Antonio terminó de leer Rayuela de Cortázar y miró el reloj que colgaba en la pared de enfrente. Faltaban trece minutos para que fuera 9 de diciembre. Se levantó y colocó el libro en la repisa color caoba junto a Gazapo de Sáinz y El Juguete Rabioso de Arlt. Supo en ese instante que aquel momento era irrepetible. Irrepetible como el momento en el que conoció a Celeste.

celeste-katagaci.jpgEl tiempo en la memoria se vive anacrónico. De pronto volvía a ser el joven preparatoriano, de diecisiete años, que temblaba por el frío y bebía café cuando Marcelo le presentó a Celeste.

―Antonio Ribeira, mucho gusto.
―Celeste.
―¿Celeste a secas?

Cómo olvidar ese momento. La cafetería estaba atestada de jóvenes exageradamente abrigados que bebían café o chocolate acompañado de un cigarrillo. Cómo no recordar la humedad de sus labios sobre aquella mejilla reseca y fría. Cómo dejar de saborear su perfume.

―…Sí, Celeste a secas.

Pensar que aquella joven, de aspecto duro, con un rictus de indiferencia, sería su compañera los próximos veintidós años, le hubiera parecido una broma en ese momento; sin embargo, ahora le parecía que lo supo en cuanto la vio. Le parecía que el destino era más que atinado en sus sortilegios. Uno no reconoce a la persona precisa y especial desde el primer instante, pero sí suele inventarse esa sensación en futuros recuerdos para afirmarse que la elección fue la correcta y evadir los errores propios.

Antonio se fue a la cama y besó en la boca a su mujer. Se dieron las buenas noches y se perdieron en la fascinación de seres inexistentes el uno y en un infinito oscuro y parsimonioso la otra.

A la mañana siguiente, Antonio fue recibido en el despacho por Susana, aquella chica de veintitrés años, pasante de Derecho, que solía coquetearle a todas horas. Después de haber aclarado las conjeturas del caso “Sánchez y Asociados” fue asaltado a media lectura, esta vez El rey se acerca a su templo, de José Agustín. Susana le entregaba un café cargadísimo, no pedido, y un sobre.

―¿Y esto?
―Si me permite, señor, es un regalo.
―Gracias pero...
―De nada ―interrumpió Susana―. Pero ande, ábralo.

Antonio abrió sin ánimo el sobre y sacó una hoja. El mensaje era claro: me gusta mucho. Aun así, Antonio miró interrogante a Susana y ésta contestó con una mirada sensual y retadora.

―Es cierto, señor, me gusta mucho. No le pido nada, ni dinero ni que me quiera. Sólo le comento, no es advertencia, que sé muy bien lo que tengo y pocos se han atrevido a rechazarme. Se hizo un silencio funesto, luego, con voz sensual, prosiguió. ―Con permiso, señor; si se le ofrece algo, llámeme. Besos. Mandó un beso al aire y se marchó. Antonio seguía pasmado.

Esa tarde visitó una librería al salir del trabajo. Tenía que hacer tiempo. Compró el Pasto Verde de Parménides García Saldaña y se sentó en un parque. Hojeó el libro, se compró unas galletas que comió lenta y placenteramente. Supo que era hora: en ese momento su mujer estaría bañándose para preparar la cena. Era martes por la noche así que la visita del hombre con el que tenía que compartir a su mujer, Marisol, ya había concluido.

Hacía ya siete meses que Antonio lo había descubierto. Todo sucedió un martes en el que él llevaba galletas para comer con café y, al entrar de sorpresa en su casa, descubrió a Marisol en los brazos de otro. Fue como un homicidio. Supo que Celeste había muerto y que aquel cretino poseía a Marisol, su mujer, pero no a Celeste que era a quien él amaba. Desde aquel suceso, cada martes se distrae antes de llegar a casa para no recibir la misma puñalada dos veces. Si bien había aceptado llevar su relación de esta manera, no podría evitar el dolor al verse engañado nuevamente.

Una semana después de haberla conocido, Antonio y Celeste coincidieron en el camión. Él le preguntó si podía hojear su cuaderno. Ella aceptó. Antonio encontró una letra agradable y muy pareja, pero se sintió ultrajado al ver el nombre en la portada:
celeste-rayuela.jpg
―¿Marisol Nava Gómez?
―Sí, perdón, no te expliqué...
―¿Explicarme qué? ―interrumpió, impreciso, Antonio.
―Que me llamo Marisol pero Marcelo insistió en inventarme un nombre para ti.
―¿Para mí?... ese Marcelo está bien loco ―ambos rieron sin sentido.

Definitivamente era para él. Celeste había muerto, Marisol era su esposa y punto.

Antonio llegó a casa a las siete y veinticinco. De inmediato presintió que había llegado muy temprano pero no se detuvo hasta abrir apenas unos centímetros la puerta de la habitación. Volvió a sentirse el hombre más desdichado del mundo, el más solo, el más feo. Un muerto capaz de actuar como vivo. Se supo más traicionado que nunca al ver a Marisol y al usurpador en su propia cama.

Salió de la casa, tomó el teléfono celular y marcó un número de la lista.

―¿Susana, podríamos vernos ahora?
―Claro señor Ribeira ―contestó una voz adormilada del otro lado de la línea― lo veo en mi casa dentro de media hora. ¿Conoce mi dirección, no?
―Sí, fui a su casa un par de veces por documentos.
―Bueno, lo espero. Le dije que pocos se resistían.
―Ciao, voy para allá.

Tocó la puerta. Ella lo esperaba con un vestido negro, nada fuera de lo común, las luces apagadas y una improvisada cena romántica con velas compradas en la tienda apenas quince minutos atrás.

―Espero que te guste, ¿puedo tutearte?
―Sí, ambos somos adultos, sabemos lo que queremos y podemos actuar maduramente.
―Claro ―Susana lo miró fijamente. ―Mejor cenemos.

La cena se prolongó hasta convertirse en una amena charla ornamentada con copas de whisky; pronto se hizo más íntima. Antonio se disculpó para ir al lavamanos. Al salir del cuarto de baño, encontró a Susana más atractiva que nunca y comenzaron a besarse. Ella lo dirigió lentamente hasta su habitación y lo recostó en la cama donde se besaron con vehemente pasión.

―Ahora sí, seamos adultos y hazme tuya ―susurró ella, sensual, al oído de Antonio.
―Sí ―contestó él―, pero déjame poner una condición.
―¿Cuál?
―Que... por favor... me permitas... llamarte Celeste.

Celeste comenzó a quitarle la camisa.

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Ilustraciones:
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Juan Andrés Herrera Aceves (Cuernavaca, Morelos, 1990) Poeta y cuentista. Ha publicado en la revista La Piedra. Actualmente estudia la Licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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