La cultura no es otra cosa que la devota y ordenada,
por no decir benéfica, incorporación de lo monstruoso y
de lo sombrío en el culto de lo divino.

Thomas Mann, Doktor Faustus

 

 

la-incubacion-libro.jpgMe parece natural que ciertas obras literarias permitan múltiples interpretaciones, y otras en cambio exijan una explicación precisa y determinada por sus propias cualidades, como si su significado hubiese sido escrito en un idioma secreto, involuntariamente oculto tras el único lenguaje capaz de hacerlo comprensible. Esto no implica que al analizar una obra pretendamos agotarla, sino producir nuevos horizontes de sentido que antes no eran perceptibles. En la novela La mandrágora subyace algo incomprensible si no se atiende a su dimensión simbólica, de ahí que nuestra finalidad consista en revelar los principios míticos que subsisten bajo la estructura argumental de la obra de Hanns Heinz Ewers, estructura que se enmascara tras la psicología de los personajes y el desarrollo de los acontecimientos.

El experimento perturbador de fecundar a una prostituta con el semen de un condenado a muerte para crear una mandrágora real surgió del nihilismo, entendido como el sentimiento abismal frente al declive de las manifestaciones religiosas, y la profunda angustia provocada por la falta de sentido en un universo de indeterminación. A principios del siglo XX la vida burguesa había creado un vacío que contaminó sus manifestaciones religiosas, culturales y políticas; el hombre, alejado de aquella alienación, marchaba al borde de la existencia, en los márgenes de una oquedad ilimitada. En aquel terrible contexto sólo era posible acceder a lo divino a través de la profanación, así “se demostrará si hay algo misterioso, superior a las leyes conocidas. Podrá saberse si la vida vale la pena ser vivida, aun para nosotros” (Ewers, 71). La perversión surgió entonces de la impiedad, bajo la suposición de que es posible corromper lo celestial, es decir que la totalidad del universo emana de un principio divino y, tras subvertir a la naturaleza y develar sus manifestaciones más degradadas, era posible revelar su origen en Dios. Ahí reside el más profundo principio religioso: en la apertura teúrgica que permite que el santuario sea profanado por el mal, que el mal mismo se reclame como principio divino en un intento por restablecer el orden cósmico, de revitalizar la religión por medio del pecado y el sacrilegio: “tienes la posibilidad que se le ha negado a millones de hombres: la posibilidad de tentar a Dios. Si Él vive, tu Dios debe dar una respuesta a tu cínica pregunta” (Ewers, 73).

La historia de Alraune comenzó mucho antes de su propia concepción, y mucho antes también de que gestara la idea en la mente de Frank Braun. En los lejanos y brillantes desiertos del sur, donde los eremitas se purifican despojándose de sus más oscuros pecados, el basilisco hizo posible que se incubara un huevo de las emanaciones espirituales de los santos. Y lo bendijo con su saliva venenosa. Y la vida se movió en su interior. Pero cuando el cascarón se abrió ninguna criatura surgió de él, no contenía núcleo alguno, nada más que una estela sutil que el viento, proveniente de las lejanas selvas del mediodía, arrastró hacia el horizonte: “así vuela hacia el norte la peste ponzoñosa de todas las voluptuosidades” (Ewers, 166).

Entre los antiguos griegos se creía que el basilisco había sido creado por la Medusa; Plinio el Viejo lo describió como una serpiente con alas y una insignia real en la cabeza. Durante el Medievo temprano el basilisco se transformó en un gallo cuadrúpedo con alas cubiertas de espinas, cola de serpiente o de dragón, pestífero aliento mortal y mirada que fulminaba al instante; tal como lo refiere santa Hildegard von Bingen, su ponzoña proviene del pecado original1. Con humor agudo Quevedo ironizó acerca de las cualidades mortíferas del basilisco, pues ¿quién que haya observado a un basilisco pudo sobrevivir para describirlo? En la novela de Ewers el basilisco es sólo una idea, no nació en el desierto, sino que él mismo irradia muerte, creando un desierto a su paso2, y sólo puede destruirse al reflejar su mirada sobre sí mismo en un espejo; representa el mal incognoscible, la decadencia y la putrefacción de la materia: “Muchos dicen que el basilisco es una bestia. Pero no es verdad. Es un pensamiento que creció allí, donde no había suelo ni semillas, surgió de la eterna esterilidad, y […] adoptó formas abigarradas que la vida desconoce. Por eso, nadie puede describir ese ser, porque es indescriptible, como la nada misma” (Ewers, 165).

