Nadie lo conoce, nadie nunca lo ha visto. Cuando mucho, lo recorren con la mirada y las más de las veces se les escurre de los ojos. Caminan y no pueden sino pasarlo de largo: es demasiado para tan pobres ojos.

Y desde niño fue duro, se hizo capaz de todo: a los siete prendió del cuello al lerdo valentón del pueblo y lo levantó hasta donde le alcanzó la mano. Esa tarde caminó al río, se bañó y con esa misma mano pescó diez animales para la cena. Sus hermanos se atragantaron, pero no le agradecieron; más todavía, tal vez nadie se dio cuenta de lo que había hecho.

No había cumplido doce y ya era un héroe local: los porteros se sabían sin oportunidad, el más rápido en los cien metros planos, el único que jugaba con los viejos al ajedrez y al dominó. Lo admiraban, decían, pero los más le tenían envidia. Otro lerdo quiso humillarlo frente a todos y rompió dos botellas con la resortera. “A ver si muy bueno y rompes una”, le dijo. Se levantó, puso la botella en su lugar y regresó despacio adonde estaban los demás; sacó la resortera y apuntó, pero no le dio a la botella: partió una lagartija por la mitad. Los demás estallaron en carcajadas, pero antes de que pudieran burlarse, disparó de nuevo y rompió la botella; luego miró al lerdo y le tiró a la mano derecha, por el puro gusto de verlo llorar de dolor.

Héroe, en pequeña escala, pero niño como cualquier otro: esa misma resortera le costaría una condena a fusilamiento.

La modernidad se acercaba al pueblo y se instalaron los primeros transformadores; el padrino llevó una radio y cobraba cinco centavos por escuchar el programa de los sábados por la tarde. A todos les gustaba la radio, pero a muchos les pesaba que hubiera una caja oscura colgada de un poste. Una tarde, de camino a la casa, él y sus hermanos oyeron la plática de dos señoras que, en su disgusto, querían deshacerse del poste y la caja. Tentados con la idea, tomaron las resorteras y todas las piedras que encontraron y regresaron por la noche: a la mañana siguiente, una de las vecinas dijo asustada que había visto una luz tan brillante que le dio la espalda a la puerta y se durmió rezando. Fue la última en darse cuenta de que el transformador estaba en el suelo. El padrino llegó media hora después (en cuanto se enteró quién lo había hecho), mandó llamar a cuatro trabajadores y puso a los niños contra la pared: “Preparen”, gritó; los niños, con las manos pegadas al cuerpo, levantaron la cara asustados y empezaron a llorar, aun él, por más que no quería mostrar miedo. “No, padrino, no nos mate, no lo volvemos a hacer” “Apunten”, fue la respuesta del padrino, pero antes de poder decir fuego se carcajeó de verlos lloriqueando e implorando por sus vidas.

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Foto: Dijey. Fuente: www.sxc.hu
Como para cualquier niño, la diversión siempre iba ligada con una inocente estupidez: a las pocas semanas, después de oír el programa de los sábados, él y sus hermanos tomaron el nuevo lavadero de su madre y como pudieron lo llevaron al río, lo bajaron al piso y se subieron todos, él el último. Despacio, con pequeños empujones y jalones, lograron que se deslizara; el corto viaje se quedó a un par de metros del río por un aparatoso choque contra una piedra. Algo maltrechos, se levantaron brincando y riendo, uno se metió al agua y la pateó a los demás; entonces se metieron todos al agua y nadaron un poco, antes de querer repetir el descenso. Se asomaron y vieron el lavadero partido por la mitad. ¿Cómo regresar a la casa con dos piezas de lavadero? Lo único que podían pensar era que su madre le pediría al padrino que los fusilara. Disimuladamente, dejaron las dos piezas en el lugar que les correspondía y se metieron a la casa a esperar; su madre siempre sospechó de ellos, pero nunca pudo comprobar que no hubieran sido los hijos de la vecina.

