abundante de orina—, yo lo imaginaba camino a su casa.

Herman se encogió de hombros.

—Sabe, amigo —dijo Martin, sacudiéndose el pene con vehemencia—, qué bueno que no aceptó la apuesta: el anciano llegó inmediatamente después de que usted entró aquí. Si gusta, se lo presento.

—No, gracias.

—Oh, cuánto lamento escuchar eso.

Herman no pudo evitar preguntarle por qué.

—Cuando lo vi sentado en su mesa, me dio la impresión de que usted pertenecía a ese pequeño grupo de personas extraordinarias que controlamos secretamente esta ciudad; pero ahora veo que me equivoco.

—Usted no me conoce —reclamó Herman, indignado—. No sabe nada de mí.

—Sé que tiene esposa.

—Pude haber mentido. Tal vez la tenía y un día simplemente la abandoné sin la menor explicación.

—Quizá, pero ya no me interesa.

—No le interesa —repitió Herman, ofendido—. ¿Quién se cree para juzgar lo interesante o no de mi vida?

Martin no respondió.

—¡Váyase al diablo! —le dijo Herman, intentando marcharse; pero Martin le obstruyó el paso con el volumen de su cuerpo—. ¿Qué le sucede?

—¿Ve esto? —le preguntó Martin, mostrándole un anillo en la mano derecha. Herman observó los dedos gordos como salchichas y luego fijó su atención en el particular diseño de la argolla: eran dos serpientes que tragaban mutuamente sus colas.

—¿Qué tiene de especial?

—Me lo regaló un viejo productor de cine al que hace unos días le diagnosticaron una extraña enfermedad.

Herman recordó el periódico de la mañana.

—¿Sabe qué es lo curioso? —lo cuestionó retóricamente Martin—. Aquel viejo productor me dijo… vaya que suena ridículo… me dijo que usted me daría su dinero y que por la mañana se decidiría a abandonar a su esposa.

—¿Que yo le daré mi dinero?

—Así es.

—¿Es estúpido o qué?

—Ya suponía que Strindberg se equivocaba —dijo finalmente Martin y le propinó un fuerte puñetazo en el rostro.

Una sensación de frio y de humedad en la entrepierna lo despertó. Se encontraba recostado junto a un retrete. Sentía su pómulo izquierdo hinchado y le dolían las costillas. Se levantó con dificultad y buscó sus pertenencias. Como lo sospechaba, faltaban su reloj y su cartera; pero también descubrió que su nariz había manchado de sangre su camisa. Enjuagó su rostro frente al espejo y se acomodó el cabello. Había perdido la noción del tiempo; pero al salir del sanitario, la mirada atónita de quien realizaba la limpieza del Casal’s le reveló lo tarde que era.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Las siete, señor.

Herman maldijo y enseguida le dio las gracias al de la limpieza antes de salir. Tomó un taxi afuera del bar. De camino a su casa recordó la facilidad o estupidez con la que se había dejado engañar y lamentó no haberse marchado cuando tuvo oportunidad. Extendió su vista sobre las calles que lentamente despertaban a la rutina, calles que él sentía frías y húmedas como sus pantalones empapados de orina. Observó que la tela se le pegaba de manera molesta a las piernas y comenzó a percibir un intenso olor a orina. Se sintió impotente, inútil, y trató de contener el llanto. Pensó en el vacío de su vida, en la pérdida de tiempo que representaba el haber construido una existencia con base en nada genuinamente propio. Se llenó de odio y coraje contra Sofía, contra el maldito gordo, contra el mundo, contra sí mismo. Entonces percibió una oportunidad cuando sus ojos alcanzaron la fachada de su casa. Le pidió al taxista que esperara mientras él entraba por dinero: —No tardo— añadió.

Al abrir la puerta, pensó en la ironía que significaba hallarse en el principio, justo cuando realmente había llegado al final. Se adentró en su casa con sigilo, pero Sofía se encontraba esperándolo, sentada en la cocina, con el teléfono en las manos.

herman-xramnet-01.jpg—¿Dónde andabas? —le preguntó, aliviada.

—No lo creerías —respondió Herman, tomando unos cuantos billetes del interior de un frasco de Nescafé que desde hace unos años les funcionaba como alcancía.

—Llamé a todos nuestros conocidos.

—No has de haber tardado mucho —contestó Herman, regresando el frasco al gabinete de donde lo había sacado.

—Estaba preocupada —dijo Sofía, ofendida.

Se acercó a ella:

—Lo siento —le dijo en un tono conciliatorio—. Pasé una mala noche.

—¡Y yo he de haberla pasado fantástica!

—No quiero discutir. Déjame pagarle al taxista y luego hablamos.

—Tal vez cuando regreses ya no quiera hablar —le advirtió, abandonando la cocina—. ¡Tal vez ya ni siquiera me encuentres! —gritó desde las escaleras.

—¡Sofía! —la llamó; pero el claxon del taxista fue la única respuesta que llegó a sus oídos. Observó el teléfono sobre la mesa. Se lo puso en la oreja, imaginando a su esposa. Por un instante dudó. Dejó el teléfono y pensó en subir las escaleras—. No dijo nada de mis pantalones —advirtió con una sonrisa—. Podría subir y cambiármelos —se dijo. Pero sólo se encogió de hombros y abrió la puerta. Se marchó, decidido a convertirse en noticia dentro de veinte años.

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Oswaldo Buendía Galicia (Chimalhuacán, Estado de México, 1983). Estudió la licenciatura de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y ha colaborado en la revista El Puro Cuento.

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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Editora responsable: Carmina Estrada. Reserva de Derechos al uso exclusivo núm. 04-2016-021709580700-203, ISSN: 2007-4514.
Responsable de la última actualización de este número, Dirección de Literatura, Silvia Elisa Aguilar Funes,
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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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