Aquel huevo, producto de las impurezas de los santos, representa el ovum anginum alquímico, el huevo cósmico que reúne en su interior al germen de todas las manifestaciones, la multiplicidad de los seres y la posibilidad de transmutación. De él surgió el mal que fue conducido por los tenebrosos vientos del sur, proscritos por las antiguas tradiciones de la India, y cobró la forma de una idea que creció hasta manifestarse bajo la apariencia de una mujer.

Ahora bien, desde la época de los griegos el nombre de la mandrágora estaba asociado a supuestos efectos afrodisiacos, por eso la llamaban planta de Circe, la hechicera que intentó seducir a Ulises; los hebreos la conocían como dudaim, a partir de la raíz dud, que significa amor. Siguiendo a Teofrasto, para extraerla Plinio recomendaba grabar con una espada tres círculos a su alrededor y desenterrarla mirando hacia el poniente.

Los antiguos germanos llamaban alrune al espíritu demoniaco que residía en el interior de un ídolo tallado en la raíz de una mandrágora; su nombre derivaba de runa y significaba misterio. En la versión medieval del mito se creía que la mandrágora surgía del semen postrero que los ahorcados vertían sobre el suelo del patíbulo o en un cruce de caminos donde sus almas vagarían eternamente; la tierra inseminada producía este homúnculo generado del sperma viri. Se trata de una forma de materia surgida de la muerte, una infravida, pues se “arrancaba a la muerte una nueva vida” (Ewers, 70). De ahí deriva la compleja correlación entre la muerte y la forma de extraer la mandrágora: a medianoche el encantador debía acudir al tenebroso sitio en el que pendía el cuerpo del colgado, con los oídos cubiertos con cera (pues al surgir del suelo el homúnculo profería un grito tan aterrador que al instante moría cualquiera que lo escuchara), y atar una cuerda a la protuberancia saliente de la mandrágora, lanzarla sobre el tronco del que pendía el ejecutado, para amarrar el otro extremo a la cola de un perro negro, que extraería la raíz en el intento desesperado por seguir a su amo, y que moriría estrangulado.3 La raíz quedaba suspendida de la cuerda y, con el sacrificio del animal, adquiría el poder de proteger a su poseedor contra los demonios.

Pero no todas las historias que giraban en torno a la mandrágora eran tan escabrosas. Para santa Hildegard von Bingen, la mandrágora simbolizaba el alma humana que debía surgir de las tinieblas del mundo, pues el ascenso hacia Dios sólo podía producirse a través del pecado original: en nuestro vínculo material con la perversión. Por tanto, para liberar a la mandrágora de los poderes de las tinieblas santa Hildegard von Bingen recomendaba sumergir la raíz en las aguas primordiales. Como contraparte a este acto bautismal las brujas medievales “lavaban la mandrágora en vino, la envolvían con seda y terciopelo; y la alimentaban con aguas sacramentales, hurtadas de la iglesia durante la comunión” (Guiley, 223; la traducción es mía).

la-incubacion-mandragora01.jpgEn la novela, una vez que el poder maligno penetró en casa de los Gontram y provocó la caída de la mandrágora sobre el crucifijo de marfil y el rosario búdico, despertó en Frank Braun la idea de crear una mandrágora de carne y hueso. Pero tal idea sólo fue posible al revitalizar su poder (dormido durante siglos), cuando un invitado inconscientemente la arrojó al interior de una fuente que contenía vino. Cuando el profesor Ten Brinken, futuro creador de Alraune, pidió que se la regalaran, una de las protuberancias de la raíz golpeó el borde de la fuente, que se rompió por la vibración y su contenido se derramó en el suelo de aquella casa, como una premonición del futuro de los Gontram.