Con todo y esa insensatez, era suficientemente responsable como para que el padrino lo llevara con él al campo. Hacía poco había comprado un extraordinario buey de casi dos metros de altura, que se volvió su orgullo, y gozaba llevándolo al monte a pastar para que todos lo vieran. Una tarde, la única en que acompañó al padrino y al buey en sus paseos, se adelantó un poco; el capataz del padrino lo seguía con la mirada cuando escucharon un grave mugido y vieron al buey en el suelo. Corrieron a verlo y encontraron la mordida de una nauyaca; el capataz silbó y una cuadrilla de trabajadores llegó corriendo, sacaron los machetes y cortaron la hierba hasta que uno dio con la serpiente. Se la entregaron ya muerta al padrino, quien la tomó de la cola y la molió con una piedra hasta que se hartó; por fin dejó la piedra e hizo que él se acercara: “Mijo, yo creo que Dios quiso que la víbora primero viera al Blanco para que no te mordiera, pero no estaría malo que te hubiera picado y me dejara mi buey”. Fue la única vez que vio llorar al viejo.

Se había ganado esa salida pero le disgustaba pensar que el Blanco se había quedado tirado en el monte, sin piel, pues era lo único que se podía recuperar. Prefería ir al rancho y tomar pozol de chocolate o bajar mangos o naranjas de los árboles a salir otra vez al monte: en la casa bastaban los peligros. Varias veces encontró alacranes que atrapó y colgó con un alfiler en la puerta; también había mariposas, luciérnagas, grillos y moscas. Una sola vez se atrevió y pudo atrapar una gallinita, una oruga que quemaba lo que tocaba: en la madera quedó un círculo negro alrededor del alfiler. Y no le gustaba colgar las luciérnagas porque dejaban de brillar; mejor las amarraba con un hilo y las paseaba por el pueblo con sus hermanos.

En la escuela tenía un excelente promedio y sus maestros lo apreciaban por su inteligencia y gusto por el estudio; ganaba todos los concursos de matemáticas, español y oratoria; y otra vez los lerdos le tuvieron envidia. Un gran gusto fue verlos parados en la puerta de la escuela mientras él salía camino a la ciudad con la oportunidad de estudiar una carrera. El primer reto fue aprender a moverse y transportarse después de vivir en un pueblo que se podía recorrer caminando en menos de una hora: tomaba el camión cerca de la base, fingía quedarse dormido y miraba las calles hasta llegar a la otra punta de la ruta; cuando el chofer le avisaba que había terminado el recorrido, pedía disculpas, decía que no sabía cómo regresar a su casa y habitualmente le daban un aventón de regreso. Sin embargo, en más de una ocasión tuvo que caminar varias horas detrás del camión antes de reconocer siquiera su barrio.

 

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Foto: Boy. Fuente: www.sxc.hu

El día en que se registró en la escuela tuvo que despertar a las tres de la mañana y, sin siquiera tomar una taza de café, fue a formarse para pedir su número de matrícula y horarios. Con varias horas de espera por delante, alguno pudo robarse unos pupitres de un salón, o tal vez un encargado de limpieza sintió compasión por ellos y los sacó. Uno, unos pasos delante de él, se quedó dormido en el frío; entonces aparecieron en procesión cuatro cirios rojos que pusieron a su alrededor. Empezó el rezo y los padrenuestros y las avemarías despertaron al dormido; pasmado, miró de reojo los rostros acongojados de todos y de un salto abandonó su lugar y corrió tan rápido como pudo. Probablemente detuvo su carrera cuando escuchó las carcajadas, pero no regresó, quizá vencido por la vergüenza.

Desde ese momento supo que los lerdos no eran como en su pueblo, así que se les adelantó y le sacó partido a su buen humor: “Si a éstos les gustan las bromas pesadas...” pensó, y pronto encontró a algunos compañeros de la secundaria a los que también les gustaban. Aprovecharon al más soso y torpe de los muchachos del salón, que estaba locamente enamorado de una chica que ni siquiera tenía nombre; se acercaron y le sugirieron que empezara por llamar su atención: “¿Cómo que cómo? Pues rasúrate la ceja izquierda y seguro te va a ver”. Al día siguiente, el muchacho apareció en el salón y la chica apenas pudo voltear la cara para no reírse frente a él. A la semana siguiente, el soso siguió el consejo de impresionarla y en cuatro noches se aprendió de memoria las tablas de logaritmos y antilogaritmos: podía ser un imbécil, pero tenía una memoria prodigiosa, cosa que fue de mucho provecho para todo el grupo en los exámenes de matemáticas.

