Sería demasiado inocente si les pidiera que no me juzguen: sé bien de qué estamos hechos. Además, ¿quién soy yo para negarles ese gusto? Prefiero pensarlos leyendo cómodamente, amoldados a su silla, a su sillón, atentos a lo que voy a contarles, dispuestos a lanzar el primer adjetivo.

Hace unos meses, una personita que por entonces me frecuentaba tuvo la terrible ocurrencia de regalarme un perro ("te compré algo"). Evidentemente, ella, la muy ella, no sabía el daño que me haría con esto ("se llama Fofi"). Debí negarme, sacarla de la casa, correrla amablemente con su regalo en manos ("para que no estés tan solito"). Por el contrario, acepté en silencio, vacilante. 

Así, de pronto, mi casa, mi pequeño edén, la más acabada extensión de mi vida, se vio invadida por un extraño animal de cuatro patas que iba y venía, ruidoso, jadeante, regando pelos y baba, reclamando atención. Por un par de días intenté acoplarme a su presencia, renunciar a mi querida soledad, tan bien pulida, tan trabajada. No pude. Decidí entonces dejar que se fuera, abrirle la puerta, que saliera y conociera el mundo. Pero no se fue. A veces caminaba hacia la salida, olfateaba los límites de mi espacio, daba una rápida mirada hacia el exterior y regresaba. Siempre regresaba.

"Si el perro no va al mundo, pues que el mundo vaya al perro", pensé una tarde. Lo cargué  —por primera y única vez sentí su cuerpo entre mis manos: caliente, extremadamente peludo, repugnante— y salí del departamento. Mientras bajaba las escaleras mi resolución tomaba más fuerza, más sentido: pararía un taxi, le pediría que nos llevara a algún parque lejano y ahí lo dejaría. Seguramente haría feliz a un niño, a una familia, se convertiría en su Fofi, lo bañarían, le pondrían collar, lo pasearían, le inventarían una personalidad. El trayecto fue placentero. La ciudad parecía menos desagradable y el tráfico no era más que un breve lapso de espera, el último, el definitivo. Noté incluso, con sorpresa, que fluía en mí una añeja emoción: ganas de hablar de todo, de cualquier cosa (los fríos habían comenzado, la gasolina seguía subiendo, ya no se podía creer lo dura que estaba la situación). Cuando descendimos del taxi vacilé: ¿cómo haría para perderlo? El parque estaba vacío, sin duda no era el mejor día ni la mejor hora para ejecutar mi plan. ¿Plan? El desánimo volvió a colmarme: en realidad no tenía ningún plan. En fin, ya estaba ahí y tenía que intentarlo. Empecé a caminar rápido, cercano al trote, esperando la menor distracción del cuadrúpedo para escapar de él, quizá tirarle algo que perseguir, esconderme detrás de un árbdos-y-un-cuarto-sarej.jpgol, meterme sigilosamente en los baños. Un fracaso. Él me seguía fielmente y todo aquello parecía divertirle, para colmo. Decidí parar un taxi y subirme solo. Que se las arreglara como pudiera. Ya no me sorprendí cuando el taxista me indicó, un poco alarmado, que estaba olvidando a mi perro en plena banqueta. Abrí la puerta y él subió, despreocupado, casi triunfal.     

Por un tiempo pensé en regalarlo, pararme en una esquina y dárselo al primero que lo quisiera, o llevarlo al antirrábico, o mejor, con un veterinario: que se lo quedara, lo durmiera o lo vendiera, me daba igual. Preparé una larga lista de médicos veterinarios zootecnistas, sus teléfonos y direcciones. Me imaginé mil veces entrando al lugar de mi salvación, el perro entre mis brazos, la mujer que sale con su gato recién esterilizado, el niño que elige ansioso a su nueva mascota. Casi estuve listo para hacerlo. El viaje no me causaba problemas, hasta podría decir que me emocionaba. La entrada a la clínica me inquietaba, sin duda, y aún más la espera. Pero lo que fulminaba siempre mis intenciones, invariablemente, era la charla con el veterinario: no sólo tendría que hablarle, tendría que darle alguna explicación, la que fuera. Poco a poco la idea se fue desvaneciendo. Un día noté que la hipotética entrevista con el veterinario había dejado de angustiarme, señal inequívoca —me dije— de que la idea, como posibilidad real, se había ido.