San Juan Nepomuceno era el santo patrono de la mansión de los Ten Brinken; Frank Braun lo invocó para que hiciera frente a la mandrágora que había penetrado en su hogar, pues comprendía que el enfrentamiento originaría la purificación necesaria para acceder a una realidad esencial: “uno de los dos tiene que caer, el hombrecillo o tú, y se decidirá quién ha de ser el dueño de la casa de los Ten Brinken” (Ewers, 74-75).

Así se pusieron en movimiento los poderes mágicos de la mandrágora y se manifestaron en la mente de Frank Braun como un oscuro pensamiento: su tío, el consejero Jakob ten Brinken, debía dar vida a una mandrágora humana. Pero este experimento tendría características modernas; “hoy somos progresistas”, afirma irónicamente Braun. El semen ya no tenía que provenir de un ahorcado sino de un despiadado asesino, condenado a la guillotina por sus crímenes, y la tierra estaría representada por una prostituta liberada de las formas sociales, que fuera puro instinto originario: “Toma lo que es tan fecundo como la Tierra misma; toma a la hembra” (Ewers, 70). El único vínculo real con la tierra, que es el principio vital de la perturbación y decadencia simbolizada por la mandrágora, se manifestó cuando ambos padres invocaron a sus respectivas madres con su último aliento.4

El experimento implicaba la inversión del lenguaje natural a partir de la ciencia o, lo que es lo mismo, la aplicación de un lenguaje científico con fines religiosos, pues su propósito era revelar lo divino por medio de una perversión de los medios naturales. Se invierten los medios para revelar el mal y, como consecuencia, lo divino. Lo antinatural es aquí la propia naturaleza invertida, la naturaleza llevada al extremo de sí misma. De ahí que el descubrimiento de la prostituta Alma Raune posea un progresivo carácter ritualista: la mujer embriagada que, en un éxtasis lascivo, observa en el espejo su completa desnudez representa la iniciación del alma en el misterio del cuerpo, que al encarnarse descubre el pecado: “La camisa se le escurrió y quedó desnuda, de pie ante el espejo, sosteniéndose los pechos con las manos” (Ewers, 127). Desde ese instante el experimento adquirió un carácter distinto, pues el espejo es el instrumento que revela la palabra divina; a partir de él se originó la inversión del proceso espiritual que esencialmente se le atribuye al desarrollo religioso del cristianismo: unión original, caída y revelación; así quedaría esencialmente fijado dicho proceso como revelación (surgimiento de la idea de Alraune), ascenso (búsqueda consciente ejecutada a partir del experimento) y unión original (representada por el edén artificial que aparece al final de la obra). Al invertirse la imagen, esta caída se transforma en un movimiento de ascenso, como manifestación hacia lo divino. Es la luz que se refleja sobre la superficie traslúcida del espejo, bajo la forma de una ascesis invertida.

Al nacer Alraune se encontraba en una posición transversal dentro del vientre materno, lo que dificultó el parto y condujo a su madre a la muerte. Dicha circunstancia recuerda la posición en que yacen las mandrágoras en la tierra, pero a la vez remite al huevo surgido del desierto; según antiguas tradiciones, el huevo manifiesta las primeras diferencias del mundo y de él surge “la polarización del andrógino” (Chevalier, 581) como signo evidente de la multiplicidad5,lo cual, como se verá más adelante, tendrá consecuencias decisivas en el desarrollo de la historia.

El experimento generó un ser material entre dos mundos; y esta nueva naturaleza provocó el despliegue de un proceso de degeneración paulatina de la ofrenda religiosa, el cual, según Porfirio, inicia puramente con incienso y mirra, después se vierte vino ante los ídolos y más tarde se sacrifican animales, hasta que el culto degenera en sacrificios humanos. Este proceso inició a partir del momento en que la mandrágora fue bautizada en la fuente de vino; sus primeras víctimas fueron animales, antes de la muerte de los seres humanos involucrados en la gestación de Alraune. Sin embargo, a diferencia de sus padres, Alraune no necesitaba rebajarse a ejercer una acción negativa; al igual que con el basilisco el mal que irradia a su alrededor es perfecto: “Las pálidas flores de la muerte brotaban de las huellas de sus pies ligeros” (Ewers, 16).

