Disyuntiva

Me encontraba ante la disyuntiva de robar o no robar, cuando decidí salir al deli a comprar jamón serrano. Suena difícil de entender: ¿por qué jamón serrano en esas circunstancias? Lo lógico hubiese sido decidir cuanto antes si cometía el delito o no. Quizá si hubiese necesitado una pastilla para el dolor de cabeza o para la tensión, o quizá una botella de agua, o por último el periódico para leer el horóscopo, todo hubiese hecho más sentido… pero no. Nada se puede prever, porque sufro de un patológico miedo a la determinación.

Jamón serrano

―¿En qué le ayudo? – preguntó el dependiente.

―Por favor, deme ciento cincuenta gramos de jamón serrano.

La pulcritud del dependiente llamó especialmente mi atención. Utilizaba unos guantes blancos, de esos de sala de operaciones, y sometía al jamón serrano a la desintegración en delgadísimas lonjas. Las iba ubicando en perfecto orden sobre el plástico transparente. La precisión, pero sobre todo el ritmo con el que hacía su trabajo, que sin llegar a ser lento, exasperaba un poco, le daba cierto aire de solemnidad. Trabajar en un deli, en ese momento, era una acción elevada. Se podía ver cómo, con un delicado movimiento de labios, el hombre iba contando las lonjas: “treees, cuaaatro, ciiinco”. No sé en qué número paró; el cuidado con el que hacía su tarea volvió elástico el tiempo. Sobre el alimento, puso otro plástico transparente. Yo sentía que estaba presenciando un rito, algo parecido a vestir el cadáver de un ser amado antes de confinarlo al ataúd. Llevó el paquete hasta la balanza y lo colocó con cuidado casi maternal sobre la bandeja. Levantó la mirada hacia el visor donde aparece el peso. Al ver que éste marcaba “0,150 kgs”, una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro. Su alegría era tan simple, que me gusta pensar en ella.

Había unas siete personas atrás mío en la fila.

―¿Necesita algo más? ―preguntó con amabilidad el dependiente.

―No, muchas gracias ―respondí todavía sorprendida.

jamon-serrano_jamon.jpg Me entregó el paquete de jamón serrano. Al voltearme y ver con los ojos bien abiertos a las personas de la fila, pensé por un momento preguntarles si habían presenciado el fenómeno, si se habían sorprendido como yo ante la voluntad de ese dependiente y la exactitud con la que sus acciones se ejecutaban en el tiempo. Finalmente no lo hice; fui cerrando los ojos hasta dejarlos apenas abiertos. Avancé hacia la puerta lentamente; por momentos, levantaba la mirada y mis ojos se cruzaban con los de algún otro cliente. Tuve la sospecha, antes de cruzar el umbral de la puerta, de que ninguno de ellos iba a tener la misma suerte que yo. Tuve la sensación de que el dependiente no sería tan feliz con ninguno de ellos como conmigo. Creo que se lo dije, casi susurrando, al último de la fila.

Salí del deli. Llevaba el paquete en la mano. Cuando me cruzaba con un perro, estiraba mi brazo en el aire. Algunos no se inmutaban; a otros, les llamaba la atención la brusquedad de mi movimiento. Ninguno se fijó realmente en el paquete. Me senté en la parada del bus. Se me pasó uno. Debía esperar unos minutos más hasta que pasara otro de la misma ruta. Fue entonces que recordé por qué había salido a comprar jamón serrano. Quería tomarme algo de tiempo para poder decidir, o quizá para no pensar en lo que debía pensar. La distancia entre el momento en que surge la necesidad de tomar la decisión y la propia toma de decisión resulta fundamental para mentes como la mía, incapaces de fijar su atención en un pensamiento durante demasiados minutos seguidos.

Al rato, llegó el bus. Me subí sosteniendo el paquete con la mano izquierda y agarrándome con la derecha de todos los tubos que tenía a mi alcance para no caer. Nunca me han gustado los buses, pero creo que he terminado por acostumbrarme a ellos. Hubiese podido tomar un taxi de no haber comprado el jamón, pero, desde temprano en la mañana, tuve ganas. No me gusta caminar, prefiero ser pasajera. Me fijé en las otras personas que iban en el bus. Como yo, su estancia en ese carro se definía en la cualidad de ser fugaz. Las agarraderas llenas de sudores adornaban el bus y le daban el aspecto de un particular sistema de tuberías, con la diferencia de que las aguas, en lugar de recorrerlas por dentro, las recorrían por fuera. Uno de los pasajeros se levantó.

 ―Señorita, por favor, tome mi asiento ―dijo en un tono tan amable como el del dependiente del deli.

―Muchas gracias, señor ―le respondí sentándome.

