La estaba pasando mal. ¿Por qué? Yo qué sé. Pregúntenle a mi úlcera. Los putazos que me da algo habrán de esconder, algún Edipo no resuelto quizá. Cada noche concedida a una alumna desesperada por salvar la materia habría sido, en realidad, un intento por obtener el amor de mi madre. El amor no llegó y la chica se iba en cuanto asentaba la calificación. Gajes del oficio. Al principio no está mal, la paga cubre la renta y mantienes el buen humor con los alumnos más atrasados. Luego empiezas a dilucidar las aberraciones evolutivas que originaron esta clase de primates. Me harté, pues de amaestrar changos.

Desde entonces me he atenido a salarios temporales. Podría culpar a la crisis. Debería culpar a la crisis, aunque sea por desahogo. A decir verdad, es culpa de mi título: rinde poco en el ámbito laboral; eso sí, se ve de lo más exótico en la pared de mi cuchitril. Si me hubiera entregado al estudio de las maderas o los códigos penales, al menos ahora tendría una silla donde echar el trasero, o retozaría de lo lindo al ver a la vecina, que vino a romperme las ventanas hace un par de noches, pudriéndose en la cárcel.

Bueno, les decía, la estaba pasando mal, y cuando la paso mal me gusta ir a la pista de hielo. Ver patinar a la gente es de lo mejor. Voy y me coloco en una banca a rogar, con devoción casi religiosa, por la caída de alguno de mis prójimos. Si tengo suerte, un tobillo roto se deslizará por el hielo. Eso siempre reconforta el alma, saber que hay alguien más jodido que tú, al menos por un instante.

Me senté. En la pista la situación me favorecía. El lugar estaba atascado de  parejas. Como el instinto suele llevarlos de la mano, si cae uno, caerá el otro. Luxaciones al 2x1. Sólo debía aguantar la mitomanía colectiva que se esparcía por todo el lugar. Tanto mimo, tanto halago, un efecto indeseable de los amorosos.

En media hora la situación se resumía en unos cuantos aleteos. Parecía haber un acuerdo en conservar el porte. “No es mi día”, pensé al observar una vez más aquella bandada de tortugas. La úlcera hubiera empezado a machacarme de no ser por un beso plantado de improviso en mi cachete. El detalle venía de una chava parada junto a la banca. A un sujeto en mis circunstancias nunca debe sorprendérsele así. Estuve a punto de echármele encima a besarle los pechos, pero, antes de cualquier tentativa, logré darme cuenta de quién era.

Imaginaba a Laura, mi exnovia, en alguna ciudad gringa disfrutando del dinero de un millonario –tomando en cuenta los dones de su cuerpo. En cambio, la tenía frente a mis ojos. Prescindí de las palabras pues la improvisación no es mi fuerte, limitando la respuesta a una sonrisa, ya ensayada, muy útil a la hora de abrirme paso en las fiestas familiares.

–¡Nacho! Cuánto tiempo caray.

–(La misma sonrisa estúpida)

–¿Cómo has estado? Cuéntamelo todo, pero que sea en dos minutos. Mi esposo me espera.

–¿Te casaste?

–Hace un año.

–¿Tan pronto, así nomás?

–Cuál pronto, si llevábamos un buen. Y tú ¿ya sentaste cabeza?

–Algo así.

–¡Cómo!

La hubieran visto. A leguas se le notaba un criterio de cuentos a lo Disney, claro, todo muy bien archivado en alguna oficina de burócratas. Si le hubiese inventado algo como “cada noche siento cabeza en un prostíbulo diferente”, ella habría usado el resto de sus dos minutos en excusas triviales.

–No nos hemos casado pues.

–Oh.

–Me refiero a que vivimos en unión libre pues.

–Oh ya.

–Tenemos una hija.

Nada como los hijos para dar la apariencia de una vida estable.

–¡Nooo! ¿Tú, soltero empedernido?

–De hecho las estoy esperando, andan patinando por ahí.

Para dar firmeza al argumento, saludé, con gran ademán, a dos señoritas que patinaban al otro lado de la pista; una madre y su nena al parecer. Ellas contestaron el saludo. Benditos reflejos condicionados. El problema ahora era que Laura quisiera conocerlas.

–Tu hija es una monada.

–Le sacó a su madre.

–¿Y terminaste la carrera? Seguro la conquistaste con tu rollo científico-intelectual.

Le importaba un pito conocerlas, hablar con ellas, ver si la niña había heredado alguna de mis tosquedades o era el producto de una tipa que, de bar en bar, buscaba maximizar las oportunidades de su progenie. Yo, en cambio, parecía tomarme el asunto muy en serio.

–No terminé, me cambié a psicología. Ahí conocí a Gloria –señalé la pista con la cabeza.

–Mira nomás. Entonces mejor me voy antes de que me empieces a psicoanalizar, jaja.

–(La sonrisa estúpida de nuevo)

–Hay que vernos para tomar algo.

–Sí, estamos en contacto.

Otro beso en el cachete. La mano contoneando en el aire. Qué farsa, ni siquiera tenemos nuestros números. Aquello era deprimente. Los jóvenes seguían dando vueltas a lo loco. Yo permanecía en el mismo sitio, dándole cuentas al pasado. De pronto, felicidad. Un niño limpiaba la pista con sus dientes. Casi tan bello como la vez anterior, cuando la hija de la vecina me regaló un cuadro de nariz ensangrentada.


 

Ilustraciones:
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Paco Morales (San Luis Potosí, San Luis Potosí, 1990). Estudió psicología en la UNAM. Ha publicado en la revista El alma pública.

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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