Tras haber conocido todos los trámites que un mexicano tiene que hacer para poder entrar a Arabia Saudita, en la primavera de 2006 realicé mi primer ―y hasta ahora único― viaje a la península arábiga. Sentía emoción y curiosidad; por fin conocería aquella parte del mundo ―que, sin embargo, en mi mente era como cualquier otra donde hay gente, donde se vive, donde se ama― en la que se extrae el llamado oro negro entre mares de arena y en donde veneran el libro sagrado del Corán.

Todo comenzó con un vuelo a París, de donde después de una noche de luces entre el Arco del Triunfo y la Torre Eiffel proseguiría mi recorrido de seis horas hasta Riad. Mientras observaba un incesante suelo amarillento en mi camino a la capital del reino, conocí a un grupo de empresarios españoles que, al descubrir mi acento chilango, decidió informarme sobre sus pasadas experiencias en este lado del mundo. Primero, el alcohol es ilegal ―dijeron― segundo, la pornografía está prohibida; tercero, es muy diferente a lo que estás acostumbrado, hay que tener cuidado con las mujeres y con lo que se hace en lugares públicos. elcentrodelreino-bandera.jpgYo pensé que estaban exagerando, que eran paradigmas occidentales alimentados por las noticias sobre terroristas, aunque no pude evitar sentirme un poco nervioso cuando un par de horas antes de aterrizar, la aeromoza en jefe nos advirtió que suspenderían el servicio de vinos y otras bebidas espirituosas debido a que no estaba permitido llegar con aliento alcohólico al aeropuerto; además, tenía en mi poder una revista de rock en cuya portada la cantante del grupo Yeah Yeah Yeahs se exhibía con algo menos que una minifalda y poco más que un escote. Todo esto corría por mi cabeza cuando llegó el momento tan esperado como inevitable; ya estaba en terreno árabe. Con un par de chicles de menta y escondiendo la revista entre mis documentos de trabajo, pasé por migración; estaba preparado para cualquier cosa. A pesar de mis temores inventados, no hubo ningún evento desagradable: mostré la visa, revisaron el pasaporte, preguntaron qué iba a hacer allá, sellaron el pasaporte, me lo regresaron ―sin saber todavía que me lo iban a retener nuevamente―, y en menos de cinco minutos ya estaba legalmente del otro lado del mostrador; entonces, fui a recoger mi maleta y me dirigí hacia el hotel.

Tras observar una ciudad normal acordé mi propia percepción y sentir el calor del desierto. Lo primero que me llamó la atención fue que el taxi que me llevaba no pudo dejarme en la puerta del hotel gringo que me albergaría por un par de noches, ya que estaba cercado por grandes bloques de concreto; al pensar por qué, sólo pude imaginarme que temían algún tipo de explosivo escondido en la cajuela de un automóvil. elcentrodelreino-mapa.jpgAl salir del vehículo, caminé hasta la entrada y llegué al interior lleno de motivos geométricos y arabescos que adornaban las paredes en una especie de mezquita de lujo. Una vez registrado, subí al cuarto y, contemplando la ciudad  desde la ventana, vislumbré un edificio que resaltaba del resto no sólo por los trescientos diez metros de altura que lo erigían, sino también por su forma peculiar, que en los últimos pisos remataba con una curva vertical semi-elíptica, dejando un espacio por donde cruzaba libremente el viento para unir sus extremos en lo más alto mediante un puente. Me pareció algo impresionante, imponente; era como si tuviera a un árabe gigante frente a mí con un rostro imaginario que, envuelto en un turbante, me hiciera saber que estaba en su tierra. Y ese árabe tenía nombre: se llamaba Kingdom Centre… Mientras seguía inmerso en tales pensamientos, llegó la oscuridad y con ella el momento de dejar la habitación, pues tenía una invitación a cenar con un colega del trabajo. Caminé hacia el elevador, oprimí el botón para bajar y, al abrirse la puerta, descubrí a dos mujeres de negro, totalmente cubiertas por sus abaya y sus niqab; sonreí tímidamente y volteé hacia abajo la cabeza sin saber qué más hacer hasta llegar nuevamente al suelo. Al no poder ver nada más que sus ojos, supuse que aquí sí aplicaría ese refrán que dice que “el amor entra por la mirada”. Entonces, se abrieron de nuevo las puertas, pero esta vez para llegar a la recepción y encontrarme con el gerente de mercadotecnia, un ejecutivo de origen egipcio que me esperaba para llevarme a un bar de shisha, en el que por supuesto no hubo alcohol ni mujeres pero sí mucho humo. Después de una velada diferente en el interior de una especie de tienda de campaña para el desierto, íbamos de regreso al hotel cuando en la avenida por la que circulábamos noté un retén de policía; pregunté para qué era y obtuve como respuesta que se trataba de un punto de inspección. Seguimos el camino sin contratiempos y por fin llegué otra vez a ese séptimo piso desde el que podría admirar a lo que era no sólo el centro del reino sino también de mi atención. De noche, pude observar que el interior de su turbante cambiaba de color, de azul a rojo, de rojo a violeta, de violeta a amarillo y así constantemente, hasta que el cansancio y los colores me arroparon para irme a dormir.