Ya no tenía más opciones. Si quería deshacerme de él, si quería recuperar mi vida, tendría que eliminarlo yo mismo. ¿Pero cómo? Resolví dejar de darle de comer. Desde su llegada se había acostumbrado a alimentarse de las sobras que dejaba caer de mi mesa y eso parecía bastarle. Bien, pues ahora perdería ese privilegio. ¿Cuánto tiempo sería necesario, cuatro días, cinco, una semana? Hacía rato que quería salir de la ciudad, instalarme en un pequeño hotel serrano y recorrer los alrededores. Ésta era la oportunidad de hacerlo. Sin duda, en casa el espectáculo sería terrible y era mejor (mucho mejor) no atestiguarlo. Quedaría aún el asunto del cadáver, pero eso vendría después. Primero lo primero. Rápidamente preparé una maleta, desconecté los equipos y dejé la casa. No les describiré mi viaje, sólo diré que los primeros dos días fueron agradables. En el tercero empezaron los problemas. Por más que intentaba evitarlo, pensaba en la casa y en el perro, en el perro y en la casa. ¿Estaría todo en orden? ¿Qué sería eso de morir de hambre? ¿Vendría precedido por una extraña euforia, un último furor de energía? ¿Y si en ese estado el perro había orinado mis manuscritos, destruido todos mis libros, tomado venganza contra la casa? ¿Y si ya era un cadáver putrefacto que empezaba a llenarlo todo de gusanos? ¿No sería más sensato volver? Al día siguiente me sorprendí comprando el boleto de regreso en la primera corrida. El trayecto desde la central de autobuses fue en verdad angustiante. Imaginaba la casa destruida o en llamas, el piso vuelto cenizas o lleno de escombros, libros y papeles estropeados. Al bajar del taxi comprobé que el edificio estaba intacto, y de mi departamento no salía fuego ni polvo ni gusanos. Esto no me tranquilizó. Subí corriendo las escaleras. Abrí la puerta de la casa y, aún sin atreverme a entrar, examiné su estado. Nada, ningún cadáver, ningún olor a podrido, ningún indicio de última euforia. En eso, vi al perro salir tranquilamente de la cocina (no me recibió, no me esperaba, hacía tiempo que se había acostumbrado a verme como un simple copartícipe de su espacio, sin más). Fui a la cocina. El estado del piso lo decía todo: una caja de galletas y un paquete de pan, dejados a su alcance, habían servido de alimento. El agua: seguramente la del escusado. Una vez más había subestimado a aquel animal, que seguía tan flaco, peludo, sucio y vivo como siempre. Resignado, decidí comprar una botella de vino y olvidar todo aquello. "Uno barato —me dije—. Has gastado mucho en el viaje y hay que llegar al próximo cheque. Además la ocasión no es precisamente digna de ser celebrada." Sin embargo, el camino a la vinatería fue agradable y sentí que una especie de alegría me rondaba. Esto me inquietó: evidentemente la ocasión no era digna de ser celebrada, como bien me había dicho. ¿Y entonces, a qué se debía esa semilla de alegría? La duda cumplió bien su cometido y el camino de regreso fue de desconcierto. Entendí lo que pasaba cuando iba por la mitad de la botella: en una de mis capas me alegraba no haber tenido que lidiar con el cadáver. Segundos después la idea explotó en su real dimensión: "¡No, no es eso, pedacito de hombre, lo que realmente te alegró, aunque fuera un instante, fue haberlo visto vivo, y no tanto por él, no sólo por él, sino por ti, por comprobar que fallaste, triste remedo de canicida, engendro de canicida, canicida encanecido!" El resto del vino fue casi conciliatorio. Esa noche me soñé en un establo: decenas de vacas pastando bajo el sol, sus cuerpos sin piel, completamente agusanados; yo, angustiado, corría a su alrededor y les echaba agua, pero no era fuego lo que las consumía; ellas permanecían indiferentes a todo, pastando, sólo pastando.

Al día siguiente desperté con una vaga convicción: si lo intentaba podría acostumbrarme a su presencia, podría construirme una nueva soledad, podría hacerlo mi mascota, mi compañero, mi algo. Pero no pude. Lo intenté poco, es cierto, pero lo hice, y cada ocasión no sirvió más que para confirmarme la falsedad de todo ello, la fatalidad de nuestra absurda relación.