Frente a aquella belleza sobrehumana surgida del mal, la sociedad burguesa es incapaz de reprimir el oscuro e inconsciente deseo de precipitarse en los abismos; con su caída inició el ascenso de Alraune, ése era el significado último de la maldad que emanaba de ella: cada muerte la acercaba más a la revelación de su origen. El pervertido profesor Joseph ten Brinken consideraba a Alraune su amuleto; se creía seguro, pues no sentía atracción alguna por la muchacha. Él era el padre de Alraune, él la creó; hacía tiempo que Frank Braun había escapado a su influencia, pero su huida no fue fortuita, pues Braun era el último vínculo de la gestación de Alraune, la última revelación de su existencia. Para vencer al consejero Jakob ten Brinken, Alraune necesitaba transformarse gracias a su naturaleza andrógina, y usó al joven Wolf Gontram para conseguirlo. La oportunidad se presentó durante un baile de disfraces en que ambos invirtieron sus papeles; y Alraune, que entonces representaba a un bello doncel, condujo al femenino Wolf a la muerte, producto de una pulmonía agravada.

Una vez realizada la inversión, el deseo que Jakob ten Brinken sintió hacia la muchacha no tuvo límites, como tampoco el dominio que sobre él ejercía Alraune: se convirtió en su esclavo. Antes de sucumbir ante aquella terrible pasión Jakob ten Brinken nombró a su sobrino Frank Braun representante legal de la joven, para vengarse de él, pues su idea lo condujo a su fin. Sin embargo, este último acto del consejero le permitió a la muchacha acceder a un conocimiento más profundo de sí misma y de la perversidad que emanaba de su interior. La maldad de Alraune provenía directamente de la ausencia de núcleo, pues ella era un ser espectral: “una apariencia sin vida en sí misma, […] una sombra que se proyectaba en rayos ultravioleta y que sólo cobraba forma en algún suceso que caía fuera de ella misma” (Ewers, 222-223). Sólo la aparición de Frank Braun podía brindarle una nueva conciencia, así como la posibilidad de elegir sobre su propia naturaleza. Ya revelado el terrible experimento que le dio origen, el ser mágico dio paso al individuo histórico, pues al conocer su pasado, Alraune comprendió los efectos de su existencia. Pero la ascensión de Alraune es negativa: implica el doble hundimiento del hombre cósmico en los abismos del inframundo, y a la vez simboliza la refracción del espejo en el proceso invertido generado por el protagonista en un doble vínculo: Frank Braun era la revelación de Alraune, de la misma forma que Alraune fue originalmente la revelación de Frank Braun.

Era necesaria la confrontación de los amantes para que un edén surja de la caída en la unión original; pero no se trata del edén de las sagradas escrituras, sino de un nuevo edén en el que todo es apariencia, pues descansa en el pecado, en la perversión inducida. Frank Braun abrió una puerta en el jardín sagrado; y en aquella mansión consagrada a san Juan Nepomuceno, el último sobreviviente de una estirpe luchó contra la manifestación del mal. Aquel edén pervivía en un equilibrio simbólico, formado por los vínculos que sostenían a Alraune: la luna y la mandrágora, que confrontaban a san Juan Nepomuceno, eran las correspondencias internas que sostenían el principio mágico de la muchacha; pues ella, surgida de la esterilidad de la luna del desierto, era sostenida en el mundo corpóreo por medio del pequeño ídolo formado de la raíz de la mandrágora: “He nacido en la tierra y me creó la Noche” (Ewers, 424).

