Ni me llamo Xipe, ni soy deidad. Soy Cutumbú, esclavo por ser de alma inmortal. Fui convertido en piedra y sometido a estar ataviado con la piel desprendida de un gobernante que traicionó al pueblo mexica.

Mi alma fue extraída de una chuparrosa e incrustada en un cuerpo labrado en piedra, luego del sacrificio del emperador que, al ser conquistado por la avaricia, fue castigado.

No pude evitarlo. Me cubrieron con su piel aún tibia, ensangrentada y gruesa. Lo único que logré fue también convertirla en piedra. Ahora que lo pienso, quizá eso es lo que querían que hiciera.

Por mandato divino me alejaron de la gran cuento-xipea-castillo-de-teayo.jpgciudad. A mamachi, diez hombres robustos me llevaron lejos de Tenochtitlán, a territorio recién conquistado. Después de ciento dos lunas arribamos a Teayo, ciudad que había sido fundada por los toltecas, posteriormente habitada por los huastecos y despojada por nuestra gente.

Me dejaron en un cube, arrumbado, junto a los pocos dioses de ese pueblo que habían sobrevivido al exterminio, y aunque mi esencia de avaro les estimulaba desconfianza, no me encantaron.

Mientras yo buscaba entenderme con los ídolos huastecos, los mexicanos trabajaban en los nuevos dominios: continuaron el cultivo de algodón, calabaza, maíz, fríjol, cacahuate y quelites.

Si alguien enfermaba, aprovechaban las hierbas que aquí se dan por montones: chilacuaco, arcajuda, quebrache, estafiate…

Poco a poco de Tenochtitlán fueron llegando más artesanos, sacerdotes, orfebres, maestros, poetas, escultores, músicos, así como estrategas de batalla y jóvenes guerreros.

Justamente la inmensa cantidad de piedras que hay en la región les permitió a los mexicas revestir el principal templo de Teayo al estilo texcocano. Además, trazaron calzadas que conducían a los observatorios que establecieron en las puntas de los cerros más altos que rodeaban el lugar.

Sólo las familias de la realeza mexica y los sacerdotes habitaron edificios de piedras talladas, inmensas lajas, cal y arena. No por eso los caseríos del resto eran insignificantes: estaban hechos con horcones de chijol, vigas de alzaprima, alfardas y fajillas de cedro, la cerca de volador amarrada con bejuco, techados de palma real tejida y piso boleado con tierra amarilla. Todo era signo de la riqueza natural del lugar.

Del templo principal escarbaron un túnel que llega hasta el cerro más puntiagudo, donde estaban los aposentos de la diosa Chinola, quien cuidaba los restos de los grandes señores mexicas que ahí morían.

Teayo se convirtió en una ciudad oculta y base militar mexica y desde ahí fueron atacados y conquistados los vecinos llamados totonacos.

Un día las chuparrosas empezaron hacer barrunta: volaban por parvadas, como huyendo de un nahual. Fue el primer aviso. Después, llegó el mensajero y se inició la partida. Tenochtitlán era amenazada por hombres blancos y barbados, ¡necesitaban ayuda!

Todos iban por el camino con rumbo al corazón del imperio y sólo uno se conducía en sentido contrario: era un hijo del rey avaro. Era también el único de la estirpe que no olvidó la forma y los motivos que llevaron al pueblo a ultimar a su padre; y como en esos tiempos el imperio se deshacía, aprovechó la revuelta para vengarlo. La única manera de hacerlo era destrozándome, porque atentar contra el gobernante era impensable.

Llegó, me buscó, me reconoció, lloró a su padre y me degolló con hojas de obsidiana. Nadie atestiguó la escena, irónicamente sanguinaria.

Hubo un silencio. Una ausencia. Enseguida, una mujer que huía despavorida me vio, tirado y en dos partes. Decidió llevarse mi cabeza, mientras mi cuerpo se quedó muy cerca del templo.

Los hombres y mujeres se fueron. Nadie pasó por Teayo durante muchas, muchísimas lunas.