Así siguieron con una larga lista de bromas, lo cual lo llevó del saco de posible víctima al de chico importante. Como en el pueblo, lo respetaban y lo apreciaban, sabían que era un estudiante brillante, uno de los pocos con futuro. Y de la misma manera como no había permitido que se burlaran de él, se negó a que un profesor paleto y soberbio lo insultara por el solo hecho de ser el profesor: entraba monumental al salón y, para llamar la atención del grupo, levantaba a treinta centímetros del suelo un escritorio de casi setenta kilos y lo dejaba caer estrepitosamente; para la tercera clase, más de la mitad había desertado. Torpe e incapaz de pronunciar su apellido, el profesor hizo un despliegue de arrogancia que le costó otro de mayor tamaño: pasando lista, dijo el nombre de un jugador de fútbol; sabía quién debía responder, pero no escuchó nada después de repetirlo tres veces. Furioso, estuvo a punto de arrojarle el escritorio, pero el ‘chamaco revoltoso’ se limitó a pedirle que pronunciara bien su nombre, porque no conocía a nadie con el que decía el viejo.

Era la feliz arrogancia de la seguridad, de saberse capaz de las cosas más difíciles para los demás. Pronto estaba trabajando en los mejores despachos de la ciudad, con sus compañeros más torpes como subordinados; pero pasaba poco tiempo antes de que abandonara el despacho porque no le pagaban lo que él quería: parecían no entender que era demasiado para esos trabajos tan menores. Aprendió todo cuanto pudieron enseñarle, lo demás fue pura vanidad.

Dedicó los siguientes años a desentrañar números y se le volvió una pasión maquinal llegar al fondo de los silencios del dinero. Se volvió heroico, más que antes, pero peligroso para muchos que contaban números paralelos, suficientemente como para que un escuadrón de sicarios lo acribillara en una cafetería; o eso creyeron, porque las balas apenas le desacomodaron el cabello, y ni siquiera soltó la taza de café.

Siguió con ese curso de números y otra vez su trabajo se quedó muy por debajo de él. Había olvidado que las matemáticas eran un pasatiempo interesante, pero que en el fondo lo desesperaban: las aceptó porque le abrían puertas. Tantos años dedicados a ese vicio y de nada valían ahora; una robusta tristeza se paró a su izquierda y lo hundió en el más ingrato letargo. Así pasó, medianamente vapuleado por su falta de calma, tanto tiempo que casi olvidó su nombre. Algunos de los años más amargos se anunciaron con la fuerza que se habían reservado en la apatía y la desgana: el gran señor, el emperador, el héroe omnipotente perdió su más preciado tesoro: la confianza en sí mismo. Uno tras otro cayeron sus bastiones de fuerza, las briznas de calma, la simpatía, el gozo.

Entonces, cuando ya nada mostraba la cara, recordó la tarea más importante de su vida: un resumen que se convirtió en comentario al Principito de Saint Exupéry; casi treinta años después comprendió en verdad y dejó de ver con los ojos, de preocuparse de cosas serias, se olvidó de los sombreros y las usanzas mayores. Tal vez una de sus alegrías fuera que algún otro supiera de León Werth. Recuperó la calma, cambió los números por las astillas, las lijas y los tablones: mirando muy en el fondo, recordó que quería ser carpintero. Y otra vez fue un héroe, con algo de aquella inocente estupidez, y talló las últimas puertas del mundo. Esta vez, vencer el límite era un reto a mayor, siempre más lejos, siempre más complejo: la ambición era el objeto bello, perfecto en sus mínimos detalles.

Todos le pasan los ojos por encima, presumen de lo bien que lo conocen, pero no miran sino unas líneas que son otra cosa, algo que no alcanzan a ver. Y, sin embargo, uno no presume: sabe que en alguna tabla está escrito su nombre.


 


Oliver Davidson Vejar (México, D.F., 1982) estudió Literatura Latinoamericana en la Universidad Ibearoamericana. Además de narrador, es corrector de estilo, traductor y editor para distintas publicaciones. Participó en el concurso-taller en línea Caza de Letras, de la Dirección de Literatura de la UNAM, bajo la tutoría de Alberto Chimal, Álvaro Enrigue y Mónica Lavín.

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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