A la mañana siguiente, debía comenzar mis labores de trabajo en el mismo hotel donde me encontraba hospedado. Así, después de levantarme y desayunar, decidí que tenía que obtener una foto del centro del reino, pues sería un entrañable recuerdo de mi visita a aquellos lugares lejanos, y algo de lo que definitivamente podría hablar a mi regreso en suelo mexicano. No imaginaba entonces todo lo que podría contar. Bajé a la recepción, salí del hotel y, con un sol casi insoportable, saqué mi cámara digital, la disparé un par de veces y observé un auto de la policía local que rondaba por el lugar. Entonces, el vehículo se detuvo frente a mí, y de él descendió un azul (efectivamente, allá también son azules) para indicarme algo en árabe, que por supuesto no pude comprender, aunque por las señas que hacía con las manos notaba que se trataba de algo importante, al menos para él. Al momento, extendió su mano derecha para pedirme que le entregara la cámara y, desconcertado, obedecí sin tiempo para preguntarme qué era lo que había hecho mal. elcentrodelreino-pasaporte.jpgEstaba ahí parado ―más atontado por la falta de entendimiento que por el calor mismo― cuando de pronto llegó Osama ―sí, Osama―, que era el gerente nacional de ventas de la filial de la empresa con la que iba a trabajar. Tras decirle en inglés que no sabía qué había pasado, comenzó a hablar en su lengua natal con el policía, que todavía sostenía mi cámara. Tras varios manoteos y discusiones que seguía sin entender, noté que el oficial le pidió sus documentos migratorios (ya que él provenía de Jordania) y, mientras eran revisados minuciosamente, me dijo que entregara mi pasaporte, el cual tuve que traer de la habitación del hotel para que luego fuera guardado en la patrulla junto con la cámara, que aparentemente me había metido en este embrollo. Empezó a llegar más gente del trabajo al hotel ―pues yo iba a dar un entrenamiento―, y Osama les hacía señas para que siguieran su camino sin detenerse, y así evitar una tormenta desértica más polvosa de lo que ya era. Mi único acompañante en esta confusa circunstancia empezó a ponerse más nervioso que yo, y se le ocurrió pensar ―y además decírmelo― que tal vez el que retuvieran sus papeles se debía a ese nombre propio que había causado tanto alboroto algunos años atrás. Veinte minutos, cuarenta. Media hora más; el sol en mi cara y el sudor escurriéndose por mi cabello, llegando a mi espalda y subiendo desde mis entrañas hasta mi cabeza. Llamaron a su superior, y nos indicaron que no podíamos movernos de ahí hasta que él llegara.