Truenos, rayos, relámpagos, lluvias, pájaros, venados, tigres, tlacuaches, serpientes, entre otros animales, fueron durante mucho tiempo los únicos habitantes del lugar.

Las grandes ceibas, cedros, alzaprimas, zapotes, y una infinidad de árboles más, se cayeron de viejos, mientras otros crecieron en esa que se llamó la selva huasteca y que hoy tampoco existe.

Ese silencio terminó cuando llegó un grupo de personas, mitad blancos mitad apiñonados, a desmontar y repoblar la antigua ciudad mexica, establecida en pleno territorio huasteco. Andaban de cacería y un venado grande y brioso, sin querer o queriendo, los llevó hasta la pirámide, que por su magnitud fue llamada Castillo, Castillo de Teayo, porque la gente que lo encontró era de una hacienda cercana que a pesar del tiempo, así se llamaba: Teayo.

El templo principal había resistido el abandono y nuevamente fue pisado por almas humanas que le arrancaron las hierbas y raíces que se le habían trenzado. En el adoratorio le colgaron tres campanas, símbolo de la religión impuesta y a su alrededor se construyó el nuevo caserío.

cuento-xipe2-castillo-de-teayo.jpgPoco a poco fueron descubiertos algunos dioses: toltecas, huastecos y, naturalmente, mexicas.

Yo también fui descobijado de la tierra donde estaba, entre raíces, lombrices y tepalcates, pero sin cabeza. Por eso piensan que soy deidad, por haberme encontrado en las mismas condiciones que ellos: plasmado en piedra y sepultado.

A diferencia de los demás ídolos, fui encalado para simular la piel encimada que tengo cincelada, y que, a pesar del tiempo, irradia avaricia. Fui sometido, junto con los demás, a velar la cruz de los que nos conquistaron. Fue cuando me enteré de que lo habíamos perdido casi todo en aquella, la última guerra de que estuve enterado. Ni siquiera se habla y se viste igual que antes.

He sido testigo de cómo se han llevado varios dioses que alguna vez fueron venerados por pueblos enteros. La única que se resistió a salir de aquí fue la Chinola. Al menos eso vino a contar un hombre que ayudó a trasportarla hasta Tuxpan y supo que el barco en que iba hacia tierras lejanas se hundió mucho antes de llegar a su destino.

Hoy, sigo sometido a escuchar el repicar de las campanas que llaman a adorar a otros que no son nuestros dioses. ¡Ah, cómo extraño la sonoridad de los cascabeles huastecos, de los caracoles mexicas!

Hace poco tiempo una mujer encontró mi cabeza, ahí mismo, en el pueblo, aunque muy alejada del templo. Se la entregó a los hombres que nos custodian y ellos me la colocaron.

—Aquí traigo un antigüe que estaba en la esquina del solar. Fortino me va hacer un horno de tierra pa’ cocer pan ahora que viene Todos Santos y en la escarbada se lo encontró —dijo.

Ahora, además de la piel del rey avaro, cargo con una cabeza que fue cercenada por un hombre poseído por la venganza. Como soy un alma inmortal, estoy esclavizado a vivir con esas dos amarguras.

He preguntado a los dioses qué pena estoy pagando. Es el día en que ninguno ha logrado responderme.


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Ilustración:
“Castillo de Teayo” de Raúl Flores Guerrero
www.analesiie.unam.mx/pdf/27_05-15.pdf

Karina de la Paz Reyes Díaz (Castillo de Teayo, Veracruz, 1984). Es comunicóloga por la Universidad del Golfo de México, campus Orizaba. Se ha desempeñado como reportera de información general en los periódicos de circulación estatal El Mundo de Orizaba, Imagen de Veracruz, La Jornada Veracruz; así como en AVAN Radio Noticias, de la cadena W Radio. En la actualidad, es integrante de la Dirección General de Comunicación Universitaria de la Universidad Veracruzana, y se desempeña como reportera de los órganos oficiales de comunicación Universo y Gaceta de la UV.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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