"Compara y vencerás", solía decir un amigo. Y lo hice. ¿Por qué es tan difícil matar a un perro?, me pregunté entonces. ¿Qué lo separa de las arañas, los ratones, los gusanos? Algo tiene que ver con el tamaño —me respondí— y también con la cercanía, con milenios de domesticación; pero no sólo es eso: entre los domesticados, únicamente a ellas, a las mascotas, se les concibe como una extensión de nuestras vidas, de nuestras siempre añoradas cualidades: animales que son casi humanos, pero mejores. Sí, se trata sólo de nosotros mismos ―concluí—, a final de cuentas, se trata siempre de nosotros mismos.

dos-y-un-cuarto-greschoj.jpg Funcionó. Con nuevas fuerzas, reinicié la lucha para reconquistar mi hábitat. Rápidamente rechacé todas las opciones que implicaban un contacto físico directo. Quedaban tres alternativas: pistola, gas o veneno. Sin duda, la pistola era lo mejor, un balazo y sanseacabó sin sufrimiento. Pero tenía sus inconvenientes, a saber: el ruido, el acto y la desidia. El ruido podría ser evitado con un silenciador —si las películas no mienten—, pero esta solución implicaba otro problema: conociéndome como me conozco, sabía que tardaría mucho en decidirme a conseguir un arma y, después, en atreverme a usarla. Si al arma se le sumaba un silenciador, la cuestión se haría imposible. El gas era más viable, pero podría pasarse a otros departamentos, además quién sabe cuánto tiempo tardaría en irse por completo. Así que sería el veneno, después de todo.

Confieso que, aún con la decisión ya tomada, dejé pasar un par de días, titubeante. De una u otra forma me las arreglaba para estar fuera de casa, errando. Esta práctica, tan inusual en mí, comenzó a enfermarme, y terminó por consolidar mi determinación: si no recuperaba mi espacio, y pronto, me pondría mal.

Compré una buena cantidad de raticida y preparé todos los detalles: ubicaría estratégicamente diferentes tipos de alimentos, por toda la sala; me encerraría en el cuarto mientras aquello ocurría; pondría música a un volumen tal que anulara cualquier ruido del exterior, que no dejara pasar ningún quejido, ninguna exhalación; me concentraría en alguna actividad que me ocupara del todo, que me permitiera dejarme ir, que me alejara de lo que estaría pasando allá afuera, leer quizá, o mejor escribir, sí, escribir sería más efectivo. Sólo faltaba esperar el momento cumbre, el clímax, el arranque lúcido que me llevara a la acción.

Y al fin llegó. Me vi de repente corriendo de la sala a la cocina y de la cocina a la sala, botando comida bajo la mesa, entre los muebles, en el pasillo; envenenando toda posibilidad. Creo que, en mi furor, exageré aquello parecía alimento suficiente como para fulminar a una jauría. Antes de encerrarme en el cuarto pensé: "¿Y si duda al ver tanta comida?" Reí de mi absurdo, cerré la puerta y puse un disco a todo volumen. Sólo al comenzar a escribir entendí por qué había elegido esta actividad: bajo el disfraz de la distracción, el hipotético lector se revelaba como la última esperanza; sus posibles juicios y moralinas, como la única arma que quedaba para frenar el canicidio. "Ay viejo, no tienes remedio —me increpé—, eres lo que se dice un `romántico empedernido´, sin más." Pude entonces dejarme ir en el texto, sosegado, sin culpas. Hace un par de horas de esto. Creo haber vencido ya toda vacilación. Ya no me imagino saliendo del cuarto para rescatarlo, darle un laxante y llevarlo de emergencia al veterinario. No, ya no lo imagino.
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Aarón B. López Feldman (Ciudad Obregón, Sonora, 1978). Es licenciado en Antropología con especialidad en Antropología Cultural. Mención honorífica del Premio Carlos Fuentes, en la categoría de Ensayo del Premio Nacional al Estudiante Universitario 2005. Segundo lugar en el Séptimo Certamen Internacional de Ensayo Agustín de Espinoza (2005). Becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Puebla (FOESCAP), en la categoría de ensayo (2006) y cuento (2010).

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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