I

El discurso racional de Occidente está atravesado por tres ideas platónicas que no hemos podido dejar atrás: el bien, la verdad y la belleza. De esta forma, nuestro ser hombres ha consistido a lo largo de toda la historia en girar en torno a estas tres ideas. Los sistemas de pensamiento, los planes de gobierno, las normas jurídicas, las reflexiones éticas y, en alguna medida, las expresiones artísticas, no han hecho sino intentar, con diversos matices, acercarse a estos ideales, tal y como fueron concebidos por Platón. Por consiguiente, el plexo de sentido en el que nos desenvolvemos en la actualidad sigue estando, quizá sin percibirlo, atravesado por estos ideales. Sin duda alguna, la impronta eficientista que la Modernidad y la Ilustración imprimieron a estos ideales, se tradujo en la adopción de una serie de criterios pragmáticos para la reconstrucción y reorganización mecanicista de un mundo que todavía intentaba alejarse de la oscuridad escolástica del Medioevo; había que hacer estas ideas palpables, mensurables, calculables, ponerlas a nuestro alcance de una manera procedimental. En este sentido, la óptica técnica y tecnológica se apoderó de estas tres ideas para generar nuevos ideales alrededor de los cuales gira nuestro mundo actual: el progreso, la democracia, la libertad, el sujeto, etcétera.
 

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Para nadie es un secreto que esta construcción moderna del mundo se colapsa día con día. No se necesita ser filósofo para darse cuenta de que el estado actual de las cosas dista mucho del cumplimiento de una ímproba promesa de bienestar que cada día aparece más lejana. El discurso racional de Occidente comenzó a derrumbarse cuando las prácticas sociales de la burguesía decimonónica comenzaron a padecer, sin percibirlo, sus terribles efectos; cuando las prácticas racionales comenzaron a contravenir disimuladamente las supuestas convicciones racionales. En muchos sentidos, Nietzsche y Freud fueron los detonadores principales de este derrumbe. Su mirada crítica inmersa en ese mundo emergente les permitió conocer de primera mano los efectos inmediatos de un mundo diseñado por la razón, la técnica y la moral modernas. Y desde ahí, desde su experiencia in situ, llevaron a cabo una crítica a la cultura que hoy más que nunca tiene una vigencia irrenunciable. Fueron ellos quienes lanzaron las primeras advertencias de lo que era el porvenir. Ellos, a finales del XIX y principios del XX, fueron capaces de diagnosticar una sociedad enferma que oculta bajo la máscara del progreso, la verdad y el bien, un profundo anhelo de barbarie, de exterminio.

A pesar de la filosofía, a pesar de Auschwitz y a pesar de Bush, el discurso racional de Occidente insiste en no abandonar los cimientos que lo están hundiendo. Los discursos institucionales, académicos, ideológicos y coloquiales continúan insistiendo con torpeza en el progreso, en la verdad, en el bien, en la dignidad humana, etc., sin alcanzar a percibir que todo documento de cultura es, como bien afirmaba Benjamin, un documento de barbarie.1 En las líneas que siguen intentaremos oponer a este discurso racional occidental una visión dionisiaca del mundo, pensada fundamentalmente desde Nietzsche y su concepción del ser humano. No para fundamentar algo más, ni para cambiar al mundo, sino simplemente como oposición vehemente a ese discurso racional incapaz de verse a sí mismo; sencillamente, para insistir y resistir en los caminos críticos a los que nos abre el pensamiento nietzscheano.


