Miranda despertó cuando el viento tocó su cuerpo desnudo. La ventana estaba abierta. Miró el otro lado de la cama, el lugar que él había ocupado la noche anterior y que ahora estaba vacío. “Olvidó decir adiós”, murmuró. Contempló la almohada unos minutos, como esperando que él apareciera. Pronto se dio cuenta de que sus deseos eran inútiles.

atadasalavida_bxxk86.jpgAbandonó la cama y cerró la ventana. A través del cristal, observó las calles, que la mañana nublada hacía lucir desoladoras. Permaneció inmóvil unos minutos, hasta que las lágrimas, incontrolables, comenzaron a brotar. 

Caminó hacia el espejo y recorrió el reflejo de su cuerpo. Ese cuerpo que él no volvería a tocar. Se dirigió a la ducha, quería borrar las huellas de sus manos, de su sudor, de su saliva.

Se sintió invadida por la soledad. Él se había marchado para siempre. Cuando niña, la palabra siempre había marcado su vida. La muerte se llevó a su padre para siempre; ahora, el hombre que amaba desaparecía de su vida. Para siempre.

Salió a la calle. Escuchaba los golpes de sus zapatos sobre el pavimento e ignoraba las miradas curiosas de quienes pasaban a su lado. Compró el periódico. Escogió uno cuyas páginas anunciaban asesinatos, crímenes y desastres. Quería leerlo para aminorar la sensación que su miseria personal le causaba.

Entró a una pequeña cafetería y bebió un americano, dos, y otro más. Fumaba y cambiaba las páginas del diario. Después de seis tazas de café, y cuando la curiosidad que le causaba a las meseras la incomodó, Miranda dejó unos billetes sobre la mesa y salió. Sin dar las gracias, sin pedir cuentas y sin excusarse por nada.

atadasalavida_cempey.jpgAfuera, observó que algunos rayos de sol se colaban entre las nubes. Caminó sin mirar atrás y un par de horas después llegó a una calle sucia y abandonada, donde unos niños de ropas y zapatos gastados jugaban con botes, cajas y cuerdas que, con su infinita inocencia, transformaban en juguetes.

Atravesó la calle como un fantasma, interrumpiendo los juegos y las risas infantiles. Se detuvo frente a una roída puerta de madera. La golpeó tres veces con los nudillos y esperó.

Salió de la casa una mujer con mirada sombría, arrugas y canas prematuras, que esbozó una sonrisa. En silencio, recorrió el rostro de la joven, muy parecida a ella. La invitó a pasar a la casa y la llevó hasta la pequeña sala.

Mónica, como se llamaba la mujer, era tía de Miranda. Su familia la había dejado en el olvido cuando, invadida por la nostalgia, decidió guardarle luto a su gran amor.

La tía se mostró dispuesta a escuchar la historia de Miranda: una noche, él le dijo que ya no la amaba y que se marcharía a la mañana siguiente. Ella se negaba a creer que todo se hubiera esfumado de pronto. Creía que al amanecer él cambiaría de parecer. Se equivocó, todo había terminado.

A pesar de no haber visto a su tía desde que era una niña, Miranda sabía que aquella mujer que la miraba fijamente era la única que podría entenderla. Lloró hasta que ya no le quedaron lágrimas. Mónica le pidió que se quedara a dormir en su casa.

En las paredes de la recámara, había fotos de su tía con su primer y único amor. La pareja de jóvenes irradiaba felicidad. Parecía que el brillo en los ojos de ambos salía de las fotografías e iluminaba la habitación.

Sobre la cama descansaban algunas muñecas que Mónica quitó con mucho cuidado. Las colocó sobre una silla y las arropó como si fueran sus hijas. Miranda observó la escena sin decir nada. Su tía se acercó a la cama para velar su sueño.

atadasalavida_sloopjohnb.jpgCuando despertó al día siguiente, Miranda tuvo la sensación de haber dormido miles de años. El dolor se había apaciguado. Se sintió lista para salir de su refugio. Se despidió de su tía y regresó a su departamento. Quemó fotos y cartas para borrarlo de su vida. Durante días, intentó escribirle una carta que al final no envió.

Se mudaría del departamento. Entregó las llaves a su casera y caminó sin rumbo. Se detuvo ante el escaparate de una tienda y decidió su destino.

Entró a la tienda a hacer unas compras. Regresó a la casa de su tía y le mostró un par de muñecas. Eran idénticas. Una para Mónica y otra para ella. De inmediato, Mónica entendió el significado de ese regalo. A partir de esa tarde, Miranda viviría con su tía y los recuerdos la mantendrían atada a la vida.


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Dedenhi Hernández Ramírez (Ciudad de México, 1988). Egresada de Ciencias de la Comunicación con especialidad en Periodismo por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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