A Lino siempre le han gustado los acuarios. Cuando compartíamos cuarto era común que nos peleáramos por su necedad de dormir entre peces y algas marinas, como si no fuera suficiente convivir durante el día con siete enormes tortugas que nos observaban detenidamente mientras nos dedicábamos a cualquier tarea en la casa. Lo más incómodo era sentarse en el inodoro buscando un único momento de intimidad, momento que jamás llegaba, pues Cándida, la tortuga mayor, se había adueñado del cuarto de baño desde años antes de mi llegada a aquella casa; así que, previniendo cualquier accidente y rendido ante su mirada amenazadora, prefería abrochar mis pantalones rápidamente y caminar presuroso las diez largas cuadras que separaban la casa de Lino de un restaurante de chinos, cuyos empleados conocían mi problema y me dejaban usar su sanitario, no sin advertirme cada vez más seguido que los dueños no aprobaban la situación y que tratara de solucionar el asunto lo más pronto posible.

Otras veces las cosas no eran tan desagradables. Después de unos meses me había acostumbrado al olor del agua de los acuarios, casi siempre sucia porque entre Lino y yo sólo alcanzábamos a limpiar, dado su tamaño, tres acuarios diarios, y al final quedábamos tan agotados que optábamos por cerrar las puertas de los cuartos en donde restaban un par de docenas más de estas jaulas de agua y nos encerrábamos en la nuestra –sí, Lino prefería dormir conmigo a despojar de su reino a esos pegajosos residentes. Algunas noches dejábamos entrar a las tortugas que se deprimían fácilmente y nadábamos con ellas hasta que todos nos quedábamos dormidos flotando; incluso, cuando las tortugas se habían desahogado después de una alegre convivencia, nos dejaban a Lino y a mí usar sus caparazones como almohadas, cuya rigidez más que resultar incómoda, aliviaba nuestros dolores de espalda provocados por el duro trabajo de limpiar y cargar los acuarios diariamente.

Ahora, viendo las cosas desde lejos y abusando un poco de las grietas de la memoria, podría decir que extraño la vida con Lino. Su afición por coleccionar animales acuáticos y fotografiar sus incipientes escamas, la delicadeza con la que los cuidaba y hasta su decisión de abandonar cualquier posibilidad de relacionarse con humanos –causa por la que ya no vivimos juntos–, me parecen a estas alturas muestras extraordinarias del ejercicio de la voluntad. Sin duda Lino pertenece, por lo menos espiritualmente, al mundo acuático, no como observador ni estudioso, sino como habitante. Me he enterado de que convirtió su casa en una alberca y de que se pasa los días tratando de imitar los movimientos de sus compañeros: su objetivo es fusionarlos y convertirse en una nueva especie acuática, hasta donde le sea posible.

Yo, a manera de agradecimiento por su hospitalidad durante casi un año, le hago llegar los mejores productos veterinarios que encuentro, y no tengo dudas de que se alimenta con lo más rico en vitaminas del mercado. Sólo espero que use las medicinas que le mando para no contagiarse del Ich que supe que atacó a sus tortugas recientemente, y que no copie la mirada amenazadora de Cándida, esa bestia celosa de metro y medio que no me dejaba orinar a gusto.