Así, el tiempo seguía pasando bajo las altas temperaturas, y con esperanzas inciertas, cuando casi sin notarlo llegaron un par de turistas japoneses por un costado de la parte externa del hotel. Si uno ha tenido la oportunidad de encontrarse con estos visitantes del mundo, con esas bolsas gigantescas llenas de sensaciones a Gucci y Armani, sabe lo exasperantes que pueden ser cuando se trata de tomar fotografías. Alguien me dijo una vez que lo hacían para analizarlas cuidadosamente y luego robarse ideas, o mejorarlas, y para mí definitivamente se robaban algo, aunque fuera sólo la tranquilidad de las almas que tenían el infortunio de merodear por el mismo lugar que ellos. Con esa reflexión trataba de aliviar un poco mi nerviosismo, cuando de pronto sacaron una cámara profesional (y no una simple cámara digital como aquella de la que había sido despojado), y empezaron a tomar fotos enfrente del hotel; Osama, al notar esto, llamó la atención de los oficiales reclamando por qué ellos podían hacerlo y yo no, o al menos eso fue lo que yo interpreté al ver su rostro molesto y sus aspavientos coléricos. elcentrodelreino-vista.jpgDespués de todo, parecía que los policías no se habían percatado de la presencia de los orientales, quienes, con el despliegue de su propia naturaleza, cambiaban de poses y ángulos para buscar la mejor imagen posible. Al verlos, los policías inmediatamente se acercaron a ellos, manotearon varias veces y, con una sonrisa pícara, les quitaron cámara y pasaportes. ¡Qué desmadre! Pensé, y todo por unas pinches fotos. En este momento ya estaba realmente enojado, aunque no pude evitar sentir una pequeña sensación de alivio al pensar que no sería el único extranjero en la cárcel. Después de otros quince minutos de agonía e insolación, finalmente llegó el comandante en jefe. Era un personaje alto, atlético, con gafas oscuras y un bigote que lo hacía parecer más árabe de lo que hubiera podido imaginar. Caminó hacia nosotros, conversó en su lengua con todos los que me rodeaban y echó a reír. Eso me tranquilizó, aunque dentro de mi paranoia no sabía ya si en esta tierra eso eran buenas noticias. Habló con sus subordinados y se limpió el sudor con un pañuelo blanco. Luego, ellos sacaron de la patrulla los documentos migratorios y los gadgets que nos habían quitado y nos los devolvieron. Tras todo esto, llamaron a uno de los encargados del hotel y simplemente le pidieron que colocara un letrero en el que se leyera “prohibido tomar fotografías” (en inglés, por supuesto).

Finalmente, pude entrar al salón del hotel donde todos los demás aguardaban; al llegar, se escucharon aplausos mezclados con risas. Yo, todavía con voz temblorosa, di las gracias por el recibimiento y tras una breve explicación, les dije que me hacía falta un tequila para calmar mis nervios, pero que no pretendía hacerlo porque seguramente me llevaría a otro encuentro con la policía. Hubo algunas risas más. Me tranquilicé. Inicié y terminé el curso. Ya casi de noche, hubo una convivencia con todos los participantes, que en su mayoría eran inmigrantes egipcios que trabajaban en el área de ventas. Conversando con ellos, aprendí que debía evitar estar en espacios cerrados como elevadores en presencia de mujeres, ya que podría generarse un malentendido; que siempre debía llevar mi pasaporte pues había puntos de inspección aleatoria en las carreteras y que ante la falta de una identificación internacional podrían llevarme a la cárcel; y, por supuesto, que no debía tomar fotografías en las calles debido a que podrían servir como “herramientas de análisis” para ataques terroristas. Pensé que toda esa información me hubiera sido más útil un día antes, ya que a pesar de que todos somos seres humanos, tenemos realidades distintas.

Igualmente, supe que aunque el alcohol era ilegal, muchos lo conseguían de manera clandestina y tomaban desde vodka hasta cachaza; que la pornografía en video y revistas se importaba de varios países de Europa y Asia, y que la prostitución existía en las afueras de la ciudad. Todo me sonó conocido.

Al final, pude comprender que este lugar era como cualquier otro donde hay gente, donde se vive, donde se ama, y en el que se crean problemas de algo tan simple como imágenes guardadas en las memorias electrónicas y mentales del mundo.


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Mauricio Ochoa (Ciudad de México, 1971). Estudió Ingeniería Mecánica en la UNAM, Administración Industrial en la Cámara México-Alemana de Comercio e Industria y el diplomado en Creación Literaria de la Casa de las Humanidades de la UNAM. Fue finalista para participar en el quinto Virtuality Literario Caza de Letras. Actualmente estudia Letras y Lenguas Modernas Inglesas en la Facultad de Filosofía y Letras.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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