No. 45/CINE

 

Heli



Rodrigo Martínez
 

Heli
Director: Amat Escalante
(México, 2012)



heli_cartel.jpgPiernas fragmentadas. Torso a medias. Voraz trompa de bota militar. Cara deforme bajo una suela. El miedo como fisonomía adolescente. El miedo como levantón íntimo; como suplicio en plural. El miedo revelado muy cerca desde lo alto. El viaje súbito de miedo que muestra cuerpos magullados y que mira la ruta de unos verdugos casi desde la cabina de una camioneta. El primer plano de Heli no sólo muestra la mejilla de un joven que resiste el peso de un zapato agresor. Simula una violencia impensada. Evoca una tortura límite. Encarna una nueva costumbre para un sobreviviente (para varios sobrevivientes) que debió mirar el cadáver colgante de otra víctima para descender en vida a un abismo que perdurará interiorizado.

Cerca de completar un primer año de matrimonio adolescente, Heli (Armando Espitia) trabaja de noche en una fábrica automotriz. Al igual que su padre, desconoce que su hermana menor (Andrea Vergara) está enamorada de un paramilitar de diecisiete años (Juan Eduardo Palacios) con quien anda de pinta y faje en un Datsun ochentero piel de hepatitis. En una de sus escapadas, Estela y Alberto pactan su casamiento. Él roba dos paquetes de droga y convence a su novia de ocultarlos en un tinaco. Heli descubre la carga y decide librarse del contenido sin prever que cometerá un agravio con implicaciones brutales.

Pueblo de tierra dos veces calva. Orbe seco y casi deshabitado. Mundo rural de extensos paisajes gris amarillentos de pura soledad enferma. En este relieve coexisten los elementos más esenciales de un bestial desamparo: una familia, una pareja y una pandilla ofendida cuyo vínculo forzado revela la condición metonímica de Heli al ocuparse, como hizo Miss Bala (Gerardo Naranjo, 2012), del encuentro de la gente común con el crimen desatado. Al mostrar la condena de un joven (y de una familia) que pudo ser cualquier otro joven (o cualquier otra familia), el realizador creó un ritmo minimalista donde un mundo sereno y laborioso, de viajes siempre iguales en bicicleta, deviene en un mundo violentado con trocas misteriosas o autos sicariando que también andan con el mismo sentido siempre.

Los segmentos más peculiares de Heli recuperan las reacciones de personajes que observan la violencia para exponerlas como un proceso de asimilación de su modo de ser. La película escudriña el mirar y sus implicaciones. Entra así un primer acto de mirada: reporteros y funcionarios atestiguan una quema de droga. Salto al tercer acto: en una escena de crimen, detectives y vecinos ven la llegada de un muchacho con cara y cuerpo de ciruelas reventadas de tantos golpes recibidos. Cuarto: Heli observa tres cabezas decapitadas en el noticiero vespertino. Vuelta al segundo (definitivo y más extenso) acto: dos niños y dos adolescentes, con todo y una impávida ama de casa que continúa con sus labores, propinan una tabliada a un muchacho desnudo, colgado como res de carnicería, con la métrica redundante de música de videojuego como ambiente de fondo. Y el de menor edad pregunta: ”¿éste qué hizo?”.

heli_cartel_01.jpg En un orden distinto del aquí descrito, Heli articula estas miradas a la brutalidad para expresar su naturalización. Cada momento límite va acompañado de evasiones o abandonos. Evasiones, por ejemplo, de dos paramilitares que observan el paisaje montañoso. Abandonos de esa cámara que se aleja del cadáver que pende de un puente o de la madre adolescente con bebé en brazos que descubre un reguero de sangre en casa. Registros a distancia, con la cámara de Lorenzo Hagerman, de toda clase de formas previsibles, casi documentales, donde no hay valoraciones musicales ni encuadres desequilibrados. Un realismo templado, con paisajes y gestos tristes, y con irrupciones de un sadismo en directo, suficientemente justificado, que está allí para desatar reacciones fisiológicas. Es un filme que no desea expresar la violencia por sí misma, pero sí sentirla y tensarla al máximo, sugiriéndola o mostrándola, para dejarla allí como ese estado de insensibilidad creciente en regiones donde hay niños que miran torturas o niños que son torturadores.

Si bien Amat Escalante recibió el reconocimiento como mejor director en el 66 Festival de Cine de Cannes (2013), Heli no está exenta de contenidos innecesarios. La segunda secuencia dialoga, en vez de mostrar, las circunstancias de una familia: es un censo poblacional (un inserto expositivo) que da lugar a una secuencia casi inerte si no fuera porque presenta un conflicto de intimidad sexual, revelado con imagen, del matrimonio adolescente. También está allí el estereotipo casi maniqueo de la detective inútil. El inverosímil estereotipo de esa mujer imbécil, trompa de bagre, secundada por su compañero desdibujado. Todo por el afán innecesario de acentuar la evidentísima enajenación del sistema ministerial. Todo visto como una estupidez caricaturizada y ajena a la tonalidad del filme. Caricatura invasora en medio de una docuficción que despide esa presencia inoportuna con un improbable intento de seducción de unos senos desnudos y sedientos.

Y a pesar de estas escenas que recuerdan la grandilocuencia final de Los bastardos (Escalante, 2008), Heli revela originalidad, su diferencia específica ante Miss Bala y Días de gracia (Everardo Gout, 2011), en la estructuración de esos juegos de miradas y en la coherencia de un ritmo de quietudes (con cámara a media altura) y desplazamientos (con cámara serena) que detona reacciones emotivas (Heli recarga la cabeza en su esposa) y corporales (tortura del paramilitarcito) al concentrar la atención en los detalles y las implicaciones de cada plano. Un minimalismo de la cotidianidad ingenua convertido en minimalismo de la cotidianidad brutalizada donde irrumpen, a ratos, paisajes pálidos de amplios espacios desoladores.

Heli brinda una poética de la duración que piensa y siente a la vez esa violencia vuelta costumbre como el síntoma más significativo de un tiempo de barbaridades que ya no lo parecen tanto. Por eso miramos el sueño postraumático del bebé y de la adolescente justo en medio de una sala donde las cortinas revelan un viento que irrumpe, quizás única metáfora evidente en todo el filme, como un invasor que para entonces resulta tan familiar como los gemidos intranquilos, también postraumáticos, de esos dos desesperados (desatendidos como todos), que al fin hacen el amor en una habitación contigua.

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Rodrigo Martínez (Ciudad de México, 1982). Es doctorando en Ciencias Políticas y Sociales (Comunicación) por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho, Viento en vela, La revista y Periódico de poesía, y en espacios culturales de los periódicos El Financiero y El Universal. Es profesor de asignatura en la FCPyS y colaborador de la revista electrónica F.I.L.M.E (www.filmemagazine.mx).

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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