Alraune había heredado los ojos de Frank Braun, por eso las miradas de los amantes eran espejos que revelaban la multiplicidad del amor como una elevada experiencia espiritual6; y era como si al amarse evocaran recuerdos de su antiguo origen7: se confrontaban al mirarse como dos bestias o como dos amantes, ya que el basilisco se enfrentaba en esos ojos bajo su imagen reflejada. Pues en el espejo estamos fuera de nosotros, es la revelación de la experiencia espiritual más elevada: “el alma, convirtiéndose en un perfecto espejo, participa de la imagen y por esta participación sufre una transformación. […] El alma acaba por participar de la belleza misma a la cual se abre” (Chevalier, 477).

la-incubacion-mandragora2.jpgCuando Frank Braun destruyó el ídolo de mandrágora, arrojando sus cenizas sanguinolentas al fuego, rompió el equilibrio del conjuro: destruyó el único vínculo físico que ligaba a Alraune con la tierra. Entonces la estatua de san Juan Nepomuceno invocó a la luna: “El nicho del santo yacía en profunda sombra y la blanca imagen de piedra lucía con más claridad que de ordinario. A sus pies había tendidas muchas flores, y cuatro o cinco lamparillas ardían entre ellas. A Braun le pareció como si aquellas luminarias que los hombres llamaban eternas quisieran competir con la luz de la luna” (Ewers, 428). La luna atrajo a Alraune con su brillo, y la muchacha marchó sonámbula hasta precipitarse en el vacío. Sólo así el basilisco fue derrotado por el espejo de los amantes, y los humores de los santos fueron purificados. Entonces el espejo reveló el conocimiento más profundo bajo la forma del loto.

Sólo ahora nos es dado comprender por qué la mandrágora cayó del lugar en que se encontraba sobre el crucifijo de marfil y el rosario budista en casa de los Gontram, pues posee un significado como raíz iniciática, y debe ser extraída del inframundo para convertirse en el vínculo manifiesto del alma con la divinidad: sólo a través de ella es posible purificar los pecados de los santos; por eso deben superarse sus principios escatológicos, para transformarlos en “el perfume de las virtudes de los apóstoles, la voz de todos los santos que exhala la palabra de Cristo y que con sus predicciones convierten a quienes los escuchan” (Servier, 1029). Y el espejo es en realidad la inducción de los efectos de la mandrágora, que produce un sueño de profunda contemplación interior.

Mientras que la mandrágora es la raíz que se hunde en las tinieblas del inframundo, el loto es la flor que surge del fango y lo purifica; es su reflejo, simboliza la transformación sobre el abismo, la unión de los contrarios y la comunión de todas de las manifestaciones. Sólo por mediación del loto que surgió del espejo de la lascivia, Frank Braun pudo acceder a la realización del hombre total: “en el estanque de mi alma creció un loto de oro que extendió sus anchas hojas sobre la vasta superficie, cubriendo el horrible vórtice de las profundidades. Entonces encontré […] la gran belleza del casto pecado, y comprendí las concupiscencias de los santos” (Ewers, 434).


Notas:

1 Santa Hildegard von Bingen narra el nacimiento del basilisco de la siguiente manera: “Cuando el sapo se sintió una vez preñado, vio un huevo de serpiente, se sentó encima para incubarlo hasta que vinieron al mundo sus propias crías. Éstas murieron, pero él siguió incubando el huevo de serpiente, hasta que se movió la vida en su interior, vida que en seguida se vio influida por la serpiente del paraíso. La cría rompió el cascarón, salió del huevo, pero inmediatamente sopló de sí un hálito como fuego violento… que mata todo lo que se interpone en su camino” (citado por Biedermann, 66). Es posible que el apellido de la familia materna de Braun provenga del nombre de esta santa; en el desarrollo de la novela existen referencias veladas a su obra.

 

2 El romance de Quevedo “El basilisco” aclara los motivos por los que es imposible conocer a la bestia: “Si está vivo quien te vio, / Toda tu historia es mentira, / Pues si no murió, te ignora / Y si murió no lo afirma.” (Citado por Borges, 38).

3 Borges y Margarita Guerrero describieron en su libro Manual de zoología fantástica el mal que emana del basilisco, pues “A sus pies caen muertos los pájaros y se pudren los frutos; el agua de los ríos en que se abreva queda envenenada durante siglos. Que su mirada rompe las piedras y quema el pasto ha sido certificado por Plinio” (Borges, 37).