“Caballeros hay muchos, lo que no hay es asientos”, pensé y, en lugar de sonreír, levanté una ceja. Eso lo había oído antes en algún cacho, o lo había escuchado de algún chistoso en algún bus del pasado. No importaba. Pensé que debía estar atenta a mi parada. Andaba tan dispersa después del episodio con el dependiente del deli, que era probable que se me pasara. Un par de cuadras antes de llegar, me paré. Pedí permiso. Igual fui golpeando la cabeza de alguno con mi bolso. Pensé: “para qué no se quita”, pero no dije nada. Total, un golpe más, un poco menos de caspa.

Al bajarme del bus y caminar unos pocos metros, me di cuenta de que no llevaba conmigo el jamón serrano. Lo había botado, sin querer y con toda seguridad, en el bus. Ay qué dolor. Me volteé para ver si alcanzaba a pedirle al busero que se detuviera, pero no, era imposible. Había arrancado incluso antes de que yo posara mis dos pies en el suelo. Caminé otros pocos metros más, hasta la puerta de mi casa. Al abrir mi bolso para sacar las llaves, encontré el paquete de jamón serrano a buen resguardo. Había olvidado totalmente ―como todas las cosas que hago en automático― que cuando me cedieron el puesto y me senté, guardé el paquete previendo mi futuro e inevitable descuido, como Ulises cuando ordenó que lo ataran al mástil para poder oír el canto de las sirenas sin lanzarse al mar. Ojalá fuese igual de precavida siempre. Sentí alivio, entré a la casa y volví a pensar en la simpleza del dependiente.
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Me tomó un tiempo regresar al lugar de la disyuntiva a propósito de la decisión que debía tomar. Mi amigo Juan (en realidad Juan era mi amigo, pero era, sobre todo, amigo de mis amigos. No nos unía la cercanía, quizá la risa en algunas reuniones, quizá la misma punta de un billete enrollado introducida por turnos en nuestras fosas nasales, quizá un polvo en medio de una borrachera, quizá las calles de Quito caminadas junto a algún conocido en común que llegase de visita a la ciudad) había muerto esa misma mañana. Magdalena me llamó temprano, a eso de las 7, y me lo contó. Yo sabía que estaba muy enfermo y sabía que moriría en cualquier momento. Juan, esto lo sabíamos todos los que alguna vez estuvimos en su departamento, era rico. No sé cuánto dinero tenía en el banco, pero en todo caso, en su casa se podía encontrar una de las más importantes pinacotecas privadas de la ciudad. La mayor parte de los cuadros la había heredado del abuelo materno, un judío alemán que había llegado al país, no huyendo de la segunda guerra, sino unos pocos años antes de que Hitler subiera al poder. Juan por su cuenta había ido aumentando la colección con obras de maestros latinoamericanos como Ortega Caicedo, Sempértegui, Dávalos y Sarmiento-Casares. Una fortuna en óleos.

Estaba tratando de recrear el orden en el que Juan había colgado algunos de sus cuadros en la sala de su departamento y no lograba ni siquiera recordar cuál era el cuadro que se podía ver desde el umbral de la puerta. Lo cierto es que, en ese momento, decidí servirme jamón serrano con un trozo de pan de agua. Comí despacio, como sin hambre, pero me terminé todo el pan. Dejé algo de jamón para la noche, porque sabía que me daría ganas. Después de comer, tomé la decisión. Entraría a la casa de Juan a robar. Era definitivo, tanto que ya me sentía ladrona. El velorio se estaba realizando en el mismo departamento, como él había dispuesto antes de morir. Yo iría, como todos los amigos de Juan. Lo único que necesitaba era la convicción de que el tiempo estaba diseñado para que cada segundo que pasara ocupara exactamente el mismo espacio dejado por el segundo anterior. De tener esa seguridad, todo saldría a pedir de boca. Debía medir los movimientos de la gente, de los deudos, de los amigos con exactitud. Pensé que a Juan no le importaría que me robara uno de sus cuadros o todos. Después de muerto, pensé, no le importaría nada.

Me puse el único vestido negro que tenía en el clóset. Llamé a mi sobrino antes de salir, como para sentirme persona. Después de todo, necesitaba cometer el delito para pagar algunas deudas contraídas por ser persona. Mis gastos habían superado con creces mis ingresos, es decir, me había pasado lo que le pasa a la mayoría de la gente en este mundo. Y no es que me dé la buena vida: no tengo casa propia, no tengo ropa elegante ni joyas, tampoco viajo demasiado. Mis posesiones tienen la cualidad de ser pasajeras. Lo cierto es que dormía muy mal por las noches pensando en cómo resolver mis problemas financieros. Tendría que llevar conmigo un estilete para poder cortar la tela sin tener que desbaratar el marco, la doblaría con cuidado y la metería en mi bolso. Me quedaría un rato más en el velorio y me iría enseguida, apenada, de verdad apenada por la muerte de Juan.