II


A menudo suele hablarse de Nietzsche como el filósofo del martillo, suele celebrarse su intempestividad, su ironía y su fino y crítico sentido del humor; no nos oponemos a esta visión. Sin embargo, la mayor parte de los discursos sobre Nietzsche dejan de lado el aspecto terrible de su pensamiento. En el célebre §125 de La gaya scienza, aquél en donde se anuncia la muerte de Dios, el hombre frenético pregunta “¿hay aún un arriba y un abajo?”.2 Esta pregunta, mirada cuidadosamente, debería ser colocada al final de cada uno de los escritos de Nietzsche, de cada uno de sus párrafos, de sus aforismos y, sin exagerar, al final de cada una de sus líneas. El horizonte que nos borra Nietzsche con cada uno de sus pensamientos es algo en lo que últimamente se repara poco. Nietzsche, más que el filósofo del martillo, es el filósofo del bisturí, puesto que su filosofía es más que gritos estruendosos que martillan sin ton ni son, y se parece más a un bisturí que secciona cuidadosamente las partes del discurso de Occidente, para poder desecharlas sin miramientos, para mostrar su opacidad y caducidad. La idea de hombre, tal y como la conocemos ahora —y como se concibió en la Modernidad—, no es la excepción. Son múltiples las trincheras desde las cuales Nietzsche ataca nuestra idea de hombre y todo lo que ella conlleva —nuestra virtud, nuestro bien, nuestra inteligencia, nuestro progreso, en fin, nuestros más preciados ideales. Su crítica al concepto moderno de hombre se puede abordar desde la crítica al sujeto, al lenguaje, a la razón, a la moral y a la metafísica en general; sin embargo, por razones de espacio, aquí abordaremos su pensamiento desde el perspectivismo, tratando de atender en la medida de lo posible a las demás instancias, que son inseparables. Y llevaremos a cabo este trabajo con el fin de penetrar hasta lo más hondo y siniestro de nuestra constitución humana; con el fin de poder rozar esos pensamientos que, por pudor, el discurso racional de Occidente ha intentado hacer a un lado; con el fin de situarnos en un lugar donde, efectivamente, el horizonte se borra y nos vemos obligados a comenzar de nuevo; con el fin de poder preguntar desde el fondo de nuestro ser ¿hay todavía un arriba y un abajo?

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Todo lo profundo —dice Nietzsche— ama la máscara.3 Entre otros significados, el vocablo latino persōna posee el mismo que el vocablo griego προσοπου (prósopon), es decir, máscara —aquella que cubría el rostro del actor en las representaciones teatrales. Con esto podemos señalar que, en sentido originario, es decir, como emergió en el lenguaje, una persona puede ser entendida como personaje, como máscara que interpreta un papel. En este sentido, vale la pena preguntarnos: el ser humano, ¿es una persona? Sin duda lo es. Más allá del significado jurídico de la palabra, el ser de los seres humanos puede ser pensado como persona, como prósopon, como máscara. Y si lo pensamos así, podemos pensar simultáneamente que toda máscara brinda un sentido, un papel, a aquel que la porta. El ser humano, pues, como persona, tiene una máscara y un sentido otorgado por la máscara misma. La “realidad” misma es máscara. Lejos de ser una metáfora desgastada, este pensamiento tiene un profundo trasfondo filosófico que hiende su significación en uno de los más preciados valores del discurso occidental: la verdad.

El discurso positivo de Occidente fundamenta su sentido en lo que es de facto, en lo mensurable, lo cuantificable, lo palpable, en lo que la ciencia ha llamado los hechos. Ante esto, Nietzsche responde: “No hay hechos, sólo interpretaciones”.4 Y al hacerlo tira por la borda la vieja noción de que el mundo está ahí, frente a nosotros, y que nosotros debemos acceder a él y conocerlo por lo que es en sí mismo. Es decir, tira por la borda la noción de essentĭa, de verdad. Nietzsche no niega la realidad, sólo niega la pretensión moderna de verdad en el sentido de adecuación entre objeto y concepto como algo inamovible.

En primera instancia, el mundo, para Nietzsche, se nos da en lenguaje. Y penetra así en un crucial problema de la historia de la filosofía: ¿concuerdan las designaciones y las cosas?, ¿es el lenguaje la expresión adecuada para la realidad? Parece que no. El lenguaje es para Nietzsche un instrumento que nos ayuda a mantenernos en paz, es un instrumento que se legitima mediante el uso. ¿Qué es una palabra? “La reproducción en sonidos de un impulso nervioso”5 —responde Nietzsche. El lenguaje no reproduce la realidad, sino que nos la traduce, nos la transporta metafóricamente. La verdad y la mentira se nos presentan así como una serie de convenciones que no dicen nada del mundo, sino de nuestra manera de verlo y de nuestra manera de relacionarnos. El mentiroso es aquel que dice lo contrario de lo que comúnmente se acepta. La verdad es una imposición. La verdad es

 

una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son.6

Concebir a la verdad como ilusión y a los hechos como interpretaciones nos transporta de inmediato al reino de la ficción —ese ámbito desacreditado ya por Platón mismo, quien menospreciaba la labor de los artistas y de los poetas por presentarnos solamente copias de las copias de las ideas. Ficción: el ámbito de la fantasía, de la invención, de lo no-real; ámbito menospreciado por la ciencia, menoscabado por los hechos. Sin embargo, para Nietzsche la ficción es, y será, nuestra única realidad. Caer en cuenta de que hemos sido engañados es el primer paso para poder escapar de las garras del discurso racional de Occidente. Afirmar nuestro conocimiento como ficción y asumir nuestras interpretaciones como perspectivas nos permite valorar el mundo desde otro anclaje; nos abre la posibilidad de, en cualquier momento, cambiar nuestro punto de referencia y ver que las cosas son algo distinto de lo que creímos alguna vez; nos abre el mundo a nuevas experiencias; nos hace caer en el siniestro abismo de la tentativa; nos aleja de lo probable y nos acerca a lo posible y a lo imposible también. ¿Hay todavía un arriba y un abajo? Si no hay hechos, no hay verdad, y si no hay verdad, ¿a dónde vamos?