4 Fue el médico Discórides quien asoció a la mandrágora con la circea de la que habla Homero en el canto X de la Odisea: “La raíz es negra, pero la flor es como la leche. Es difícil empresa para los hombres arrancarla del suelo, pero los dioses son todopoderosos” (citado por Borges, 99). Aún hoy existe en alemán el verbo becirsen, que es sinónimo de seducción.

5 Las fuentes varían al relatar la extracción de la mandrágora, sobre todo respecto al perro; en Antigüedades judaicas Flavio Josefo afirma que el hechicero debía darle bastonazos (Cela, 610); otras fuentes hablan de su estrangulamiento al seguir a su maestro (Guiley, 223) o a un animal hambriento al que se le arroja carne y sobre el que se venga la mandrágora (Kieckhefer, 22).

6 Se pueden confrontar ambas escenas: “Se acobardó; una lamentable cobardía. Lleno de angustia gritó: ‘¡Mamá! ¡Mamá!’ Oh, docenas de veces. Hasta que le arrodillaron estirado bajo la cuchilla y le obligaron a meter la cabeza por el redondel de la tabla” (Ewers, 151); y “La prostituta, imposibilitada de estirar los brazos ni de mover el cuerpo bajo aquella mole, agitaba las piernas en el aire. Vio cómo el médico le aplicaba la mascarilla al rostro y le oyó contar en voz baja: ‘uno, dos, tres’, y gritó, haciendo retemblar las paredes. / –No, no quiero. No quiero. ¡Ay, me ahogo! / Su grito murió, cediendo a un miserable gimoteo: / –¡Madre! ¡Ay…! ¡Ma…dre!” (Ewers, 154-155).

7 Es posible descubrir en distintas tradiciones significados similares del huevo. Chevalier afirma que en la tradición china “el huevo caos se abre: los elementos pesados forman la tierra (yin), los elementos puros y ligeros el cielo (yang)” (582). Además, “según el Chandogya Upanishad (3.19), el huevo nace del no ser y engendra los elementos: ‘En el comienzo, no había más que el no ser. Fue el ser. Creció y tornó huevo. Reposó un año entero, luego hendiose. Aparecieron dos fragmentos de cáscara: uno de plata, otro de oro. El de plata, he ahí la tierra; el de oro, he ahí el cielo’ (en SOUN, 354)” (Chevalier, 582).

8 Jakob ten Brinken ya había notado el parecido de los ojos de Alraune con los de su sobrino: “Sí. ¡Sus ojos! Se abrían muy por debajo de las delgadas y picarescas rayitas de las cejas, que levantaban la frente estrecha y tersa, unas veces miraban fría y burlonamente, y otras con blandura y ensoñación... Eran de un verde primavera, de una dureza de acero… como los de su sobrino Frank Braun. / El profesor sacó su ancho belfo, aquel descubrimiento no le resultaba simpático. Pero pronto se encogió de hombros. ¿Por qué el que la imaginara no habría de tener su parte en ella?” (Ewers, 210).

9 El conocimiento amoroso que Frank Braun aprendió en la India se vuelve intuitivo en Alraune, así lo describe Ewers: “era como si no le mostrara nada extraño, sino que evocara en ella recuerdos de algo anteriormente sabido. Muchas veces, antes de que hablara, llameaban en ella rápidas concupiscencias, como el incendio de un bosque en el estío” (Ewers, 417).


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Adrián Soto (Ciudad de México, 1979). Poeta y ensayista, egresado de la carrera de Lengua y Literaturas Alemanas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha publicado Quetzalcóatl, la efigie de luz (Editores Mexicanos Unidos, 2010), y el prólogo al ensayo “La Cristiandad o Europa” de Novalis en la colección Pequeños Grandes Ensayos de la Dirección General de Publicaciones de la UNAM, así como ensayos y poemas en las revistas Opción, Literalgia, Aeda Lamm, Punto en Línea. Se ha especializado sobre todo en romanticismo alemán y en literatura japonesa contemporánea.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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