Cuando llegué al depa, me sorprendió ver que no había demasiada gente. Saludé a todos y me quedé conversando un rato con Magda.

―Se había deteriorado tanto estas últimas semanas.

―Sí, lo sé. Yo lo llamé la semana pasada y apenas pudo hablarme.

―¿Sabes de qué murió?

―De problemas respiratorios, ¿no?

Sólo por estar segura, comprobé que la alarma de los cuartos no estuviera activada. Parecía necia mi precaución, considerando que hubiese sido muy inconveniente que en pleno velorio sonara una sirena. Después de estar con Magda, de abrazarnos y tomarnos de las manos; incluso de llorar un poco, le dije que iba al baño.

Como lo había planeado, entré a la habitación de Juan. Ahí había un Sempértegui del 78. Había sido el elegido por una sencilla razón. Era el único cuadro de la colección que yo recordaba. Desde la mañana, cuando me encontraba en la disyuntiva, no había podido dejar de pensar en él. Yo sabía que había muchos y muy valiosos, pero éste era el único que no había olvidado al momento de trazar el plan. Un día, hacía ya muchos, borracha en la habitación de Juan, sobre su cama y en una posición que me permitía ver la pared del frente, le comenté que me encantaba ese cuadro porque me encantaba el jamón serrano. El cuadro, por supuesto, muestra una portentosa  pierna de cerdo colgada de una viga, que a su vez, no se sostiene en nada. No fue fácil cortar la tela con el estilete. Me di cuenta que me tomaría más tiempo del que había previsto, así que descolgué el cuadro de la pared y me metí con él al baño de Juan. El baño del muerto. Sentí que invadía la privacidad de un cadáver porque ése es el lugar de las secreciones, de lo interior convertido en exterior sin usar el cuchillo. Las baldosas y las llaves de agua me hacían pensar en su cuerpo con una morbosidad exacerbada. Procuré no distraerme demasiado y con mucho cuidado fui cortando el Sempértegui 78. Colgué el marco de vuelta en la pared y salí de la habitación. En silencio.

jamon-serrano-jamon-lienzo.jpgEn el bus de regreso, saqué la tela de mi bolso. La observé unos segundos. Sentí vergüenza, la misma que había sentido en el baño. No volvería a guardar la pintura porque se podía malograr. La llevaría en la mano con cuidado para que nadie viera su contenido. Después de todo, no era muy grande. Mis caderas la taparían perfectamente. Para distraer la vergüenza, decidí pensar en Juan. En su cuerpo, pero de otro modo, en su cuerpo delicado pero hermoso. Era alto y rubio, me dijo una vez que como su abuelo alemán. Había una cierta transparencia en él, una transparencia que superaba la de la blancura de su piel. Juan era un hombre bueno, ante todo. Al llegar a casa, ya de noche, me serví el resto del jamón. Mientras lo engullía, pensaba que había hecho bien mi trabajo, que nadie se había dado cuenta de que entré y salí del cuarto. Todo fue exacto. Tuve suerte, por supuesto; no sólo dependió de mí. Como con el dependiente del deli. Tuvimos suerte de que las formas nos favorecieran (en el caso de él, la de la pierna; en mi caso, la muerte, el velorio de Juan).

Después de comer, pensé en mirar detenidamente mi nuevo cuadro. Todavía no había decidido qué hacer con él. Fui al sofá de la sala a buscarlo y no lo encontré. Fui a mi cuarto y no lo encontré. En el estudio, tampoco. Sobre el mesón de la cocina, unas pocas frutas a punto de pudrirse. En el comedor, sólo el plato vacío de jamón serrano. Hice memoria. La última vez que recordaba haberlo tenido en mis manos fue en el bus, antes de abrir mi cartera para sacar las monedas y pagar el pasaje. Lo había olvidado en el asiento. No me cabía la menor duda al respecto.


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Ilustraciones: 
Rebanadas de jamón
http://emeyeme-tapas.blogspot.com
Foto de cuadros, Bas van de Wiel
http://www.sxc.hu/
Óleo Jamón sobre lienzo de Ignacio Alcaría
http://www.eurocarne.com/galeria/cuadro35.html?pID=35

María A. Balladares (Guayaquil, 1980). Estudió Sociología y Artes Liberales en la Universidad San Francisco de Quito. Realizó una maestría en Literatura Ecuatoriana e Hispanoamericana en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador y actualmente cursa estudios de doctorado en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Pittsburgh. Es profesora de literatura en la USFQ desde el 2003. Su obra ha sido antologada en Todos los juguetes (Dinediciones, 2010). El presente cuento obtuvo el 2º premio en la X Bienal Pablo Palacio.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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