La relevancia de la verdad en nuestras vidas es insoslayable. La verdad no es sólo una cuestión de ciencia, de conocimiento. La verdad se nos ha convertido en un valor. El sentido de nuestras acciones suele tener como parámetro una cierta idea de verdad que a veces no percibimos del todo. Hacemos o dejamos de hacer algo con cierto tipo de fines que se establecen mediante la consideración de lo deseable o lo indeseable, de lo bueno y lo malo, y para establecer estos últimos, son necesarios ciertos parámetros veritativos. Si no hay verdad, ¿cómo valoramos las cosas? Si no hay verdad, ¿cuál es el sentido de nuestros actos?


III


El ser humano se enmascara, y al hacerlo llena de sentido, aunque sea por un momento, el mundo que lo ve enmascararse. Ataviado con expresiones terribles, funestas, patéticas, festivas, solemnes o impúdicas, el ser humano enfrenta el mundo con su rostro encubierto. Canta, baila, llora y se ríe. En el carnaval, en la fiesta o en la representación, el ser humano se desdobla deliberadamente y se libera de sí mismo, se pierde en el delirio del festejo, en el éxtasis de estar fuera de sí y ser-uno-con-los-otros, también enmascarados. Sin embargo, al terminar la fiesta, al guardarse en la intimidad de sí mismo y reposar en la tranquilidad de su soledad, se mira al espejo y se despoja del rostro que lo hizo ser alguien más durante el festejo, del rostro que le dio una personalidad distinta. ¿Qué encuentra?, ¿su rostro?, ¿su verdadero rostro? En efecto, encuentra que su verdadero rostro no es sino otra máscara, aquella con la que enfrenta el mundo día con día, aquella con la que saluda a las personas  y bebe su café, con la que sonríe y con la que grita: su verdadero yo, su persona, su prósopon, su máscara intransferible.

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¿Tiene esto algo de malo? No. La verdad no es sino una máscara más, un invento aceptado y legitimado, mensurable, calculable. Si el invento se nos ha traducido en algo tan inconveniente, ¿por qué no cambiarlo?

 


Concebir la verdad de esta forma tiene algo de maravilloso, algo de siniestro, por eso es tan fascinante. Nos acerca al vacío, al abismo que no podemos dejar de mirar y que nos seduce brutalmente. El mundo se convierte en carnaval, en fiesta, en terrible fiesta del delirio en donde no hay seguridades, sólo la intempestividad del instante, el pliegue del deseo, el aroma de los zumos. No hay ideales dominantes, sólo fuerzas propugnando, jugando, danzando.

¿Es posible soportar una existencia de este tipo? Difícilmente. Pero sólo desde la experiencia radical del abandono, de la orfandad, es desde donde podemos volver a pensar de manera originaria. Sólo desde ahí podemos arrancarnos nuestro malestar cultural y encarnar un nuevo tipo de hombre, lejos de los ideales que nos arrastran sin cesar a una aniquilación absurda. Sólo desde el sueño que es consciente de que sueña es posible abandonar los dogmatismos adormecedores. Sólo desde ahí se le puede decir adiós al sentido como el orquestante de una vida impuesta. Sólo desde ahí podemos afirmarnos como personas, como máscaras.

 
 

1Walter Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, traducción de Bolívar Echeverría, México, Contrahistorias, 2005, tesis VII.
2Friedrich Nietzsche, La ciencia jovial «La gaya scienza»,  traducción de José Jara, Caracas, Monte Ávila, 1999, §125.

3Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal, traducción de Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 2001, §40.

4Friedrich Nietzsche, La voluntad de poder, traducción de Aníbal Froufe, Madrid, EDAF, 2000, §476.

5Friedrich Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, traducción de Luis M. Valdés, Madrid, Tecnos, 2003, p. 21.

6Ibid., p. 25.

 


 
 

Bily López (Ciudad de México, 1978) es Licenciado y Maestro en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha colaborado en diversas publicaciones, y ha asistido a numerosos congresos nacionales e internacionales de filosofía.

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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